OBRA PUBLICADA

Los malos en matemáticas son invisibles

Editorial: Alfaguara Juvenil/Lo que leo
Año de publicación: 2014/2016
Nº de páginas: 160
Edad: 12-15 años

Apartado: Jóvenes

Resumen

Cuando Andrés llega a Madrid, en el último traslado de su familia, confirma en su nuevo colegio lo que ya había notado: y es que no le ven. Los profesores no parecen creer que existe -sobre todo el de matemáticas-, los otros chicos le llaman por su apellido y las chicas le miran como si fuese transparente.

El autor comenta

¿Alguna vez te has sentido invisible? Cuando Andrés llega a Madrid, en el último traslado de su familia, confirma en su nuevo colegio lo que ya había notado: y es que no le ven. Los profesores no parecen creer que existe –sobre todo el de matemáticas–, los otros chicos le llaman por su apellido y las chicas le miran como si fuese transparente.

Mis profesores, en el colegio, se dividían en dos bandos: los que se preguntaban cómo había podido fracasar el sistema hasta el punto de permitirme llegar hasta ese curso, y los que salían en mi defensa y señalaban que, por el contrario, yo tenía cierto talento en la interpretación de las metáforas de Víctor Hugo o Chateaubriand, o el humor de Molière y de Ionesco. Estos eran los profesores de Letras. Los primeros, los de álgebra, geometría, física y química, aunque esta última era lo bastante literaria -a fin de cuentas sus fórmulas tenían letras- como para permitirme aprobarla de vez en cuando.

Hay que tener en cuenta, por si no hubiese quedado claro con la mención de lo que estudiábamos, que yo vengo de un tiempo tan remoto que no había especialización en el bachillerato y había que estudiar tanto letras como matemáticas -ahora lo agradezco, por increíble que me parezca a mí también-, y buena parte de mis profesores no habrían superado los exámenes de la moderna Inquisición Pedagógica: ni el profesor impaciente que nos arrojaba tizas para hacernos callar, con una puntería que le envidiábamos, ni la profesora a la que llamábamos El Moco y que en cierta ocasión le dijo a Moreno (seudónimo): «Moreno, si los gilipollas volasen, usted sería jefe de escuadrilla».

Pese a que nos ponía notas algebraicas (-3, -4,5 y por lo tanto el cero ya era una conquista), tengo un gran recuerdo de El Moco, y no sólo porque a mí me fuese envidiablemente bien con ella: aprobado justo en medio de verdaderas orgías de notas algebraicas (y eso también sería hoy imposible). Vestida siempre de rojo y negro en homenaje a Stendhal, admiración que me transmitió, aunque muchos años después, la razón más probable de su tolerancia conmigo es que mi apellido tenía tan sólo una letra más que el Julien Sorel, el héroe de El rojo y el negro, y quién sabe si no éramos incluso parientes. Intuyo que era una izquierdista intransigente (en aquel tiempo, en ese colegio los profesores respetaban las cabezas indefensas de los alumnos y no se abrían las gabardinas para exhibir sus ideas políticas) pero nadie como ella me enseñó nunca tanto sobre las sutilezas de la poesía galante ni me inculcó tanto respeto por los clásicos. O mejor aún, por lo que merece serlo. Y sin duda me enseñó más literatura que la que me iban a enseñar luego en la universidad, con grupos, generaciones fechas de edición, trucos todos inventados por los profesores para no cansarse.

Salvo de alguno, buen profesor por un azar improbable, me temo que no guardo un buen recuerdo de los demás profesores de matemáticas. Porque eran malos. Es cierto que por culpa de los viajes de mi familia yo me había saltado dos cursos, perdiendo ritmo para siempre en la lógica de los números, pero creo que jamás se plantearon ningún problema que no fueran los muy misteriosos que resolvían en la pizarra los buenos de la clase en matemáticas, y desde luego jamás supieron lo que era la pedagogía. Como por ejemplo K., que el primer día de clase deambuló por entre los pupitres pasándonos revista con la narizota roja de un sargento alcohólico, y al llegar a mi sitio, en la esquina más remota del aula, se me quedó mirando con adelantada fruición y me dijo con impecable lógica matemática: «Estás sentado en el puesto que el año pasado ocupaba Fernando Vega. Fernando Vega era un gamberro, y por lo tanto tú eres un gamberro». Nunca la lógica matemática me había parecido lo irrefutable que dicen que es, pero ese día confirmé mis prejuicios.

Los malos en matemáticas son invisibles, que acaba de salir en Alfaguara Juvenil, trata de todo ello. Leyéndolo despacio y en frío, sí tengo la impresión de estar poniendo ciertas cosas en su sitio, pero no  creo que sea una venganza pues hace demasiado tiempo y mi memoria sonríe, pese a todo. A veces pienso que esos fueron los mejores años de mi vida.

Fragmento

¿Habéis ido alguna vez a un colegio nuevo? Es algo que les ocurre a los hijos de familias que cambian de ciudad, como era el caso de Andrés. Puede resultar tan estupendísimo como descubrir un nuevo país: así lo vivía Clara, la hermana de Andrés, que tenía un gran talento para la música. «Oído absoluto», decían los profesores con entusiasmo, en cada colegio al que iba, algo que su madre conocía pues ella también lo había tenido. Ella había sido música. Y también sabía que el talento musical se puede malograr y un caso era ella misma. 

Pero ir a un colegio nuevo también puede ser tan terrible como un atleta convencido de que va a ganar la medalla de oro, se prepara a conciencia para ganarla… y lo descalifican por llevar una zapatilla izquierda en el pie derecho. Y ese, claro, ese era el caso de Andrés. 

Era una extraña idea -aunque la podía ver nítida como en una película- que se repetía cada una de las veces. En cada ocasión, y ya llevaba unas pocas, pensaba que sus compañeros del nuevo colegio lo iban a recibir con sonrisas y grandes muestras de simpatía. Que un chico se le acercaría en el primer descanso y con una gran sonrisa de este a oeste le diría: 

-Hola, me llamo Jorge (o Ernesto, o Luis, o Antonio… el nombre cambiaba cada vez pero la sonrisa no). Me llamo Jorge. ¿De qué equipo eres? Echamos un partidillo con los demás después de clase?

Y lo decía como si ser de un equipo u otro no tuviese la menor importancia. Como si ser del Madrid o del Barça fuese una elección de caballeros dispuestos a aplaudir al adversario cuando mete un gol bonito. Y no como si fuese algo que lo separaba a uno de los chicos de los otros equipos para siempre. De un tiempo a esta parte, en sus visiones a Andrés también se le aparecía una chica. 

FALTA

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