MIRADA SORELA

Isabel y las lecturas

Apartado: Siete años de Blog

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Desde hace un tiempo Isabel sufre en el metro un ruidito que le impide concentrarse en su libro como antes. Y es que ya no puede averiguar de una ojeada lo que leen sus compañeros de viaje pues cada vez con más frecuencia llevan pantallas y eso le impide centrarse en su lectura. Le ocurre a mucha gente -gente cotilla, podríamos decir, o por lo menos curiosa: que no se quedan contentos hasta averiguar lo que leen los demás (y a veces fruncir el ceño, preocupados por la decadencia de Occidente)-, pero en su caso es comprensible. Isabel es librera. Y además en una de las pocas librerías de Madrid que de verdad se merecen todavía el nombre, o sea que se podría decir que Isabel es una superviviente. Una suerte de testigo de un mundo que podría llegar a desaparecer: ¿existe una vivencia más literaria que esa? Muy pocas.

Es cierto que Isabel siempre ha tenido más y más dificultades para concentrarse en el metro, cuando va y vuelve de su trabajo, casi media hora por trayecto: No siempre se puede sentar -aunque recuerda que cuando chica llegó a leer Rey Lear, ¡y a comprenderlo!, colgada de una barra y con el libro a centímetros de su nariz-, y en el metro hay cada vez más marcianos conectados por los oídos a una central de donde les envían consignas en un tam-tam muy elemental: «Bumba, bumba, bumba…» Nada que objetar, al menos por parte de Isabel, que es pacífica y tolerante. Pero es que algo falla en las terminales de los marcianos, o quizá es que las consignas son demasiado elementales y se salen de los cacharritos y las orejas, y al final todo el vagón está escuchando un lenguaje que no comprenden. Y que impide escuchar a los verdaderos músicos -no todos malos- que cada vez en mayor número se van refugiando en el metro en estos tiempos hostiles.

No se trata sólo de curiosidad o cotilleo: A fin de cuentas, cuando la gente leía libros, libros de papel y con tapas de colores, el resultado de la curiosidad no era siempre optimista: muchos de los libros que Isabel reconocía con ojo de experta ni siquiera se vendían en su librería porque no daban la talla. El problema ya no es si los libros son los que ella eligiría o no -ella es de los libreros capaces de decirles a un cliente: «No lea basura, lea en cambio este», lo que no siempre ha sido comprendido-, sino el enigma de si eso que lee la gente en sus pantallitas de bolsillo es lectura de verdad. ¿Leen libros, leen literatura… o leen bobaditas, esos mensajitos cortos e in-signi-ficantes en los que la gente vive ahora como si por cada mil mensajitos les dieran una chocolatina? Eso la tortura.

Así que, no sin meses de vacilaciones, como la gente cuando tiene que elegir entre un móvil u otro, un novio entre millones, un supermercado entre varios gigantescos, Isabel se compra una tableta que al principio no confiesa, esconde de sus compañeros y, cuando finalmente un colega la pilla en el metro, justifica con aquello de:

– Bueno, es el instrumento de estos tiempos y tenemos que saber lo que ve la gente.

Ahí está, que al principio lo que ve la gente es lo mismo que veía antes, sólo que más rápido. Antes en los periódicos se leía alguna crónica, ahora no merece la pena pues algo parece igualarlas a todas; antes te acababas Moby Dick, tras cierto tiempo pero te lo acababas; ahora el tiempo se le va en cuál versión bajarse, bajarse cuatro y pasarse tres trayectos decidiéndose por una de ellas y comparando traducciones y brillo de la pantalla… antes de lanzarse a por El viejo y el mar, que alguien ha citado en Twitter a propósito de no sé qué. Luego Isabel va descubriendo aplicaciones y poco a poco las aplicaciones, que son como una gigantesca ferretería en Disneylandia, o eso parece, van sustituyendo la lectura. De modo que hace tiempo que Isabel no lee, solo busca nuevas aplicaciones y lee cositas, cuando un día, quién sabe por qué, en la línea 2, llegando a Goya y terminando de leerlo ahí mismo en el andén, descubre que en algún sitio de ese océano sin bordes de la red alguien ha escrito un texto abierto pero con el único objeto, se ve, de que ella lo lea. Así lo hace, con progresiva sorpresa y mientras se le eriza la piel pues entre 7.000 millones de personas conectadas a la red sólo ella puede entender completo ese mensaje escrito muy poco antes en vete a saber qué lugar del mundo: quien se lo envía es un viajero.

Y tiene que reconocer que antes eso no habría sido posible, y que el cartero con esa misiva habría tardado por lo menos un día en llegar a su casa.