MIRADA SORELA

Mordiscos en nuestro tiempo

Apartado: Sastrería

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Sastrería / Tiempo

Si hubiese que elegir entre las tres o cuatro condiciones más importantes para un escritor, un artista, sin duda una de ellas sería el tiempo. Y la naturaleza ha sido lo bastante sabia para darle al artista joven lo que más necesita: fuerza para alternar su creación con un trabajo alimenticio mientras llega -si llega- el tiempo de vivir de la primera. El ejemplo más esforzado que recuerdo es el de Jack London derritiéndose en una lavandería en jornadas agotadoras antes de ponerse a escribir, según cuenta en su novela autobiográfica Martin Eden.

Pero el tiempo libre sin la necesidad de sueldos alimenticios no tiene por qué ser a la fuerza la panacea, como a menudo se presenta: esas agencias literarias o galerías de arte que becan al artista prometedor mientras llega la hora de su reconocimiento. El gran peligro es el del escritor encerrado en su casa de piedra y sin ventanas. Saint-Exupéry se negaba a escribir sobre algo que no hubiese vivido antes; una vez le preguntaron cuál, al final, era su profesión, si la de piloto o de escritor, y contestó que no veía la diferencia. Y no era una boutade: en realidad en él la escritura estaba entreverada con la acción para conformar tanto una forma de escribir como un modo de vivir, algo que muy pocos escritores suscribirían hoy.

Aún así el tiempo sigue siendo una de las condiciones esenciales para el artista. Y no tanto por su cantidad y utilidad como por algo que no siempre se toma en consideración: su calidad. La calidad del tiempo del artista es esencial.

Y ahí los peligros son numerosos pues no todo el mundo -casi nadie- está atento a la calidad del tiempo, mucho o poco, del que dispone. Y es ese tiempo el realmente decisivo, y de ahí la importancia de que el artista cuando joven no lo desperdicie cuando su cerebro todavía está fresco y es moldeable y ávido, o debiera serlo. Y es necesario que no lo desperdicie no sólo en experiencias de tipo campana, vacías de contenido, como la borrachera supuestamente creadora -uno de los mitos más destructores en la historia de los artistas-, sino en actividades consideradas nobles, como el trabajo. El trabajo alimenticio demasiado joven. Salvedad hecha de aquellos que lo necesitan para sobrevivir, la idea de que los jóvenes deben trabajar es una superstición protestante y anglosajona que me imagino tiene su raíz en el hecho lamentable de que la buena educación es en esos países un negocio muy caro y hay que ahorrar desde niño para costearla.

Pero el trabajo, la televisión en su vertiente estúpida mayoritaria (el español ve cuatro horas largas de televisión al día) y la botella o botellón no son más que los enemigos fácilmente visibles. En realidad mil otros pequeños y no tan pequeños conspiran en contra de la calidad del tiempo del artista, el escritor.

Se podría subrayar que conspiran en contra de todo el mundo pero aquí hay que recordar que el escritor debe preservar sus ojos y la calidad de su mirada pues, como una vez más dijo Saint-Exupéry, «no hay que aprender a escribir sino a ver». Esto es, la escritura empieza en los ojos y por eso mismo hay que censurarles sin miedo las idioteces y banalidades. Yo estoy convencido de que vivir en ciudades como Estambul o Pisa y el permanente contacto con la belleza tiene consecuencias sobre la mirada, y por lo tanto la nobleza de la creación subsiguiente, y que también la tiene vivir en ciudades como la mayoría, colonizadas por el ángulo recto triunfante y sometidas al poder analfabeto de los alcaldes que las llenan de chirimbolos de publicidad. No estoy hablando de fealdad, necesaria y además inevitable, sino del embrutecimiento por la rutina y la resignada masificación.

Nada de esto es muy nuevo. El problema que se plantea en estos tiempos es que al paso del artista han salido nuevas circunstancias, que en principio son aliadas pero a menudo se convierten en enemigas, justo por su capacidad para robar tiempo. Es el caso de ese universo que ha doblado el nuestro, llamado Internet, y todas las posibilidades que le van asociadas y cuyo recuento hundiría esta página.

Dejemos claro que Internet es o va camino de ser la revolución más poderosa desde la invención de la rueda, pero también digamos cuanto antes que amenaza con ser el mayor ladrón de tiempo del artista desde que el dinero se impuso como requisito para vivir. Y ello, con el pretexto de ayudarle. Internet parece ofrecer las respuestas de un público, e incluso de un gran público -aunque ¿de verdad puede creer alguien que tiene medio millón de «seguidores»? ¿o que esos seguidores son sus lectores?-, pero corre también el riesgo de anestesiar al artista. Que poco a poco sustituye creación por indicios de creación. Pistas, anuncios, sombras, rebotes… rara vez verdadera intuición y creación madurada en el silencio y el tiempo, que mientras no se demuestre lo contrario siguen siendo las condiciones del arte.

O sea que cuidado.