La sorpresa que llega de inmediato con la lectura del Orwell prehistórico -su media docena de libros anteriores a los que hicieron de él el autor-llave de la literatura política del Siglo XX, y también del siglo en sí: Granja de animales, 1984 y yo añadiría Homenaje a Cataluña-, es que de prehistórico nada. Lo esencial de Orwell está casi en cada uno de sus libros, y ello desde el primero: «Burmese days», novela escrita a los treinta años e inspirada de cerca por su experiencia como policía británico, y durante varios años, en Burma, Birmania, hoy Myanmar; uno de los destinos menos lustrosos del entonces vasto Imperio Británico de entre guerras.
¿Y qué es lo esencial? Difícil elegir pero es probable que una escritura dictada por un pensamiento político fuerte, que no militante: una postura que va evolucionando pero que sin duda se mantiene en lo que él llamaba «socialismo democrático», incluso después de que Orwell se convirtiese en el primer o uno de los primeros denunciantes, a finales de los treinta, del lúgubre teatro estalinista.
Una preocupación no menos importante porque esta escritura, por política que fuera, tuviese una dimensión literaria y artística (formas, personajes, colores, sugerencias, ritmos….) de primer nivel y a la altura de la mejor literatura inglesa. Que conocía bien, entre otras cosas porque había asistido, becado, al mejor colegio británico de su tiempo: Eton, en los tiempos improbables en que esos colegios insistían más en los clásicos que en las matemáticas. (Él jamás hubiese aceptado semejantes elogios de Eton, que al parecer odiaba). Con frecuencia se omite que Orwell era también un perspicaz e informado comentarista literario, véanse, entre otros muchos, sus escritos sobre Dickens, Swift (el autor que más le influyó), Tolstoi, Joyce (importó de contrabando el prohibido Ulysses desde París, y tuvo que ponerlo de lado para no compararse con él), «Los buenos libros malos», sus «Confesiones de un comentarista de libros» o «La política y el idioma inglés», donde declara célebremente la guerra a los tópicos y los lugares comunes. No muchos escritores se unen a esa guerra, poco rentable porque buena parte de la industria literaria vive de los lugares comunes. Pocos como él la libraron con tanta coherencia. Además de una inteligencia excepcional y sin duda alguna también visionaria, eso es lo que diferencia a Orwell de casi todos los escritores políticos, incluidos los comprometidos. De hecho, ese fue uno de sus principales objetivos: hacer de la escritura política una forma de arte.
Y un interés realmente intenso del escritor por la realidad sobre la que escribía que casi siempre -o siempre- le llevaba a vivir y conocerla todo lo posible de primera mano antes de escribir sobre ella o, si se prefiere, en ella. Así hizo con Down and out in Paris and London (Vagabundo en París y Londres, Menoscuarto), resultado de dos años de vida de nómada sin cama fija por las dos ciudades, o en empleos como friegaplatos en hoteles en París. Sólo así se puede conseguir un libro tan informado como ese… pero también un capítulo tan inimaginable como el de los vagabundos muertos de frío en Trafalgar Square que esperan la hora legal de ir a compartir entre tres una taza de té, en La hija del clérigo. Vivir entre los mineros y beber en sus tabernas, en las cuencas mineras de Gales, le permitió, por encargo de un editor, Victor Gollancz, que tuvo el acierto de encargarle a Orwell el libro, escribir un informe como Wigan Pier, que rivaliza en conocimiento del medio con la magnífica novela Germinal, de Zola. Por eso ya hay quien menciona a Orwell como un precursor del Periodismo de Participación, una corriente del -mal llamado, como se ve- Nuevo Periodismo de los años sesenta.
Intuyo que tal vez ahí esté lo más peculiar de Orwell: esa capacidad de meterse hasta el tuétano dentro de cierta realidad, por lo general movido por la revuelta y con intención justiciera. Él mismo lo dice en su ensayo más revelador: «Por qué escribo»: «Mirando hacia atrás mi obra, veo que de forma invariable fue donde no había una intención política cuando escribí libros sin vida y me traicioné en pasajes grandilocuentes, frases sin significado, patrañas y adjetivos decorativos». Esa sin duda alguna pasión extrema del escritor con el tema y la elaboración de sus libros, y que está en la base de la sensación de «verdad» que producen -que poco o nada tiene que ver con cifras o estadísticas-, es quizá el misterio más profundo y a la vez sugerente lección de Orwell como escritor. Y se constituye en tema literario en sí mismo y alegoría en Keep the aspidistra flying (la aspidistra es la planta que solía decorar todas las casas de la clase media inglesa de entonces), en la que el protagonista, Gordon Comstock, lleva hasta extremos incomprensibles para cualquier mentalidad normal su obsesión por lo que hoy llamaríamos «no entrar en el sistema», y él, abstenerse a cualquier precio de conseguir «un buen empleo». Siendo empleo el sinónimo de la trampa del «dinero», y «dinero» el objeto por el que siente una repugnancia, un odio se diría que insuperable: el dinero es el instrumento casi invencible de la esclavitud. Y la novela, la historia de su batalla con él, es la historia de una lucha concreta por la libertad… que por lo demás cruza toda la obra del escritor, y también su vida. Y en el caso del comportamiento sin precedentes de Comstock, ¿acaso Orwell no dijo a un amigo que le ofrecía compartir un apartamento en un barrio burgués de Londres que la sola posibilidad de vivir en un barrio semejante «le ponía enfermo»?
La obra y vida de Eric Blair (George Orwell, seudónimo elegido para firmar Down and out, que no reunía para él las cualidades de una literatura firmable), es un contundente argumento en sí mismo contra la extravagante pero cómoda y ahorrativa idea -y quizá por eso mayoritaria en la universidad y la crítica- según la cual una obra literaria no tiene nada que ver con la biografía de quien la hizo, o ésta es irrelevante. Que es algo así como decir que la calidad de la leche no tiene nada que ver con el tipo de pastos que haya rumiado la vaca, o con el hecho de que el novio de la vaca haya muerto heroicamente en una plaza cruzada por la línea de sombra. Una idea surrealista incluso en el caso de Kafka, Kavafis o Pessoa, en apariencia oficinistas inofensivos (véase El otro proceso de Kafka, de Canetti), y cuánto más insólita en el caso de un Orwell, en cuya vida parecen estar sin duda las claves de toda su obra y pensamiento.
Una vez establecido lo cual, la pregunta es… ¿dónde? ¿En qué parte de Orwell están las claves de su obra? Porque las posibilidades son muchas. Los que parecen determinismos de origen abundan. Las experiencias que indican un punto de la estrella de los vientos menudean… Orwell parece un nido de trampas para caer en todos los tópicos y clichés del escritor determinado por su familia y su clase: En su caso, una suerte de muy baja medio aristocracia venida a menos, algo que parece más bien propio de un escritor ruso y coincidente con otros ejemplos en la literatura inglesa (Dickens o Lawrence de Arabia). O sea, una suerte de extranjeridad o periferia, el territorio mismo de la literatura.
Cualquier lector de Burmese days tiene la tentación de apostar a que buena parte de lo que allí se cuenta -clasismo y racismo colonialista entre los policías británicos y en la sociedad imperial en Birmania-, está inspirado en hechos ciertos. Y que Orwell tenía mucho que ver con Flory, el protagonista apuesto, inteligente y poco racista, aunque con una marca de nacimiento en la mejilla que lo devalúa a ojos de una jovencita, guapa y sin un penique, a la caza de marido: por lo visto, los funcionarios de las colonias eran un buen caladero para europeas solteras desesperadas. La enigmática melancolía de Flory, que recuerda la de Orwell, tiene algo que ver con el hecho de haber elegido sin necesidad ese remoto destino que no corresponde a su rango social, en un personaje que parece un antecedente de algunos de Graham Greene, una década después.
En ese libro, vagamente deudor de A passage to India, de E.M. Forster, de temática parecida, Orwell volcó lo más sustancioso de los únicos años de su vida en que suspendió su vocación literaria, creyendo que sí podría prosperar en el escalafón de la burocracia imperial y garantizarse unos ingresos regulares, el ideal mismo de su familia y de su clase. Su padre había sido un modesto funcionario en la administración británica en la India, donde nació Orwell en 1903, aunque a diferencia de Kipling él se fue pronto a la metrópoli, a estudiar. Y eso mismo pensó el editor inglés, Gollancz: que Burmese days era «verdad», y esperó a que un editor norteamericano no recibiese denuncias por difamación para arriesgarse a publicar la ya depurada versión del libro en el Reino Unido; el original se perdió. Y como sería la norma hasta Granja de animales y 1984: Orwell recibió buenas críticas y no vendió mucho. También entonces publicar novela era un oficio impredecible y arriesgado.
Casi como norma, las primeras novelas de Orwell están protagonizadas por un solo personaje, que se mueve en los márgenes de una sociedad que entonces, recordemos, padecía las consecuencias de la Crisis del 29 y se preparaba para la Segunda Guerra Mundial. Pero si ello es evidente en las demás, lo es menos en La hija del clérigo, cuyo retrato sólo de forma indirecta refleja una condición social -por dura que sea la vida de una parroquia anglicana pobre en un pueblo inglés no demasiado practicante y rivalizando con otras iglesias protestantes-, y en cambio ilustra la capacidad observadora de Orwell, a quien no parecen escapársele ni los olores en la casa de una vieja beata impedida (Orwell tenía una nariz de perdiguero), en una suerte de hiperrealismo social que ha envejecido apenas por lo bien escrito que está. También aquí la labor de campo fue su propia vida -era nieto de pastor- y la peripecia de la protagonista, aquejada de una amnesia de pura angustia, tiene en cambio mucho que ver con el recuerdo de sus viajes de vagabundo por los caminos y en Londres.
Orwell, como quizá se sepa, sufrió toda su vida de pobreza, a veces extrema, aunque él pensaba que un escritor no debía vivir de lo que escribía, ni ganar demasiado para no corromper su mirada en la comodidad y la complacencia, y en cambio tener un segundo oficio, nada literario ni artístico, que le mantuviese en contacto con la realidad de las cosas. Él escribió artículos y reseñas de libros hasta gastarse los dedos y, como es leyenda, se agotó en la transcripción final de 1984, ya muy enfermo de tuberculosis, entre otras cosas porque no fue posible encontrar, ni pagándole el triple, a una mecanógrafa que aceptara trasladarse al remoto islote escocés en el que pasó sus últimos días. Murió en 1950.
Y no queda más remedio que mencionar las dos últimas batallas que al parecer Orwell no ganó: el escritor pertenece a ese grupo de autores cuya obra, en ocasiones excelente, como es el caso de varios de sus primeros libros, queda sepultada por otra de mucho mayor éxito entre el público. Otro ejemplo sería Saint-Exupéry. Y por ello es una buena noticia la recuperación o primera edición de varios de estos textos en castellano.
Y luego, la caricaturización de Orwell por quienes pretenden hacer de él una suerte de campeón de la propaganda contra el estalinismo más ramplón. Algo un tanto melancólico si se piensa que Orwell hizo en «Keep de aspidistra flying» el retrato de la publicidad más lúcido y visionario que se recuerda, y no sin escalofrío fue comprobando que la industria copiaba sus magníficos sarcasmos, sólo que proponiéndolos en serio. Eso le sucedería más de una vez. Es evidente que su retrato de la tiranía abarca mucho más, y una pista podría ser que cada vez usamos más expresiones que parecen el colmo del futurismo y que fueron acuñadas por él, como «policía del pensamiento». Él no sólo pretendió siempre abogar por un «socialismo democrático», como dejó escrito en su tardío «Por qué escribo», sino que su obra trasciende con mucho esas peleas de la mitad del siglo pasado, ya un poco grises y polvorientas. No sin misterio, sus escritos ganan con el tiempo en actualidad y novedad.