Primero nos quitaron el desayuno. Vino un director de Irlanda y explicó que, según le habían dicho, sólo entendería a España cuando comprendiese que aquí la gente desayuna dos, tres y hasta cuatro veces: primero en su casa y luego, en su trabajo, una, dos y hasta tres veces como respuesta a la invitación: «¿Bajamos a desayunar?» «Pero en Europa», dijo el director, «se va desayunado al trabajo»: O sea que fin a los desayunos de empresa.
De acuerdo: con buena voluntad cualquiera puede comprender una decisión semejante. Pero es que de seguido nos dijeron que tampoco podíamos ir a por un café de plástico en la máquina del pasillo, pues aunque se trata de un café horrible que sabe a madera rallada, y a pesar de que ya no se podía tampoco fumar, pronto comenzaron a formarse pequeños corrillos para cotillear sobre este o aquella jefa, que como es sabido constituye uno de los derechos humanos de los oficinistas, o al menos de los oficinistas humanos.
No pasó mucho tiempo antes de que un día tres compañeros fuesen despedidos, según se explicó en público, por «uso fraudulento de Internet». Pronto trascendió -estas cuestiones son difíciles de ocultar-, que el despido de uno de los dos hombres fue por descargas sin control de pornografía, la del otro hombre por haber quedado tercero en un campeonato internacional de Poker -fue su nombre lo que puso sobre aviso al irlandés, también ludópata, aunque en su caso de canasta-, y la mujer por la permanente consulta del incontrolable porno rosa. Lo que en los periódicos aparece como «Gente», como si las demás noticias hablasen de marcianos.
Todas esas medidas fueron por lo general toleradas por los empleados de orden: casi todos. Lo siguiente ya no fue tan bien comprendido. En la nómina de diciembre, junto a la paga extraordinaria de Navidad, venían descuentos por «uso particular del teléfono». A veces tan intenso y de larga distancia que en más de dos nóminas y de cuatro el resultado salía negativo: esto es, el teléfono se había comido la paga extra y el empleado le debía dinero a la empresa. Con magnanimidad, se aceptaba que la deuda fuese pagada en pequeños plazos con intereses muy modestos y competitivos en el mercado.
El desconcierto fue tal -cuesta mucho pagar por algo que hasta el momento ha sido gratis, un derecho humano por así decir- que no todo el mundo se dio cuenta de algo casi inimaginable: si el irlandés sabía qué llamadas eran particulares y cuáles no, es que escuchaba. Sin duda. A no ser que se hubiese inventado ya una central telefónica con la astucia de discriminar entre ambos tipos de llamadas. Y no era ese el caso pues la empresa se habría dedicado a fabricar la centralita con que soñaría cualquier patrón. Y seguro que llegará, esa centralita, pero todavía no. O sea que la empresa escuchaba. Ese conocimiento producía en el estómago una cosa, un poco como cuando uno de se enamora, pero en este caso era un hormigueo distinto, más bien de miedo.
Pues luego vino un parte de una desconocida «Dirección Adjunta para las Comunicaciones» en el que se nos conminaba a cuidar los modales y la ropa, lo que aplaudí: ya estaba bien de gente comiendo chicle mientras hablaba con los clientes con los pies por encima de la mesa, y ya estaba bien de ese uniforme internacional del vaquero que ya se comenzaba a usar los viernes, como se hace en California. Pero es que luego se nos dijo que no bastaba con dejar de usar tacos y masticar chicles. Ahora había que usar palabras adecuadas y hacer un uso correcto del lenguaje. Por ejemplo, no usar el genérico «Señores», en las cartas, neutro en castellano, sino el inglés «Señores y señoras», la nueva forma de tratar a los seres humanos, se nos dijo.
Y así con otros ejemplos, y ya comenzábamos a respirar más corto cuando se nos advirtió que no debíamos confraternizar tanto, en las cafeterías de la zona, con los empleados de otras empresas vecinas. Debíamos mantenernos en grupo y aprovechar esa media hora para hacernos más amigos entre nosotros, conocernos mejor y estudiar modos de mejorar nuestro rendimiento. A eso también iba destinado el cuarto de hora diario en que bailábamos y cantábamos juntos.
La situación era ya crítica cuando comenzaron a descontarnos dinero por el aire purificado de la empresa y por los beneficios que da el trabajar en ella -céntimos, pero lo que importaba es que comenzaban a cobrarnos-, y la situación ya se ha vuelto intolerable pues la última medida, esta mañana, es el anuncio de un pasaporte. Sí, un pasaporte para los empleados de la empresa de forma que nos diferenciemos de verdad de todos los demás y podamos cobrarles entrada a los que vengan a visitarnos -un privilegio-, o a nuestras novias, cuando vengan a esperarnos. Pero sobre todo, ese pasaporte establecerá también limitaciones a nuestros viajes, para evitarnos influencias peligrosas.