Aunque luego vimos que había indicios y evidencias por todas partes, no nos quisimos dar cuenta del fraude -y qué remedio-, cuando un autobús de la línea 27, que baja por la Castellana, comenzó a hacer eses y terminó anillando uno de los grandes castaños del paseo del Prado. Dos muertos y treinta y pico heridos. Bueno, ¿y cuál es la novedad? Es lamentable pero con autobuses estrellándose están escritos los periódicos. La novedad es que no estaba previsto que los autobuses de la línea 27 den eses, y menos con las ruedas intactas. Los 27 están conformados para andar solo en línea recta, subiendo y bajando la Castellana hasta el final de los tiempos. Su volante está bloqueado y solo sirve para apoyarse, en largas jornadas de monotonía e impaciencia, cuando el carril bus está atascado. Y, para evitar frustraciones y tentaciones, el conductor ha recibido un adiestramiento para solo frenar y acelerar, y ni siquiera sabría coger una curva leve.
Al principio se pretendió pasar por encima, como con los demás accidentes, y reducirlo a estadística: «Tantas personas han muerto este fin de semana en las carreteras, lo que, siendo muchas, son tantas menos (o más) que…» etcétera: el truco periodístico habitual para no tener que pensar en ello y que la visión de los cuerpos no nos estropee el telediario mientras comemos. Pero esta vez uno de los heridos, que se había quedado sordo al clavarse en el tímpano una aguja de tejer de la señora que iba en el asiento de enfrente, decidió hacer del accidente una Causa y demandó a la compañía: «El conductor -dijo- dio una curva. No solo una, dio muchas».
La investigación no pudo demostrar este extremo pero -con la complicidad de La mañana de Madrid, un diario valiente que tituló: «Hacía eslalom por la Castellana»-, sí que el conductor sabía dar curvas. Y que el autobús también. Era falso que hubiese sido creado, al igual que toda la línea 27, para subir y bajar en línea recta.
Hacía tiempo que no trascendía un fraude de ese calibre y, poco a poco, por exigencias de su público, a la prensa no le quedó más remedio que dejar de cubrir ruedas de prensa sin preguntas y continuar con las revelaciones. Así se supo que hacía por lo menos medio siglo que los castaños del paseo del Prado carecían de licencia para estar ahí, y menos para seguir creciendo. Y un reportero que se subió a uno de ellos para escribir un reportaje sobre «el techo de Madrid» hizo la revelación: desde allí se veía una suerte de obscenidad gigantesca que sobresalía por encima de la Puerta de Alcalá, violando cualquier sentido estético urbanístico mientras jorobaba las armonías de El Retiro. Y al parecer nadie la había visto: las pomposamente llamadas Torres de Valencia. Un escándalo enorme… si bien transparente.
Lo que a su vez condujo al inquietante descubrimiento de que muchos edificios de Madrid habían sido diseñados por arquitectos, sí, pero al dictado de constructores con un colmillo de oro, cuando no de diamante, y muchos amigos en el ayuntamiento. Lo que no habría tenido tan grave importancia de no ser porque, hechas las investigaciones -todo esto iba tomando tiempo y periódicos, no crean-, trascendía que esos constructores y ayuntamientos no sabían dibujar. No sabían leer. No conocían la historia, y ni siquiera habían oído del Partenón de Atenas y la proporción áurea. No sabían nada. ¿Cómo era pues posible que les encargasen así fuese la caseta de un perro? Ni siquiera, porque los perros tienen algo que los humanos no, y salvo casos, en general son insensibles a prepotentes horteradas como las Torres de Valencia.
Al galope ya de la verdad, cuya búsqueda y construcción crea vicio, los periodistas atacaron por ahí y, tras unos cuantos hallazgos irrelevantes, descubrieron que los constructores y ayuntamientos no eran excepción y ya casi nadie sabía qué es la proporción áurea. No ya los constructores sino nadie. Tampoco los arquitectos sabían del Partenón ni de Atenas, salvo las manifestaciones que contaba el telediario, ni de historia, ni dibujar, ni leer, como no fuesen los millones de mensajitos urgentes de los móviles, que tenían el poder prodigioso de estupefactar a la gente ante ellos como gallinas ante una línea recta.
Lo que explica que nadie relevante leyese las revelaciones de los periódicos y todo el mundo siguiese creyendo en el dogma de la pureza primigenia de los autobuses de la línea 27, que no conocían la curva, y así los siguiesen tomando con toda tranquilidad. Como tantas otras cosas incomprensibles.