Una vez muerto, Juan Masayá fue devuelto a la tierra pues se había producido un error de fechas. A veces pasa: también la muerte -y cómo no, con tanta gente- tiene problemas con la burocracia.
Pero algo sucedió con los transportes de regreso, por culpa del dichoso cambio climático -a veces pasa también-, y Juan Masayá ha sido devuelto a Casablanca en lugar de a su destino. Se sabe, o se cree saber que no es su destino porque no hay ningún Masayá en el censo actual de Casablanca, ni tampoco en el de los últimos doscientos años. Aunque bien es verdad que un censo de una ciudad árabe es el ejemplo mismo de la relatividad. Y no es posible que Juan Masayá venga de más atrás en el tiempo pues se maneja bien con los teléfonos móviles, esquía por la red con agilidad y reconoce a los personajes de la televisión.
De modo que averiguar cuál es el destino de Masayá es el propósito de este escrito, ya que él no se acuerda. Cierto que tal vez no quiere acordarse. Pues sabe, confía en que el tiempo que pase en el lugar equivocado no cuenta. O sea que no se trata de ser chivatos sino un deber de ciudadanía: ayudar a la policía marroquí y a la muerte, y encontrar la senda del destino del extraviado. Y ello para no sentar un precedente que supondría el caos, sobre todo si trascendiera: La ruptura del destino, nada menos. El hecho más radical jamás visto.
Este Masayá vive desde hace varios días en Casablanca, y allí lo escruta todo, por si algo le permite averiguar de dónde viene. Pues la muerte, aunque sea sólo temporal, es esencialmente una variedad de la amnesia.
He aquí, pues, una primera lista de las cosas que a Juan Masayá le ha parecido reconocer:
El policía le miró un cuarto de segundo y selló su pasaporte con un tampón que muy bien hubiese podido marcar reses.
A la salida del aeropuerto se le acercaron varios taxistas con la intención de robarle. Iban en manada y estaban conchabados. Ahí no funcionaba la ley de la oferta y la demanda. Miradas aviesas, dientes de oro, culatas de revolver asomando en la cintura.
El hotel era magnífico, con unas vistas sobre el mar a lo lejos que muy bien hubiese podido ser lo que vio Vasco Núñez de Balboa al descubrir el Pacífico. Juan Masayá lo llamó El mar de las caricias pues eso le parecían las olas blancas desembarcando en ordenadas filas sobre la costa.
A medianoche le despertó una música, un ruido más bien, muy fuerte, que salía de un edificio al lado junto con destellos de una luz interior. Parecía la guarida de un monstruo. No consiguió ver a nadie. Y al protestar esa mañana, le miraron como si supiesen, pero se extrañaron -«¿música?» «¿ruido?»-, igual que si estuviese loco. Todo el hotel estaba lleno de cicatrices de un pasado denso y lejano.
– Sí, están mojadas por el rocío, le dijo una mujer morena al verle examinar las sillas de la terraza. Y luego añadió: «Es un desastre, falla el cuidado…», e hizo un vago gesto de la mano señalando el entorno. «¿Sabe? Hace ya cuarenta años que vengo aquí. Entonces era magnífico. Pero ahora…» Y se quedó muda, bebiendo su café y fumando. Por un instante Masayá le había visto los ojos negros y dentro de ellos brasas todavía encendidas.
Más tarde, paseando por un centro de la ciudad más bien agujereado y salvaje, entró en una Escuela Superior de Periodismo como si la palabra Periodismo, que a veces quiere decir Información, le pudiese ayudar. Un señor se empeñó en guiarle, y en un aula conoció a una norteamericana de unos treinta y cinco años, dientes grandes y gafas verdes de diseño, que le fue presentada como una profesora de blogs.
– ¿Blogs?
– Yes, bloguing, dijo, «como quien aprende a esquiar», y sonrió con dulzura. Hablaba en inglés con acento cerrado de Nueva York. Su guía le informó más tarde que era la embajada de Estados Unidos quien había ofrecido sus servicios.
Aquí, por cierto, se produjo en Juan un pequeño destello: ¿No había conocido a gente parecida en La Paz, en Beirut? Pero la mujer era particularmente anodina, sonreía igual que muchas… sólo fue un destello.
También le pareció sugerir algo que presenció en un restaurante en la esquina, al salir de allí: Muchos hombres comiendo en mesas de tres, cuatro o cinco, y saludándose y riéndose como si fuesen del mismo club. Y en una mesa central, dos jóvenes mujeres, de la misma raza morena que los hombres, y un niño. Un niño mimado, acostumbrado ya a reinar. Y en lugar de dirigirse a él en árabe o en francés, como es habitual en Casablanca, las jovencitas se dirigían a él en inglés americano. Por la puerta se asomaba de vez en cuando un negro enorme que se había disfrazado como los guardaespaldas de las películas, con gafas de sol tipo antifaz y un abrigo gris hasta el suelo, como para Nueva York.
En fin: estas son algunas de las cosas que ha visto Masayá, y de momento, nada. Se angustia porque no sabe, y no debiera. Cree que alguien lo espera en alguna parte, pero si es así ya le han llorado y ya vive en esa segunda vida que es el recuerdo. Y no se da cuenta, pues nadie se lo ha dicho, que todo ese tiempo que pasa en un lugar que no es el suyo, tras el error burocrático de la muerte, no cuenta.
Quién sabe, entre una cosa y otra, los cambios climáticos… Hasta que alguien se dé cuenta del error y lo corrija, a lo mejor pasan décadas, siglos. Podríamos estar hablando del primer hombre bicentenario, tricentenario… las posibilidades marean. Algo parecido a la inmortalidad.
Juan Masayá, que no es tonto, pero tampoco muy listo, como todos, podría estar disfrutando de esta equivocación como alguien a quien han olvidado en la suite Hawai de un hotel de lujo y durante varios días nadie se da cuenta de que el contador del minibar está estropeado. Mientras dure…
Sucede que en Casablanca Masayá reconoce, o le parece reconocer, todo lo que ya hemos contado. O sea que sí cabe la posibilidad de que esa sí sea su casa y haya regresado a Casablanca a vivir lo que le queda de vida… que por otra parte no puede ser mucho: no es ningún niño.
Esa es la ansiedad.