MIRADA SORELA

Aprender comparando: Black y Banville

Apartado: Sastrería

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John Banville, Benjamin Black (en el centro) y Anthony Blunt.

Lecturas / Sastrería

El lémur. Benjamin Black, Alfaguara; El intocable, John Banville, Anagrama.

Me ha resultado de enorme interés la lectura simultánea de El lémur, de Benjamin Black, con El intocable, de John Banville, que como quizá no todo el mundo sepa es el verdadero autor tras el pseudónimo de Black. Aunque él no lo esconde, y tanto él como sus editores juegan con ese coqueto disfraz literario. En la tradición de alternar -explícitamente- libros serios con entretenimientos (así los llamaba él), con el muy comprensible propósito de ganar dinero para vivir, sólo recuerdo a Graham Greene. Con la circunstancia de que alguno de los entretenimientos de Greene, como Nuestro hombre en la Habana, resultó a la postre superior a alguna de sus novelas serias.

No es el caso de Banville, al menos a juzgar por estos dos libros. El lémur es una entretenida novela negra, que se desarrolla en Nueva York (fue publicada por entregas en The New York Times) y en cierto modo hasta recuerda alguna de las tramas de Millenium, que sólo he visto en película: Un antiguo periodista recibe el encargo de escribir la biografía de su suegro, un magnate, antiguo miembro de la CIA; contrata para ello a un pintoresco investigador, genio de la informática (el lémur); y descubre lo que no estaba previsto. El libro respeta algunas convenciones del género -policías que parecen filósofos con pistola, potentados con los que uno no jugaría ni a las chapas, y neón, rascacielos, alcohol y humo, aunque este cada vez menos- pero sin ser ningún especialista, no creo que, al menos esta novela, sobresalga demasiado en el abundante mundo de la novela negra, renacido con tal fuerza que a Black-Banville le encargaron el desafío de escribir una nueva novela de Philip Marlowe al modo de Raymond Chandler: La rubia de ojos negros.

El lémur sirve en cambio como contraste y el comienzo de una gran lección cuando se la compara con El intocable, la novela seria -y mucho más extensa- en la que Banville recrea de forma exhaustiva la trayectoria de (sir) Anthony Blunt, quien fuera asesor de la Reina de Inglaterra en materia de arte y uno de los cinco famosísimos espías ingleses, procedentes de la universidad de Cambridge, que sirviendo a la Unión Soviética durante décadas desequilibraron a los servicios secretos británicos y, sobre todo, propusieron preguntas muy agudas sobre conceptos que parecían intocables, como lealtad, patria y demás. A algunas de esas nuevas preguntas es a lo que intenta responder Banville, que en alguna entrevista ha dicho que él no tiene respuestas a las grandes cuestiones, también políticas -lo que a mi modo de ver desmiente su libro-, y que se limita a escribir lo mejor que puede: eso sí es cierto. Su libro está llamativamente bien escrito (y traducido), y eso, más que la trama, que de algún modo ya conocemos, o intuimos, es lo que te hace avanzar con avidez.

Lo que en cierto modo resulta paradójico es que Banville comparte algunos de los recursos de Black: Por ejemplo, el de una gran y evidente documentación, residuo, tal vez, de la antigua vida del escritor como periodista. La diferencia es que en Black la documentación está implícita -en la descripción de Nueva York, por ejemplo, muy exacta-, en tanto que en Banville no se reprime, se explaya, no cae en la obviedad y se da por supuesta en el lector, además de una respetable cantidad de conocimientos. Lo que alguna vez se llamó «cultura general».

Ambos tienen además el valor de sostener, después de persuasivas sugerencias, lo que no está previsto ni es correcto: el traidor, por ejemplo, puede ser un héroe o por lo menos sus actos son más comprensibles.

La gran diferencia, me parece, estriba en el despliegue de recursos que utiliza Banville frente a Black, que se limita a los propios del género y apenas se permite lujos. En lo que a la postre se termina percibiendo como una estimulante y grande libertad mental, Banville renuncia a poco de sí mismo para complacer al lector como se supone que se debe hacer según el libro de instrucciones del escritor más comercial. Si tiene que reflexionar, reflexiona. Si describir, lo hace. Si ha de citar nombres o historias que requieran cierta preparación del lector, no se corta. Se le nota desde lejos el placer de escribir. El escenario, como le ocurre a la cabeza humana, es muy amplio.

Quizá como consecuencia de ello se permite además ciertas libertades del narrador que, en principio, frenarían la comprensión. Por ejemplo, interpela directamente a los personajes, aludiendo a detalles casi privados que el lector debe deducir, y el marco de su historia -una vida y un país, y una vida y un país muy ricos- es enorme: abarca mucho tiempo, mucho lugar, muchos acontecimientos, sobre todo el de una traición muy compleja.

Pero tal vez el principal regalo de la prosa seria de Banville es que no se pliega a las clasificaciones dispuestas desde hace demasiado tiempo por la industria y la academia, y sólo por inercia llamamos novela a El intocable. En realidad es novela, ensayo, memorias, revisión, libro de historia… Habrá quien se extrañe de esta última, pues el libro no respeta ni los nombres de los protagonistas, pero lo cierto es que ningún reportaje ni libro de historia -véase la bibliografía del final… ¿bibliografía en una novela?- podría ahondar más profundamente en los motivos, matices y hasta olores de la historia de Anthony Blunt, que a menudo respeta al detalle, con los nombres cambiados. Si en alguna ocasión fue cierto lo de que la novela es la mejor manera de mentir para llegar a la verdad, esta fue.

Un recuento del libro, incluso sucinto como este, no debería dejar de lado lo que tal vez salta a la vista en primer lugar, y es, no sólo la precisión de las palabras, según el ideal stendhaliano, sino el aprovechamiento de la menor ocasión para, sin ser cargante,  hacer de cada descripción algo memorable. Precisión, pues, al servicio de la imagen, e imagen en busca de la plasticidad inolvidable: «…pasó un hombre grande montado en un caballo pequeño, un centauro con bombín». No es casual que el protagonista que habla en primera persona sea un experto en arte. Apostaría a que Banville también lo es.