Yo soy mayor que mi padre
Editorial: Barco de Vapor
Año de publicación: 2001
Nº de páginas: 228
Edad: 13-15 años
9 ediciones

Resumen
‘Pasa’, me dijo la directora, abriendo la puerta de su despacho. Y al entrar noté un poco más fuerte su perfume. Pero ni yo estaba para pensar en perfumes, ni ella para entretenerse en sus olores. Había algo importante que quería decirme. Lo dijo. El corazón me dio un fuerte golpe y luego nada. Dejé de sentir.
El autor comenta
A finales del siglo XIX, mi bisabuelo Arquímedes optó por dejar a mi abuela y sus hermanos en Inglaterra, donde estudiaban, tras el asesinato en Colombia, por envenenamiento y en el curso de una de las múltiples guerrras de conservadores contra liberales, de mi tío abuelo Anibal. Este, ya ingeniero, había regresado de Cambridge, en Inglaterra, para ayudar a su padre con las haciendas de café en las que tiene su origen el dinero de mi familia materna. Y esa es la razón de que mi abuela Clementina, con quien me crié, fuese una señora básicamente inglesa -inglesa de aquellas– y que en mi familia haya una rama británica, incluido un tío abuelo médico, el tío Medardo, que me contaba historias del blitz, en Londres, durante la guerra, así como un alcalde de Bodmin, Cornwall.
Un siglo más tarde, en Bogotá, mi hermano, abogado, recibió por correo una única foto de sus tres hijos a la salida del colegio, y así supo que él y su familia se encontraban… seguían en peligro. Pese a que convalecía en la finca de un amigo, en la Sabana de Bogotá, de dos heridas de bala en el pecho, temió por la vida de sus hijos y confirmó que quienes habían atentado contra él, desde una moto y vaciándole encima un revólver en un semáforo, pensaban repetir: la foto era un mensaje mafioso inequívoco. Sacó pues del colegio a sus tres hijos, Luis, Isabel y Lucas, aún niños y, todavía con una bala en un pulmón, que nunca le pudieron extraer, emprendió el camino a un exilio, lejos, que duraría diez años. Su cuarta hija, Beatriz, nació en el extranjero y, al término de los diez años, parte de los hijos ni siquiera regresaron a Colombia, y alguno volvió a salir al poco tiempo de hacerlo. Hoy ninguno vive ya en Colombia. Se repetía así la historia de mi familia colombiana, quizá extrapolable a la de todo el país. Algunos lo llamarían maldición, otros destino. Y ello, pese a que, en mi libro, Bogotá se llame Tres de Marzo, como en otras novelas mías. No pude cambiarle el nombre, pese a las invitaciones de la editorial.
El libro conoció un éxito considerable, que todavía dura, y vista la dureza de la historia de la que parte y a su modo cuenta, no sé muy bien por qué. Lo escribí en un solo impulso en el centro de un verano (por lo general soy mucho, mucho más lento), con una única norma -ser claro- después de haber fracasado en el intento previo de escribir una novela para chicos con otro tema. «Seguro que es una buena novela», me dijo María Jesús Gil, la editora que me había animado a escribir para jóvenes- «pero no es una novela para chicos». Para que esta vez sí lo fuese, hice que la narrase el hijo mayor, de unos doce años entonces. Y aunque respeté sólo la curva de la historia, inventándome los detalles, supe que había acertado cuando mi sobrina Isabel, ya para entonces una muchacha, leyó en una sentada el cuento de su propia historia y salió de la habitación con los ojos encendidos.
Entre las manifestaciones del éxito, novedosas hasta entonces para mí, y al que es probable que ayudase la estupenda portada de Raúl, un escritor amigo, también guionista, me dijo que tenía al productor necesario y me preguntó si estaría dispuesto a permitir una película. Pues conocía mi idea de que la escritura -la escritura literaria-, es un camino paralelo al cine y rara vez coincide con él. Pero al parecer, las posibilidades de seducir al productor en cuestión pasaban por cambiar elementos esenciales de la historia y ambientarla en lugares más conocidos y con una trama más identificable. Y lo esencial no se puede cambiar, ni siquiera a cambio de una película.
Además la historia continuó fuera del libro, y años después siguió siendo igual de dramática. Mucho más. Para tranquilizarme, para consolarme, me digo que a mi hermano, que al fin de cuentas era la víctima, también le gustó en su día el libro. Y encuentro cierto sosiego con los comentarios que me hace algún que otro estudiante, en la universidad de Madrid, donde enseño, cuando reconoce en mi al autor de un libro con el que, en su día, permaneció más de una noche en vela y le dio el deseo de leer más. No hay mayor éxito que ese.
También me confirmó en la idea de que literatura y verdad están o pueden estar unidas, aunque para encontrar esa verdad haya que contar la realidad de otra forma que con un espejo, una cámara de fotos.
Con la publicación del libro en Colombia siento que cumple con su propia vida.
Fragmento
«Al fin me han descubierto», pensé al ver que la directora le hablaba al oído a mi profesora y luego ambas me miraban a mí. Había llegado mi hora. Que esa fuera la primera vez que la directora entraba en mi clase no hacía sino agravar mi culpa. «Ahora sí que se me cae el pelo», pensé, y como no conozco personalmente a ningún calvo, me imaginé como Chocolate, la perra boxer de mis vecinos, que no tiene un pelo sobre la cabeza. Aunque ella es preciosa, no creo que a mí ese peinado me quedara muy bien.
Y en efecto, tal como me había temido, la señorita Raquel ya me llamaba:
-Carlos: sal un momento, por favor -tenía una voz muy seria.
Cualquier duda se esfumó por completo. Todos me miraban, en silencio, como corresponde a las grandes ocasiones, cuando llevan a un hombre a fusilar o cuando entra en una iglesia a que le casen. Todos me miraban como preguntándose: «¿Qué es lo que habrá hecho?»
FALTA