MIRADA SORELA

Bajar la ventanilla de un Ferrari

Apartado: Siete años de Blog

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p.S Otoño. Norte de Escocia.
…las nubes que vienen por el norte no son sólo de gris, noviembre y otoño
como las nubes entre las nubes de agua limpia que vio un día en Escocia. Está en peligro.

El día comenzó azul como acostumbra, y transparente como sólo en otoño, pero ya se sabe lo inestable que es Noviembre, que por la tarde, cuando siente la noche a lo lejos, se pone gris.

En la carretera de Burgos, al norte de Madrid, el habitante de un Ferrari amarillo de oro no se da cuenta de los cambios. Y cómo iba a hacerlo: los Ferraris están diseñados para conservar la alegría de vivir en espacios inmunizados contra la melancolía, la gripe común y hasta la falta de gasolina (la música baja de volumen hasta el silencio que ya nadie soporta cuando todavía queda mucho depósito). Mas Feliciano García no tiene todavía experiencia en Ferraris, ni en general en los usos de la riqueza, que son menos, muchos menos de lo que podría parecer. Y no se le ocurre otra cosa que bajar la ventana del coche para apreciar mejor el día -pues las ventanas de los Ferraris están hechas en cristales tintados que ahorran las gafas en la nieve de Gstaad, Verbier o cualquier club de Ferraris en los Alpes-, y eso es algo que no se debe hacer. Porque no: porque bajar los cristales de un Ferrari es como bajar el puente del castillo y dejar entrar al pueblo al patio de armas. Y porque si se bajan, y sobre todo en la carretera, un día de otoño, se escapa rápidamente la alegría encapsulada de vivir y puede muy bien entrar la gripe y hasta la melancolía… Pese a todo, eso no sería tan grave. Lo de verdad peligroso es que se puede romper ese aire de caja fuerte en que se conservan los ricos como en formol -basta tomar un café en cualquier vulgar hotel de cinco estrellas para comprenderlo-, y eso, en los Ferraris, eso sí que es peligroso.

Y, claro está, se adivina que eso es exactamente lo que ha sucedido.

Es muy posible que en otras circunstancias el Ferrari hubiese aguantado -la pintura de amarillo de oro está además reforzada contra el pesimismo y la edad-, y es evidente que Feliciano García también: es uno de esos nuevos ricos de primera generación, endurecidos en los combates de perros en la Bolsa, el deporte de riesgo extremo de las primas, los fondos basura creados para los duros entre los duros de la especulación, y todo lo demás. Pero sucede que Feliciano todavía está descubriendo el dinero en serio. Aun no ha tenido tiempo de encontrarse con el tedio que termina por dar la riqueza, y siempre: eso sólo lo da el pedigree, sólo se descubre a partir de la segunda generación, como mínimo, y además hay que valer. Y Feliciano no vale.

Pero -y ese es el hecho decisivo: ese y el cambio climático, claro está- Feliciano ha bajado la ventana de su Ferrari cuando iba más o menos por esas afueras de Madrid: Ya saben, el Centro Norte, Ikea, el parque empresarial al que la gente va a comprar vaqueros y mesitas de noche globales y comer hamburguesas y palomitas para meterlas en cines de plástico con las películas de Oscar, en fin, todo eso. Y ese sitio, al igual que otros en España, pero este más, reúne las condiciones, en un día de Otoño que se va oscureciendo a toda velocidad, para una tormenta perfecta, como diría hoy cualquier locutor.

Una tormenta… ¿de fealdad?

Sí, pero no basta. Es algo más.

Nada hubiese sucedido de no haber bajado la ventana de su coche. El Ferrari habría cruzado ese mar de contaminación para ir a depositar a Feliciano en su mansión de traficante sin serlo (que se sepa). Pero bajó la ventanilla y nada más hacerlo, con ese instinto de navajero de pandilla que Feliciano conserva pues a la postre no hace tanto y aún le es útil en la Bolsa cuando las cosas se ponen tenaces, nada más hacerlo ha intuido con nitidez que las nubes que vienen por el norte no son sólo de gris, noviembre y otoño como las nubes entre las nubes de agua limpia que vio un día en Escocia. Y que está en peligro: algo hacia lo que los ricos tienen orientadas, y por eso siguen siéndolo, no sólo sus miras telescópicas, sino todos sus sentidos. (Sí: además de aburrida, la riqueza es algo muy peligroso; de eso vive toda la industria de los guardaespaldas).

De modo que ahí va el Ferrari de Feliciano, más que corriendo, esquiando por entre el apretado tráfico del norte de Madrid, que antes era la carretera más limpia de la capital y tras los años noventa, la más sucia: restos de la orgía de grúas por todas partes. Y aunque en circunstancias normales se podría… se debería escapar con elegancia, como un caballo de rejoneo de un toro, lo cierto es que le frena toda esa marea de clase media que viene de pasear por los mármoles del centro comercial más dorado de la pesadilla de Occidente, le obstaculiza y hasta le impide el paso. La noche cae, el frío ya se ha metido en el Ferrari, la alegría de vivir ha sido atropellada por el atasco, la música suena ya bajo y las nubes se acercan. Y Feliciano sabe que las nubes, esas nubes y su carga que no se atreve ni a nombrar no deben alcanzarle. Impaciente, aprieta el acelerador pero no pasa nada: del motor sólo sale el rugido de la impotencia, como un potro cuando ve a una hermosa yegua pero la yegua galopa en una película…