Cuando el frío comenzó a remitir y la nieve dejó asomar poco a poco los coches que tenía sometidos debajo, estábamos tan contentos que lo que pedía el cuerpo era lanzarse a la calle y la fiesta para celebrar la llegada de la Primavera, o algo. Nos llamamos por teléfono para ver cómo había sobrevivido cada uno a la capa de hielo y contarnos, igual que los que regresaban del frente de Rusia, que nos habían salido sabañones, igual que entonces, y ya habíamos consumido en la chimenea casi toda la leña del Invierno. «No importa, estamos en febrero, pronto llegará el Carnaval y florecerán los almendros, y el frío regresará a donde quiera que va cuando se va, que parece que desaparece».
O sea que salimos a festejar. Y no es que fuese como cuando había atascos a medianoche pero sí se veía ya cierta alegría en las calles. Comenzaba a ser un recuerdo la helada y nos parecieron inverosímiles las historias que habíamos llegado a vivir con naturalidad. Como ese taxi que se atrevió a salir una noche y el frío lo fue frenando hasta paralizarlo en mitad de la calle, convertirlo en escultura transparente parecida a las de ese festival de estatuas de hielo que hacen ¿en China? O esos días de calles silenciosas, cuando no podíamos hablar al aire libre pues nuestras palabras se convertían en estalactitas a toda velocidad y, si las palabras eran tan solo un poco agresivas, podían llegar a convertirse en dardos y clavársele en un ojo a alguien. Sucedió a la salida del Congreso. O sea que todo el mundo optó por mantenerse en silencio en la calle.
Salimos pues a festejar, con ganas de baile en el cuerpo y de más cosas, y cuando parecía que en cualquier momento aquello iba a despegar y empezaría la fiesta, se oyó una suerte de gemido inquietante en un coche aparcado (en una zona prohibida, además). Y cuando la gente identificó el origen y comenzó a acercarse, lo que vio fue a una pareja besándose. Primero se retiraron, discretos con una sonrisa en los labios y una punta de envidia en el corazón, pero cuando los gemidos se repitieron se volvieron a acercar y, como los gemidos seguían, alguien se atrevió a comprobar de más cerca. Era una pareja en un coche igual a todos, él con un chaquetón de ante, ella con un abrigo negro. El testigo más osado, o más curioso, pidió perdón, se acercó más, con prudencia, miró lo bastante de cerca como para oler el suave perfume de ella, la crema de afeitar de él, y retirarse al fin para informar a la concurrencia expectante:
– Es el hielo. Se les ha congelado la saliva y se han quedado pegados.
De modo que ahora se discute cómo despegarlos. Visto que el soplete sería demasiado radical (de momento), se ha intentado el baño maría y los vapores de eucalipto pero nada: se trata de un hielo recalcitrante, que no se deja convencer.
Ni qué decir que el debate ha casi monopolizado el país, nos hemos olvidado de la fiesta y las redes arden con teorías a cual más pintorescas, como suelen. Y quién sabe si se llegue a saber, incluso por los amantes, que todo se debe a haber querido cosechar en febrero y bajo la helada lo que solo puede florecer con mucho más tiempo. A veces en Abril pero rara vez. Además del azul tramposo de Madrid, que puede ser azul de hielo, ayudó también que se recitaran desde muy cerca versos antes de tiempo, y que, carentes del calorcito necesario, se congelaron entre sus labios.