OBRA PUBLICADA

Historia de las despedidas

Editorial: Alianza Editorial
Año de publicación: 2004
Nº de páginas: 304

Apartado: Libros de cuentos

Resumen

¿Dónde comienzan los viajes?, se pregunta Crispín Rueda en el primer relato de esta Historia de las despedidas. Pero muy bien podría preguntarse: ¿y cómo se cuentan? Pues estos relatos no cuentan el viaje en sí mismo sino lo que inspiran, una suerte de creación surgida del escenario, experiencia literaria en la que Pedro Sorela se adentra un poco más, tras sus libros Ladrón de árboles y Cuentos invisibles. Los cuentos de Pedro Sorela podrían caracterizarse por una ausencia de fronteras. Del desierto del Sahara a las manadas de nubes de Nuevo México, de un París no contado aún a una sutil venganza en Hungría y a la lluvia de Portugal, que tiene efectos como en ninguna otra parte, se termina por comprender que estos episodios, narrados con una mirada sin duda original en su refinado humor y en su nostalgia, componen a la postre una sola historia, y que todas las despedidas de las que habla son las de un solo viaje.

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La crítica ha dicho…
«Un canto al arte de viajar, Sorela cada vez aproxima más ambas experiencias –viajar y escribir– para hacerles destilar cuanto tienen en común. Muy distintas en su forma y estructura, todas estas historias comparten entre sí otro rasgo destacable: servir de vacunas contra el embrutecimiento a que nos arrastran según qué tipo de productos culturales».

Ana Rodríguez Fischer
Letras Libres

En medios

Pedro Sorela presenta en Madrid su libro Historia de las despedidas, editado por Alianza Editorial.
16 Jul 2009

Reseñas

Letras Libres
Ana Rodríguez Fisher
31 enero 2009

El autor comenta

Cuando publiqué Ladrón de árboles, mi primer libro de cuentos, alguien cercano me comentó que a su juicio todos ellos trataban de personas encontrándose y separándose después de un corto camino juntos. Y el comentario se me quedó pues ¿acaso no es esa la definición misma de un cuento? El encuentro entre un autor y un lector y su inevitable rápida despedida.

Historia, en singular, porque todo conjunto de cuentos conforma un viaje, un paisaje. Es también una novela. Y al revés.

La contraportada

¿Dónde comienzan los viajes?, se pregunta Crispín Rueda en el primer relato de esta Historia de las despedidas. Pero muy bien podría preguntarse: ¿y cómo se cuentan? Pues estos relatos no cuentan el viaje en sí mismo sino lo que inspiran, una suerte de creación surgida del escenario, experiencia literaria en la que Pedro Sorela se adentra un poco más, tras sus libros Ladrón de árboles y Cuentos invisibles. Los cuentos de Pedro Sorela podrían caracterizarse por una ausencia de fronteras.

Una mujer solitaria encuentra a un hombre tan bello, en la India, que sólo puede ser un dios. Sobre el gran canal de Venecia un banquero es víctima de algo que ha visto, y una muchacha, de no querer ver. En un paraíso del Rajastán, Rekha, el águila, es enviada para comprobar si puede aliviar la depresión de un tigre. Después de muchos años en el exterior, un chino regresa a Shanghai a despedirse, pero comprueba que la despedida no está prevista. El un concurso hípico en Guatemala, un caballo es testigo decisivo de un crimen.

Del desierto del Sahara a las manadas de nubes de Nuevo México, de un París no contado aún a una sutil venganza en Hungría y a la lluvia de Portugal, que tiene efectos como en ninguna otra parte, se termina por comprender que estos episodios, narrados con una mirada sin duda original en su refi nado humor y en su nostalgia, componen a la postre una sola historia, y que todas las despedidas de las que habla son las de un solo viaje. Que continúa.

Fragmento de Donde comienzan los viajes 

¿Dónde comienzan los viajes? “Aquí”, piensa Crispín Rueda en el momento de entregar su pasaje en el aeropuerto de Madrid y pedir un asiento de ventanilla. O mejor dicho no dice “aquí”, pero lo siente, que es cuando de verdad comienzan: cuando un hombre en el frágil equilibrio de los 40, un poco mayor pero todavía joven, se dispone a tomar un avión de madrugada para viajar a Puerto Rico a conocer a su hijo. Se lo imagina allí en la isla, pequeño pero sin sujetar la mano de nadie, serio aunque no triste, mirando hacia el cielo en el momento del alba, que es cuando llegará su avión.

¿Conocerlo?

Bueno… ¿qué es lo que ocurre entre un padre y un hijo cuando con dieciséis meses de edad la madre se lo lleva a una isla al otro lado del mar y luego recorta por las puntas las conversaciones por teléfono y durante seis años impide las visitas?

– Ya no quedan.

– ¿Perdón?

– Que ya no quedan asientos de ventanilla, dice la azafata, guapa y seca como tantas españolas, piensa Crispín.

Pero él lo piensa porque tuvo un hijo de amor con una caribe que entrecerraba los ojos para no andar quemando a la gente y su nostalgia quedó fijada en la mujer que se mueve como si la vida fuese un merengue, un bolero… en cualquier caso un baile.

Sólo así Águeda, la azafata de tierra, puede parecer dura. Lo de guapa es más discutible pues no a todo el mundo le gusta el retrato místico de cuello largo, pelo retinto, nariz delgada, labios y perfil trazados a lápiz, pero …¿dura?

Lo que sucede es que la medianoche ha quedado atrás y Águeda está, más que cansada, triste: no hace ni cuatro horas que el hombre con el que había pasado la tarde en la cama abrió la puerta de la ducha y le dijo:

– Me voy.

– Bueno, sonrió ella por entre el agua con una dulzura que luego, en el aeropuerto, no se le verá: “¿Adónde vuelas? Tráeme algo bonito”.

– No, no vuelo. Digo que me voy de ti. No volveremos a vernos.

Y ella se quedó de pronto fría, ya con la carne de gallina de la soledad debajo del agua caliente.

Sucede 1.870.653 veces por minuto en el mundo, según las estadísticas, pero a cada uno de esos abandonados les parece que es la primera vez, desde la expulsión del Paraíso, y que el mundo se va a acabar.

Algo debe de ocurrir porque por alguna razón no se acaba.

– Aquí tiene –dice Águeda en inglés a otro pasajero, y tras devolverle los documentos, le desea buen viaje con una sonrisa de labios para afuera que ni siquiera le roza.

Y no es que sea un canalla, el piloto. Salvo por la cobardía de despedirse a traición de la mujer indefensa bajo la ducha (nadie puede protegerse de nada si el champú le está entrando en los ojos), lo que pasa es que hace dos meses el piloto se encontró con una esquina del destino que, como siempre, no tenía prevista. El destino está escrito, sin duda, pero en tinta invisible y para leerlo hay que vivirlo.

Caminaba un día cerca de su hotel en París, sin saber –empachado ya de los restaurantes caros de las rutas de su aerolínea-, qué hacer con dos días de soledad puestos delante suyo como dos domingos seguidos, cuando algo le hizo darse la vuelta y sentarse en uno de los diez mil cafés que en París sirven no sólo para tomar café y cobran un suplemento por las poesías escritas por la lluvia en las ventanas. Era una mujer, claro, aunque no cualquiera, y por ahí no hay que imaginarse la clásica mujer que, aunque parece de ciencia ficción, existe en verdad fuera de las revistas (yo una vez vi una). Marie Claude era una mujer en apariencia normal. Era la sospecha de que tenía algo más lo que hacía darse la vuelta.

Y en efecto: un mes más tarde el piloto ha decidido dejar atrás todo, carrera, dinero, un Porsche de museo y Águeda, la azafata de Madrid, echar el ancla en París y si es preciso hacer de garçon de café para estar más cerca de Marie Claude.

No sabe que en ese momento la perderá.

Sí, así son las cosas. Porque si ella aceptó que se sentase junto a él en el café y le hiciese una pregunta era precisamente por su condición de piloto –una cosa móvil que se ve en el fondo de los ojos-, es decir alguien como la lluvia del mediodía, efímero, volátil y de improbable recuerdo.

Aquí es preciso saber que Marie Claude no es libre y en realidad utiliza sus salidas a los cafés como una forma de vengarse, en su terreno, del hombre que la tiene… ¿enamorada? No, no enamorada ni solamente casada. Es mucho más que eso. Es más bien una adicción, una obsesión, un vicio. Y si sólo fuera un vicio… Lo que termina de enredar el asunto es que, además, a cada rato su hombre la está cambiando.

Ah, o sea que era eso… ¿Por otra?

Ni siquiera. Si fuese un simple asunto de faldas rivales se resolvería como se resuelven estas cosas en las novelas, y entre tantas y tantas hay muchas fórmulas para elegir… Pero es que el hombre, a cada rato, por razones no del todo visibles, entra en trance y no pasa mucho tiempo antes de que cambie a Marie Claude… ¡por poesía!

Habrase visto.

Es un hombre, Serge, que en el momento menos esperado –como un tigre desperezándose en la bañera mientras uno se está afeitando, por ejemplo-, cuelga sus ojos en la lejanía y, en trance, al cabo de un rato saca una libreta y escribe con tinta de color de vino tinto al dictado de sus dioses:

La noche es el invento de Dios

para protegernos de la fealdad

¿Se puede competir con eso?

Bien pensado, alguien sí que podría: el poeta que trastornó a Serge y lo metió en la secreta pero muy extendida secta de los poetas: Mijail Lichinsk, un húngaro que escribía en francés y autor de aquellos versos tan conocidos,

Si el relámpago sube

y el trueno rueda

no habla Dios

sino ella,

que son, si bien se mira, ripios dictados (en un día nada propicio) por los mismos dioses que le dictan a Serge.

Lo cual no es asunto baladí.

De acuerdo, la coincidencia pone una vez más sobre la mesa la inacabable discusión de si estamos hechos de libertad o de destino, pero no tendremos la inocencia de entrar en ella: es una discusión sin fin, inventada por el redactor de pasatiempos de un periódico noruego.

Lo que interesa saber es que mientras Serge dejaba a Marie Claude, secuestrado por el vicio de las rimas fáciles nada más leer los versos sobre truenos rodantes y blasfemos, el culpable de su adicción, el maestro Mijail Lichinsk, abandonaba a su vez la poesía. Era como si ambos poetas fuesen vasos comunicantes: el uno entraba en el vicio de los sonsonetes mientras el otro salía, y además, al parecer, sin remordimientos como suele ocurrir cuando se abandona una pasión por otra. Y en eso hay interpretaciones. La mayor parte de los autores dicen que si Lichinsk abandonó la poesía fue para hacerse rico traficando seda por Oriente. Lo que no se atreven a explicar es que del tráfico de la seda lo fueron apartando los ojos del traficante que guiaba la caravana.

¿Pero por qué? Un reputado profesor de la universidad de Cornell ha demostrado que, cuando Lichinsk decía que la tormenta no era de Dios, sino de ella, se lo creía. Ella existía en carne y hueso, incluso en varias carnes y en varios huesos, como el profesor demuestra a través de unas cuantas fotografías en las que lo borroso parece deberse a la deficiente calidad de la fotografía de la época pero en realidad es la bruma de sensualidad que desprendían los personajes.

¿Entonces?

Entonces, y perdón por acudir a Freud, el yo, el ello y todo el bazar, que es como hablar del día para explicar que los tiburones cazan de noche, entonces lo que sucede es que los ojos del traficante de seda en cuestión, negros y lentos como una noche sin luna, eran idénticos a los de la primera novia de Lichinsk. Hay que ponerse en el pellejo de Lichinsk, en medio de los calores, camellos y espejismos de la ruta de la seda y, antes de emitir cualquier juicio, moral o académico, hay que imaginarse los bailes de estrellas en las noches de Afganistán.

Entonces es fácil confundir los ojos de un guapo jinete con los de la primera novia, ya saben: la niña de ojos grandes y con brillos desconocidos que, cuando Lichinsk era ya un muchacho y todavía un niño –sí, como Crispín Rueda a los 40 pero él a los 10-, y arrinconada tras una puerta por un prematuro instinto de donjuán que luego habría de contribuir a una fama tipo Lord Byron, a punto estuvo de besar al poeta. (Que quién sabe si lo hubiese sido de no haber vivido aquella tarde).

Era en una fiesta infantil, ya se habían comido el ponqué y tomado el jugo de naranja, y con la excusa de que el payaso era para niños, Lichinsk había cogido a la muchacha de la mano (aún las tenían ambos sudorosas) y la había arrastrado tras una puerta. Y ahí, cuando a punto estaba de calmar su sed en el aliento de menta de la niña, los desbordó sin avisar una horda vociferante que corría por toda la casa. Eran los niños de la fiesta, enviados por el payaso con el triste engaño de buscar por toda la casa unos huevos de Pascua inexistentes, y así tirarse en un sofá, comer pastel de chocolate y robarle media hora de sueldo a la mamá del cumpleaños.

Porque es que el payaso no era tal. No tenía vocación, lo que resulta lamentable en general pero muy triste para un payaso. Le aburría hacer reír y ni siquiera sabía organizar bien sus pobres trucos de mago para no tener que hacerlo. Lo que él hubiese querido era pilotar aviones y ser un héroe del beisbol aclamado por las muchedumbres de los estadios, pero no podía porque cuando ya estaba en primer año a su padre le tocó uno de los periódicos desastres de la Bolsa y se arruinó, y aunque no se arrojó como otros a las grises aguas del Danubio, no pudo pagar los estudios de piloto, que ya por entonces comenzaban a ser muy caros.

Lo que el payaso no supo nunca es que la ruina de la bolsa de su padre se llamaba Sófia. Cuando aún estaban en la etapa de las miraditas intensas y los regalos de perfumes, y mientras daba sorbitos de champán en el reservado de un restaurante de Budapest, Sófia le había dicho que por supuesto pasaría con él una semana en Montecarlo -una y las que tú quieras, chéri-, siempre y cuando pudiese disponer de cierta cantidad para una operación que devolviese la vista a su adorado hermano Karl. Y en un papelito perfumado le escribió la cantidad, una cuenta corriente y el nombre de su banco, como si fuesen las tres palabras claves del cuento en que se resumía un destino.

Nunca, ni bajo tortura ni rebosante de vino, hubiese podido el padre sospechar, mientras condenaba a su hijo con vocación de piloto a una triste existencia de payaso, que lo del hermano de Sófia era cierto. Superviviente de la Primera Guerra Mundial y de la batalla de Verdún (casi un millón de muertos que nadie ha terminado de contar), Karl, el hermano de Sófia, regresó del frente con la convicción de que había vuelto a nacer y de que en la primera vida se había ganado más que de sobra el derecho a dilapidar la segunda.

Y en efecto: él fue uno de los que se subió a la parranda del charlestón a bordo de una trompeta llena de jazz. Y en esas andaba, distraído por una muchacha que le impedía conducir con las dos manos, cuando no vio una pelota brincando delante suyo en una carretera, y mucho menos el niño que venía detrás. Pudo esquivarle en el último segundo, pero a costa de anillar un roble con su coche. Su amiga quedó ensartada en una rama. Él rompió el parabrisas con la cara.

O sea que si en este instante un niño ha salido a una terraza del aeropuerto de San Juan de Puerto Rico para mirar el cielo de la madrugada y ver si por ahí baja su padre, por entre las primeras luces del amanecer, cuando parece que al mundo lo acaban de hacer durante la noche, es porque una vez hace cien años otro niño dejó escapar una pelota en una carretera de Hungría frente a alguien que conducía con una sola mano.

Hasta ahí al menos nuestras pesquisas.

Aunque también habría que averiguar por qué se le escapó la pelota al niño. No se escapan, las pelotas, así como así…

Fragmento de Ni siquiera sé cómo se miente

La gente envidia a los ricos, pero es porque no los conoce. A mí me tocó ir a Guatemala como uno de ellos. Como un caballo rico, quiero decir. Fui con Marcela, mi dueña, mi niña, y fue algo tan fuerte que ahí mismo decidí cambiar de vida.

Estuvimos en un concurso hípico. Algo inocente y hasta un poco bobo, se podría pensar –saltar unas cuantas vallas sin miedo para adelgazarle unos segundos a unos pocos minutos- pero no crean: en estos concursos lo de menos es lo de los jinetes-estatua saltando sobre caballos pijos que se ven en las televisiones algunos domingos por la tarde. Eso, el campeonato propiamente dicho, es sólo para disimular. Lo que de verdad importa es el carrusell, el picadero de alrededor: jóvenes mamás venezolanas, chilenas y otras rivalizando en los perfumes y estudiándose a fondo durante los besos de mariposa con que apenas se rozan las mejillas. Unos pocos papás haciendo lo posible por parecer buena gente mientras disimulan en sus miradas cosas que no me atrevo a nombrar. Chicos mexicanos que apenas se afeitan exhibiendo como tatuajes las marcas de sus ropas, es decir sus precios, a la vez que pronuncian una de cada tres frases en inglés: otra forma de proclamar su rango -lo sé, los conozco-, pues no es lo mismo un inglés de campamento de verano en Easthampton que otro aprendido en las películas viejas de la televisión por cable.

La primera mañana uno de ellos instruía al cocinero, en el comedor del hotel –un tipo capaz de hacer tortillas de las 17 maneras que se usan en Centroamérica; con maíz y aguacate, por ejemplo, o con una salsa de chile capaz de hacer que los muertos se arrepientan- sobre la forma de esponjar los huevos con leche, “como en Estados Unidos”. En realidad es una receta francesa, pero se ve que este hombre no había cabalgado más que algunas millas adentro de Texas.

Y los caballos. Al principio me negué a considerarlos mis congéneres –un poco de celos, reconozco: algunos eran un poco más guapos que yo… incluso mucho más guapos-, pero terminaron dándome lástima: Potros de gran alzada ideados por Dios para verdaderos jinetes, domesticados para el triste destino de servir de mecedora a unos cuantos hijos de papá persiguiendo unas metas ridículas. Pocas cosas hay más patéticas que una obra viva de arte al servicio de un objetivo propio de tenderos: ganar una carrera en un picadero, ahorrar unos segundos en una hilera de saltos en un jardín.

Los caballos fuimos inventados para demostrarle la libertad y el viento a jinetes que lo merezcan. Esto es lo que desde el primer momento me esforcé en enseñar a Marcela, mi niña, mi dueña, mi señora pequeñita de ojos negros, y por eso me molestó tanto que me llevasen a ese concurso en el que la única grandeza era la de los precios de la ropa de los jinetes… y el de las habitaciones.

El hotel-picadero se llama Real Ducado, y está construido en lo alto de una colina de Guatemala alejada de los olores a gasolina y los pobres que acampan abajo, en la ciudad, vestidos, dicho sea de paso, con mucha más elegancia que con las botas de cuero militar de los jinetes y las gafas de sol sin ojos de las mamás de arriba: amarillos sin miedo, naranjas volcán, y verdes de los lagos de alrededor, en cuyos bordes florecen orquídeas improbables. Faldas largas de un azul feliz, recortado por líneas de colores que parecen rutas de pájaros. Y arcoiris enredados en las trenzas de las mujeres. Y no se trata de una crónica de modas. Porque algo hacen las faldas y las cintas en los cabellos de las mujeres de los mercados de abajo que las transforman en princesas.

No así los criados de arriba, en el hotel, pese a que van vestidos de embajador en día de credenciales. Yo los veía cuando llegaban de sus ranchos en las colinas. De madrugada, entre nieblas amaestradas para confundirle el amanecer a lo pájaros e impedir que despierten con sus trinos a los clientes del hotel, esos mismos indios cuyos vestidos crean fiesta permanente en sus pueblos llegaban con el uniforme del bluejean y la camiseta, obligatorio en tantas fábricas y universidades del mundo, y se deslizaban como pidiendo perdón por haber nacido. A los pocos minutos salían de los sótanos del hotel vestidos con chaqué de padrino de boda a servirnos el desayuno. Continental o Americano. Tortillas de alfalfa con jugo de algarrobo, de piña o de papaya y terrones de azúcar o sacarina a voluntad, y todo ello mientras muchachos morenos disfrazados de mozos de cuadra inglesa nos cepillaban sin pausa y peinaban con aceites traídos de las grandes tiendas de ricos de la Quinta Avenida, y una televisión retransmitía desde el follaje de un árbol inmenso el último concurso de golf de Augusta.

Eso me molestó. ¿Pretendían quizá reconvertirnos en golfistas? ¿Nos estaban enseñando acaso la chulería con que los golfistas arrastran los zapatos de clavos en los bares de los grandes clubs de campo? Conocía de memoria esa música: para cuando fui a Guatemala yo ya llevaba dos años entrenándome en un country club (así les llaman), en una ciudad muy parecida que no quiero nombrar, no vaya a ser que se venguen en mi niña o en su familia (aunque yo haya pensado alguna vez en vengarme en los primos de Marcela). No hay que dejarse engañar, esa gente entra en los hoteles como si la alfombra roja se la hubiese hecho su sastre, tomándole la medida a las suelas de sus zapatos, pero lo que sucede es que no tienen inconveniente en teñir de rojo sangre un tapete persa de medio millón de dólares. (Lo sé: Socks, el perro teckel de la casa me lo contó, él lo vio una vez, escondido bajo un sofá.)

El primer día me esforcé en saltar, no percibir los nervios de mi niña, mostrarme brioso y reluciente. No hacer caso de los demás jinetes y la gente de las gradas, para ellos el concurso era de gafas de sol y de sonrisas que sirven tanto para un cumpleaños como para una puñalada.

Pero el destino quiso que en el segundo desayuno reapareciese el tipo de los huevos esponjados. El que pretendía explicarle a los maestros guatemaltecos cómo se hacen en Estados Unidos. Esta vez les instruía sobre cómo tostar las tortillas de maíz para que los huevos revueltos lleguen como a su casa y la nostalgia no los vaya a dañar. Y al decirlo casi se veía cómo la boca se le llenaba de saliva.

El tipo es fácil de imaginar pues se trata de ese personaje universal que da grandes voces y carcajadas y viriles palmadas en la espalda, y comienzan a oler cuando achican los ojos para mirar a una de esas muchachas que, como Marcela, ya parecen mujeres pero son niñas. Preferí alejarme pues me tengo miedo. Así que me giré hacia la yegua azabache a mi lado y le pregunté de dónde venía. Me pareció que no olía a caballo y percibí que, como si hubiese venido a una boda, antes había pasado por la peluquería: ese toque indefinible pero evidente de ciertos peinados.

Como no me contestó pensé que no me había oído (difícil pues tengo una voz de bajo seductor que, modestia aparte, les encanta) y se lo volví a preguntar. Entonces se giró hacia su compañera, una potranca inglesa y rubia de grandes pestañas, y le dijo en inglés lo que le había preguntado. Y como hacían Marcela y sus amigas cuando la edad del pavo, ambas se rieron como si supiesen algo que los demás no. Ya era tarde, me entristecí: eran iguales que sus dueños. Y tenía el aspecto de ser para siempre.

Se comprenderá así que, cuando comenzó esa jornada del concurso, yo ya no estuviese para andar dando saltos, preocupándome en componer la figura y caracolear mientras me esforzaba en no derribar ningún palito. Estaba herido en mi orgullo, lo reconozco, pues no es por nada pero en mis tiempos las potrancas hacían cola para que yo les preguntase si querían ser corredoras de hipódromo o saltarinas de concurso, los dos destinos que entonces, jóvenes que éramos, creíamos más glamurosos. El de jugadores de polo era, en contra de lo que se cree, para los más bajitos, musculosos y tontos de cada casa.

Mas lo que me preocupaba es que a Marcela se le fuese a pegar algo. Que cogiese mañas, como nosotros cuando nos montan mal. Ese ambiente, sin saber muy bien por qué, me parecía peligroso. Y en efecto, pese a que ese día me saludó con la dulzura de siempre, me pasó por la grupa su mano de niña y me besó la estrella de la frente, sí me pareció que en el fondo de su nariz ya comenzaba a colarse ese chicle que hace que esa gente hable raro. “¿Cóumo estáss?”, preguntan como si ya no supiesen castellano. Y dos frases más tarde, sin venir a cuento, la frase en inglés.

Cuando mi niña repitió lo de la frase en inglés, comprendí que la situación había que hacer algo. Y lo hice: en el paseillo de gladiadores que nos hacen dar, antes de comenzar las pruebas, aproveché una curva para pegarme a la yegua azabache -se llamaba Princess-, en un arrebato de pasión que cualquiera comprendería si viese sus corcoveos, exhibiéndose ante el público como una actriz en reparto de premios. Ojo: no intenté montarla, como hacen los garañones tan pronto ven a una yegua, pero es que casi todos los garañones son unos patanes. Lo que hice fue levantarle la cola repeinada para olisquearle las partes nobles, que es una galantería mucho más fina. Y confirmé lo que ya había sospechado: Princess no olía equinamente. Olía a mujer, a Chanel Nº 5 –es el mismo perfume que usa la mamá de Marcela-, y para oler así tenían que haberla bañado en él. Como a Cleopatra con la leche de burra.

Ese simple detalle tendría que haberme inquietado pero no: seguí con mi plan, que fue, después de recrearme dos segundos como se comprenderá, deslizarle bajo la cola perfumada un chile de árbol. Se trata de un pimiento de color de víbora y hecho de pólvora que usan mexicanos como el tipo de los huevos esponjados para demostrarle al mundo que llevan el estómago de hierro y como postre pueden comerse las espuelas, o sea que cuidado. Es difícil de creer pero el chile de árbol hace llorar a una persona a diez metros, sólo de miedo a que alguien se lo acerque, y yo, tras robarlo en el desayuno, lo había llevado con mucho disimulo entre el faldón y la cincha. Sólo cogerle el rabito con los dientes ya me dejó una llamarada desde el belfo hasta la campanilla, o sea que no es de extrañar que ahí mismo Princess, que lo llevaba bajo la cola, en el lugar en el que la espalda ya no se llama así, saliera como si hubiese visto a Satanás y éste pretendiera darle un beso. Igual que una novia a la que se le incendiara la cola del vestido. Se olvidó de los modales, del peinado, del Chanel nº 5 y de que ella no era una vulgar corredora de hipódromo, como un galgo sarnoso persiguiendo un conejo, sino una bailarina hípica, de las que caracolean ante los obstáculos para prolongar la gracia del salto.

Pero claro: no podía salir. El terreno de saltos era un de jardín acotado, y para cuando lo desacotó había terminado de destruir los obstáculos –hasta el laguito, en el que se sentó inútilmente para apagarse el incendio que le devoraba el trasero-, y tenía detrás al macho de los huevos esponjados y a otros que la perseguían pero sin alcanzarla porque, como ya he dicho, todos montaban caballos de salto y ninguno, salvo Princess, llevaba en el culo un Ferrari de quinientos caballos (como mínimo).

Duplicada por la exasperación, Princess logró dar un verdadero salto y en tres segundos se hizo pequeña en el jardín del hotel, y el macho esponjado también, hasta perderse ambos de nuestra vista. Luego supe que Princess había entrado en el vestíbulo –sus cascos sonaban como los de caballo de revolucionario en una iglesia, testificó luego el gerente- y subido hasta la cuarta planta y vuelto a bajar antes de arrojarse a la piscina para medio vaciarla con el golpe y volverla a llenar con una diarrea de dimensiones tejanas que, aunque rebozó a la mitad de los clientes que se bañaban y no tuvieron tiempo de ponerse a salvo, a ella la liberó de su martirio.

Aparte del mal gusto de traerla aquí, la diarrea tiene más importancia de lo que parece porque le hizo expulsar el chile… pero lo camufló. Nunca fue encontrado y eso explica lo que siguió, y que no me perdono. Lo cuento para la Historia, antes de que sea demasiado tarde.

Esa noche hacía luna llena, que en Guatemala es más luna y más llena que ninguna, y yo había salido a pasear y a soñar con… en fín, ya para qué. Y ese instinto de los caballos, que nos hace sentir una serpiente al galope: iba yo detrás de una hilera de árboles que linda con el hoyo 17 del campo de golf del hotel cuando algo me hizo detenerme. Esperé y guardé la respiración, pues me distraía el aroma de las orquídeas, y como escuchara un rumor, pero confuso, me acerqué un poco más, me asomé por detrás de una ceiba de tronco enorme y pude ver, más claro que si fuese de día, a dos hombres que sujetaban al macho de los huevos esponjados mientras un tercero, el dueño de Princess, lo degollaba limpiamente con un cuchillo de sierra, como de cortar el pan. Lo comprendí con la misma claridad de la noche: el macho ahora degollado era el cuidador, entrenador o algo por el estilo de Princess, yegua demasiado costosa para ser degollada sobre el green del hoyo 17 y avisar así de que en lo sucesivo no se permitirían más histerias que suspendieran concursos y le hicieran hacer el ridículo al propietario, además de los gastos.

A eso me refiero cuando digo que la gente envidia a los ricos pero es porque no los conoce. Los ricos odian hacer el rídículo. Odian perder. Odian a los cuidadores de los caballos que se desmandan, y los degüellan. Ahí se quedó el pobre fanfarrón que pretendía enseñarle a los guatemaltecos cómo se esponja una tortilla en América. Ahí, desangrándose como un cerdo para que al día siguiente lo descubrieran con la cabeza separada, a unos centímetros del hoyo, como en un putt fallido, y tras haber teñido de rojo medio green de un campo de golf -una superficie más grande que la alfombra persa de medio millón de dólares que vio mi amigo Socks, el teckel que después ya nunca volvió sonreír y casi ni a ladrar-, como en la instalación de pesadilla de un artista visionario. Quizá a eso se debía el golf en la televisión, durante el desayuno: quizá nos estaban preparando para asesinos. O para cómplices. Como condes que por la noche roban joyas en casinos, nosotros ganaríamos concursos hípicos durante el día y por la noche pondríamos a salvo a nuestros amos, saltando obstáculos, tras degollar a gente sobre campos de golf a la luz de la luna.

Aunque por milagro nadie sospechaba de mí, yo ya no podía aguantar aquella vida, así que me dediqué a perder concursos para que me jubilaran y me pusieran a pastar en la finca de mi infancia o –aunque no me atrevía ni a formularlo-, me dedicaran a engendrar campeones como yo con jóvenes alazanas, antes de ser estropeadas por la vida social. ¿Y por qué no? A eso se destinan los príncipes.

Confiaba en que Marcela velaría por mí. Ceguera de aristócrata. No pensé en el destino, olvido que este le cobra a tantos y tantos príncipes, destronándolos. Para cuando un tipo con una cicatriz vino a buscarme para meterme en un camión que olía a oveja, la niña Marcela, mi señora pequeñita de ojos negros ya había crecido lo bastante para que la enviaran a un campamento en la costa Este, que son los de verdad caros, donde estará aprendiendo a limpiar piscinas para el día de mañana ser una ciudadana de provecho. Ni siquiera sabrá qué ha sido de mí. Le dirán que he muerto, pero no le dirán que bajo el hacha sin desinfectar de un carnicero, y para venderme además como ternera después de inyectarme durante días con hormonas de vaca, que me hacen hasta llorar de dolor, y eso que los caballos no lloramos. Ya en mis relinchos se deslizan pequeños mugidos. No sólo moriré disfrazado sino que encima contrabandearán mi cadáver.

Varios compañeros de infortunio, gatos y ratas que van a vender como carne de pollo, me piden, me suplican para que, ya que soy de buena familia y he viajado y visto mundo, cocee y relinche y denuncie. Pero quién me va a creer. Precisamente porque he viajado sé que nadie nos cree a los caballos pese a que siempre decimos la verdad. Ni siquiera sé cómo se miente.

Ilustración: Eneko. Letras Libres

Fragmento de Prehistorias de la India

Habrá tigres? Absurda pregunta, lo sé, pues ya casi no quedan, pero es que yo no me refiero a los tigres de Bengala sino a los otros, más peligrosos: tigres-araña como el que nos esperaba sobre la almohada, en nuestra jaima en el desierto, o el tigre-calor, asesino un verano en Europa de tanta gente como la que matan los coches en un puente o enanizan cinco minutos de porno rosa en la televisión (gente que encoge de golpe porque su cuerpo se ha de adaptar a su nuevo cerebro menguante), o el minúsculo tigre que se tiñe de amarillo en el curry para advertir de su peligro. Como ya sabía Moctezuma, un curry con tigres puede acabar con un ejército en una siesta.

Y tigres azules, claro. ¿Podré ver tigres azules en la India (y verdes, y rojo y gris, ese me gusta mucho)? Sé que el marajá vitalicio de los tigres azules es Borges –así fue reconocido por el que le puso la zarpa encima y le soltó en la cara un aliento oloroso a carne, en signo de sumisión-, aunque sospecho que el padre de sus tigres azules fue Inplikg Yaurd, uno de sus maestros de lectura, además de Albek, el autor de esos versos,

Tigre! Tigre! Divampante fulgore

Nelle foreste della notte,

Quale fu l’immortale mano o l’occhio

Ch’ebbe la forza di firmare la tua addhiacciante simmetría?

que los niños recitaban en las escuelas cuando éstas no habían sido aún tomadas por la reacción y los acobardados ante los tigres. Y lo habría reconocido: Borges pensaba que cada escritor es hijo y padre de otros, aunque se mantenga casto.

Lo malo es que uno no los elige, ni a hijos ni a padres, aunque quiera, pues si existe algo frágil es la memoria. Creemos que está ahí para vencer al tiempo por nosotros y señalarnos las cicatrices en el espejo. Olvidamos su pereza y que nada le gusta tanto como disfrazarse de imaginación. Para unos imaginación y memoria son hermanas, y para otros, amantes. Da igual. Retórica de quienes tienen poco de una y la otra llena de datos encerrados en cajoncitos.

Imaginación, memoria, imagimoria… a veces me veo como un sudoroso periodista vestido de blanco, a lo Inplikg, aliviando de sus historias a los viajeros de abarrotados trenes por una India polvorienta. Otras veces, porque leí algo parecido en una novela de aeropuerto indio, me veo como un incrédulo policía entre los delincuentes de clase media de Bombay. Afuera llueve y, sentado ante un despacho cojo, frente a un asmático ventilador, espío con temerosa lujuria de divorciado la blusa de una testigo transparentada por la lluvia y, como cualquier colega de telefilme, me pregunto si la prefiero a ella o ver el partido. ¿De qué? Da igual: de criquet, jockey, polo, o lo que jueguen en la India. ¿A qué juegan?

La gente muere de calor en París y Bruselas para cumplir la profecía de La estrella misteriosa, de Tintín, Iberia arde como una colilla, y la televisión y los constructores demuestran que en España hemos llegado a un final que nuestro idioma, hecho para otra fe, no alcanza a nombrar. Como todo viajero que huye, me pregunto: ¿serán así, los indios, como nosotros?

Espero que no. Efrost decía que esa India que describía “ya no existe”. Precisión innecesaria: en ninguna de mis visiones aparecen esos ingleses tan contentos de conocerse que en su ciudad de veraneo los indios tenían prohibido mostrarse a la luz del día. Cómo regían un imperio sin hablar a sus vasallos, ¿por señas? ¿Se vengarán los indios, haciéndomelas a mí equivocadas cuando me adviertan que en Shekhawati han vuelto a degollar infieles?

Puedo imaginar en cambio el incidente que hila su novela. Una joven inglesa de nervios frágiles se queda sola en una cueva turística, y en la oscuridad presiente que un hombre va a seducirla saltándose el noviazgo. Sale corriendo y no pasa nada. O sí pasa: denuncia al amigo indio con el que había ido a la excursión… Pero lo puedo imaginar, lo sé, por haberlo visto cientos de veces en las películas de Hollywood (suelen ser de Hollywood, aunque ahora hay mucho plagio) que exprimen la leyenda de La Bella y el Bestia. ¿De dónde vendrá el arquetipo? Quizá de Efrost…

Y eso que Aziz, el acusado, no es un bestia sino un médico sensible que ha vivido antes un incidente más evocador con una inglesa de edad: ésta camina por el jardín de una mezquita, de noche, y él le advierte que a esa hora salen las serpientes…

Ese pasaje me recuerda la vez que, en una iglesia de San Cristobal de las Casas, en el sur de México, sentí que algo sucedía a mi lado, en la penumbra. Me giré y vi a dos indígenas que, en el mero suelo, murmuraban algo y se libraban a un ritual casero que no tenía mucho que ver con el católico. Eso pensé. Pero luego se me ocurrió si no seríamos el ceremonial católico y yo quienes invadíamos el suyo, como más antiguo. Era horas antes del levantamiento zapatista y los indígenas miraban de reojo a los ladinos que hablaban castilla, como yo. Era más difícil hacerse su amigo que de los ingleses en la India de Efrost.

Pero no renuncio. En mis insomnios tropicales me veo muy bien perdiéndome en una cueva, no tanto con una inglesa insolada sino con una de esas indias de sensual espiritualidad que una vez vi bañándose en el Ganges, en una revista. Ojos negros y húmedos y un cuerpo dibujado por sedas inventadas para que la mujer vaya desnuda, según sentenció Salomón, un poeta realista que hubo. En efecto, en el Ganjes que yo vi, los pezones negros y enérgicos de la muchacha aparecían bajo el sari con más fuerza que si no lo llevaran. La india que me acoge en mi viaje es joven pero sabe más que yo, y sus susurros de amor en mi oído en lo que me parece sánscrito la identifican como aristócrata, hija directa de nuestra madre Eva, que según la Biblia hablaba en sánscrito con Adán y la serpiente.

Ya está, me digo, ya estoy de pies y manos en uno de esos pre-juicios inventados por novelistas y cineastas más que por viajeros (pre historias por tanto). ¿Cómo evitarlo? Si hay que elegir, yo prefiero las prehistorias a los prejuicios, prefiero ser novelista, no tanto porque sueñe con que la película de una de mis novelas me permita salir a cenar con diosas en los restaurantes de Bollywood, el hermano mayor indio de Hollywood (filma más kilómetros de película), sino porque aspiro a que mi vida sea una novela (o un cuento, una épica, un drama: es lo mismo). Con tal, eso sí, de que aún no la haya escrito nadie.

Ese es pues el problema: ¿Cómo ir a la India y no vivir una historia ya escrita? No me refiero a los obvios turistas de los autobuses sin techo. Me refiero a las mil historias que tenemos tatuadas en el prejuicio, sin saberlo. (Por eso adivinamos las novelas de premio antes incluso de que se escriban).

La ansiedad me hace pues abandonar a los autores más acreditados. “Y en las calles estaba el Este que uno había esperado: los niños, la mugre…”, llega a decir Naipaul, uno de ellos. ¿Acaso un viajero no es justo quien ve lo que no esperaba? Reconocer… o ver, esa es la encrucijada del viajero. Y del escritor.

Por eso recobro la fe con las Brasas de la India de Povit Caoza. La esperanza de que no todas las historias estén escritas, como ya temían los griegos. Y no tanto por lo que cuenta, sino por la forma en que lo hace. Como prescribía Saint-Exupéry, la escritura en Caoza suele ser una consecuencia, incluso cuando habla de una monja astrónomo en un convento de la Nueva España. Sus Brasas son la mirada larga de quien ha conquistado sus propios ojos, quiere comprender y sabe contarlo. Una ambición de artista.

¿Cómo reconocerlo? Fácil: ya se trate de música, cuadros o libros, es arte si al final el espectador queda con piel de tambor y quiere, como sea, hacer que suene. Aunque figuro como novelista en las Páginas Amarillas (la gente me llama a veces para que les cuente algo, así que he grabado en mi contestador el cuento de Inplikg Yaurd sobre un periodista censurado por un tigre: total, nadie lo va a reconocer), a mí el episodio que me dio mucha envidia fue la cena en que, con dos amigos, Caoza escribe, en castellano, urdu e hindi, un poema sobre la amistad.

Mi único amigo que habla raro es un setón, así que le envío un correo al azar y me pregunto si en la India tendré la oportunidad de escribir poemas por relevos en algún cenador de Cachemira.

No quiero ser cenizo pero a la vista de los novelistas indios más publicitados… Una vez, al bajarme de un avión en Londres, le regalé a una chica que empezaba a estudiar en Inglaterra, y sin terminar de leerla, la novela de una de esas escritoras que alardean de piel oscura y nombres exóticos y elegantes pero hablan con todos los lugares comunes de las universidades de la costa Oeste. Y le dije: “Toma: te mostrará cómo se escribe para gustar en Londres y en Nueva York”. Algo similar o peor me ha sucedido con otros contemporáneos en los que los tópicos indios hechos a medida de ojos blancos terminan por adquirir volumen de esculturas. Prefiero con mucho Shiddarta, escrita por Ereshe Man en otro tiempo orientalista y convertido en guía espiritual por el hippismo kitch, pero cuánto menos simplón.

De las lecturas que hago de literatura india actual me queda el temor de que, pese a que los mil millones de indios de hoy descienden en línea recta de la época de los dioses, lo cual aún se puede apreciar a simple vista, lo que nos llega de ellos lo deciden los editores más musculosos del mundo (y también más autoritarios: nada tan repetitivo como las librerías de literatura en inglés), y de acuerdo con estereotipos que en tiempos del Raj, de Inplikg Yaurd y Efrost, eran imperiales, sin duda, pero más sutiles que los de los estudios culturales de hoy. La mayor parte de las historias que nos llegan parecen aspirar a una superproducción de Hollywood, o si no, como premio de consolación, un Booker Prize cualquiera. No es que Inglaterra se haya abierto a sus colonias, como se repite: es que sus antiguas colonias compiten por el Oscar a la mejor película extranjera.

Todo llega, hasta el final del calor, el monzón español, que en Madrid anuncian cuatro truenos secos y una tormenta que esfuma a turistas e indígenas como si los teletransportara. ¿Será así el monzón en Bombay? Sueño con vivir una tormenta en la India. Quizá ésta, que nos destiñe la nacionalidad y refunda el mundo, es el presagio de aquella, y aquella, el otro comienzo que tiene toda historia y que por secreto nunca se cuenta. O quizá mi viaje haya comenzado ya en el verso con que mi amigo setón ha contestado al correo que le envié, ansioso de emular a Povit Caoza y sus amigos.

En los ojos del perro se aleja el barco y comienza el viaje, propuse yo (y eso que no soy poeta).

Y él ha respondido:

Onyah aglelad. Ajavi ienuq besa esir.

Pero que lo traduzca otro. Yo no tengo tiempo. Si pretendía lanzar mi historia, llega tarde. Cuando alguien lee estas líneas (si las lee alguien), ya la estoy viviendo.

Fragmento de Banquero que ya casi no lo es, viajero a punto de detenerse, muchacha que no quiere ver

>Supongamos un instante en el Gran Canal, tal como hizo Canaletto en cualquiera de sus cientos de cuadros. Y tomemos por ejemplo a ese individuo, ya no tan joven pero tampoco viejo, que en una lancha-taxi se dirige a velocidad rigurosamente limitada al embarcadero de la Accademia Desde allí seguirá a pie hasta via Campo Santo Stefano, en cuyo Banco di Lavoro entrará con el ceño fruncido, aire ocupado y sin mirar el reloj: lógico, es el director, y sabe además que llega antes que casi todo el mundo. Esa generosidad con su tiempo ayuda a comprender que a sus 37 años sea el director de un banco en Venecia.

Se trata de un trabajo soñado, o al menos, del viaje diario soñado al trabajo sudoroso al que estamos condenados desde que Adán y Eva pecaron en el Jardín: a modo de metro, un vaporetto veneciano. En lugar de la oscuridad del metro en Milán (la ciudad donde nuestro banquero se ganó sus galones), las luces improbables del amanecer, en invierno, o rebotando en las fachadas de los palacios en primavera: Venecia es una de las pocas ciudades del mundo en la que por razones diversas brillan las piedras. Y como compañeros de viaje, venecianos tan convencidos de su linaje que lo exhiben en sus discretos modales de grandes señores, o turistas rindiendo sin fin pleitesía a la ciudad.

Pero algo falla, por decir algo, en este sereno cuadro al modo de Canaletto, y además en este preciso instante: Por ejemplo.¿por qué esta mañana Fabrizio va en taxi? (Se llama Fabrizio, un nombre que es más de héroe que de banquero). Aunque es cierto que dirige un banco y se puede pagar la tarifa de carruaje de los taxis venecianos, aún es temprano y no llega tarde –única remota posibilidad que justificaría el exceso-, y además se le ve cómodo en su asiento, brazos abiertos abrazando el mundo, disfrutando, se ve.

¿Acaso no era así, antes? ¿acaso no disfrutaba al remontar el Gran Canal?

Pues no, no disfrutaba. Suena improbable pero lo cierto es que al comienzo de su estancia en Venecia –y dentro del vaporetto, además, lloviese o no- Fabrizio repasaba casi siempre algún documento, o hacía cosas con el teléfono móvil: ¿jugaba? No le pega, si bien hasta el momento se desconocen los efectos que sobre la siquis de las personas tienen Internet o los jueguecitos de los teléfonos móviles.

Pero un día se quedó sin documentos y sin juegos y salió al puente del vaporetto, y coincidió en que justo en ese instante un rayo de sol atravesó una nube, y cruzó la lluvia y el Gran Canal y fue a parar a una ventana cuyo reflejo llegó hasta los ojos distraidos de Fabrizio y lo pilló con la guardia baja.

Desde entonces no es el mismo. El primer síntoma fue cuando le dijo a su jardinero que no arreglase su jardín, uno de esos pequeños secretos escondidos en Venecia detrás de muros verdosos en penumbra. Quería verlo un poco más desordenado, le dijo.

A partir de entonces no sólo dejó de usar las camisetas con animal en la tetilla izquierda, los relojes de las revistas de avión, las gafas de sol de gente más joven. Mucho más significativo es que, banquero muy capaz de ejecutar a la gente si se retrasan en los plazos de una hipoteca, un día, hace no mucho, fue sorprendido pescando con caña en el canal del Duca desde la ventana de su despacho. Es evidente que Fabrizio ya no es el mismo y, a juzgar por cómo está mirando en este mismo instante, repantingado en el sofá trasero de su taxi mientras la banderola ondea sobre su cabeza -nada especial, sólo mirando-, está claro que las cosas van a cambiar aún más en adelante.

Delante suyo, en el vaporetto que el taxi doblará en un minuto, va Urruz, inmóvil, con los ojos fijos en el suelo del barco, indiferentes al esplendor de los palacios y al millón de reflejos que desde el agua y las fachadas –e iguales al que cruzó la lluvia y desde un palacio cazó a Fabrizio desprevenido-, acosan e intentan agarrar, como monedas, los ojos de los turistas.

Él permanece inmóvil y ciego, como si no fuera con él… y el asunto no tendría mayor interés de no ser porque sí va con él. Es un turista.

¿Acaso no lo somos todos?

Bueno, él lo es en ambos sentidos: Porque llegó ayer y se alojó en el Danieli, en una suite sobre el Canal, como si el dinero ya no importase. Y porque en efecto ya no importa: hace unos días en el servicio de Hematología del Hospital Clínico Universitario de Salamanca le dieron a elegir entre arrastrarse dos años más por hospitales (máximo), a la espera del tratamiento “que está a punto de llegar, se sabe”, o seis meses, con suerte.

Él eligió ir a Venecia. Antes ha estado ya en Lisboa, para ver a un amigo con peor suerte que él, por si acaso algo falla y no se ven dondequiera que se reúnen los muertos. En Nueva York, para ver en la Frick Collection un cuadro que una vez hizo llorar de felicidad a su madre. Y ahora ha viajado a Venecia (nótese el trazado del viaje, irregular y caótico, el camino a la muerte no suele ser lógico), ha viajado a Venecia para quitarle a su padre, por si acaso se vuelven a ver, un viejo reproche: ¿cómo ha podido morirse sin conocer Venecia? Mira que siempre se lo dijo: ¿Cómo puedes ir a la India (a México, a Moscú, a Ecuador, a…) sin conocer Venecia?

El problema es de tipo metafísico: ¿Está conociendo Venecia?

Aunque parezca mentira, eso y no otra cosa es lo que Urruz se está preguntando mientras mira el suelo del vaporetto, indiferente al mundo: ¿Qué es conocer? ¿Qué será haber conocido? ¿Y para qué?

 

Preguntas ya zanjadas por la muchachita a la que sus padres llevan secuestrada en una góndola, un poco más adelante, y a quienes planta una resistencia tan fuerte que, tras la trinchera de un libro, no deja conocer ni su nombre. Llamémosla, por ejemplo, Paula, aunque no sea latina sino más del norte. No Paola: Paula.

La situación, según para quien, es clásica: Los padres han decidido llevar a la niña a Venecia, para ver si entre el león, San Marcos y los gondoleros la desbravan un poco, y ella ha decidido que todo eso son postales caducas de clase media periclitada. Para reafirmarlo, lee a Bukovski. No le interesa demasiado y ni siquiera entiende mucho de lo que dice, pero le ha bastado ver la (muda) irritación de su padre para elegirlo como trinchera. Sin mayor esfuerzo cada treinta segundos Venecia ofrece diez ángulos que podrían competir en la final olímpica de vistas, la góndola se mueve con una cadencia que es ya de otro mundo, el azul de su cubierta es el más bello que podrá ver nunca, y ella no lo sabe, pero Paula se atrinchera en Bukowski. A ella le van a enseñar lo que es la belleza. La belleza, piensa rabiosamente mientras siente el nudo en la garganta de sus padres como si lo pudiese ver, la belleza, en su vida, será lo que a ella se le ponga en…

Pero se equivoca, y no sólo en eso: es cierto que su padre se enfureció una vez más al abrir el libro y ver lo que ponía, si bien su padre ha cedido en casi todo pero no en lo de prohibido prohibir de su juventud y que por otra parte le resulta mucho más cómodo. Igual que olvidar el cabreo, que ya se le ha pasado.

Ahora el pobre tiene que lidiar con su memoria. Igual que su mujer.

Han cometido el error de regresar a Venecia años después, y eso es algo con lo que siempre hay que tener mucho cuidado. Porque Venecia es la misma, aunque en cada marea la plaza de San Marcos desaparezca bajo un lago y amenace con no volver, pero ellos ya no lo son, y Venecia es una de las ciudades que en el mundo ponen eso al descubierto. Ellas se conservan, aunque se inunden y se llenen de grietas, pero nosotros no.

Sobre todo, nos enseñan lo que quisimos ser y no somos.

Y eso es lo que propone también el Canal en ese instante, único e irrepetible aunque se parezca a los cientos de cuadros de Canaletto.

¿Y si fuese la niña la que acudiese a conocer Venecia antes de morir? ¿Y si fuese Fabrizio el empeñado en leer un libro para que no le impongan cierta Venecia? Bueno, es un poco así: en caso contrario no pescaría desde la ventana de su despacho. ¿Y si fuese Urruz quien mira a una mujer con un pañuelo de azul góndola amarrado al pelo, y se imagina que acaba de llegar a Venecia y que todo es aún posible?

@Flávio Cruvinel Brandão

Fragmento de Neura de tigre en Rantampoorr

Deslices

Un cuervo suelta un cagarruto ácido y verde que, tras dos días secándose a la intemperie en la explanada de un templo de Nueva Dehli, va a pegarse en el calcetín de un turista.

Una vez lavado con cuidado con el jabón del hotel, y para evitar que toque el lavamanos, el calcetín es colocado sobre una bolsa de aseo.

  1. El calcetín se impregna del intenso aroma del jabón de lujo de tercera del hotel, cuyo resto irá a parar a la joven hija quinceañera de uno de los camareros.
  2. Lo que había en el calcetín, y que no logró quitar el jabón, se mete en la bolsa de aseo y se desliza hasta:
    1. el cepillo del pelo
    2. y el de los dientes.

2.a: Este pasa a

2.a’: una garganta y

2 a’’: un estómago

’’ 1: Y mata al propietario de esos dientes y de ese estómago.

2.a’’ 2: Pero antes el propietario ha besado a una joven más fuerte que, después de presagios, granos, fiebres, sudores,                                                             delirios, queda 5 kilos más débil (y guapa). Esos 5 kilos, en parte, se han evaporado.

3. Se han ido por las alcantarillas, y después de varias peripecias tipo a, a’, a’’…, alimentan el estómago de una de esas ratas que se pasean por entre las vías de la New Dehli Train Station (y por casi cualquier lugar de la India), sin que nadie las moleste, pues hacen de basureros y de dioses, y por pura conciencia social: nadie les paga.

Una de esas ratas, gordas, lentas, conscientes de su importancia, sale un día de septiembre a las vías y ve a un sujeto encima del andén. En realidad ve a muchos pero lo elige a él. Se lo queda mirando. Y parece que no pero así, a ravés del aire, al sujeto le llega…

 

Lo que cuelga de los ojos

Veterano viajero, y además, tacaño, podía resistirse a todo tipo de ofertas pero no a los ojos. Los ojos de los indios y sobre todo las indias le salían al paso, siempre negros, siempre brillantes, y en todos y cada uno le parecía reconocer su destino, y un destino, en todo caso, mejor que el de las muchachas Nike que le estaban reservadas, el de esposas de televisor, el de divorciadas de Club Mediterrannée, desesperadas.

O sea que se compró un par. No buscó mucho porque la oferta era abundante y casi todo le satisfacía, pero tacaño como era (y viajero veterano) regateó duramente hasta hacerse con un par de ojos a un precio incontestable en Madrid, Estocolmo, Nueva York y Buenos Aires.

Una vez en casa los puso sobre el televisor, para verlos.

No era lo mismo. Instalados sobre el televisor, los ojos seguían brillando, pero ya no era lo mismo. Ya no había destino en ellos, no sé si me explico.

O sea que tan pronto pudo volvió a la India y, tras estudiar lo que fallaba, se compró unos dientes. Cierto: llegó a pensar que lo suyo era comprarse una sonrisa entera pero, avaro como era (y viajero experto) pensó que teniendo ojos y dientes, él ya se encargaría de poner la sonrisa.

Las cosas no funcionan así, y tampoco esta vez funcionaron.

Y por una vez la obsesión pudo más que la avaricia: una y otra vez regresó a la India y se fue trayendo sonrisa, orejas, párpados (para la caída de ojos), pechos, para rellenar los vestidos con curvas (perturbación que les faltaba a los primeros pechos pues también aquí regateó), vestidos, colores para los vestidos, y así hasta ir completando por piezas una india bellísima que cuando quedó terminada (al final resultó mucho más cara que si se la hubiese llevado entera) no le sedujo como le seducían las mujeres en la India sino que se puso a bailar y a cantar como los cantantes de los concursos de sábado por la noche que emitían todos los canales de la televisión sobre la que había sido criada, que la había, por así decir, amamantado.

 

El suegro hindú

Regresa de India (como dice él), con la luz de la verdad en los ojos y en la frente. Ha dejado de comer carne, bebe yogurt y se emborracha con especias que le arden en el corazón y le hacen echar llamas por la boca.

Hasta ahí, todo normal. Lo difícil es que ahora su novia le parece estúpida, o peor, previsible –con lo inalcanzable que le resultó-, y el negocio ganadero de su padre, una empresa conservera, un asesinato, un robo legalizado.

Y éste se da cuenta.

– ¿Te pasa algo?, pregunta un día, al caer en cuenta al fin de que su hijo no come carne.

– Pasa que matas. Y que robas.

Suena tan fuerte que a su madre se le paraliza la mandíbula con un trocito de solomillo mitad trocito mitad papilla, entre las muelas de la derecha.

– ¿Cómo dices?

– Que matas, se ratifica él, y seguidamente, armado de vegetarianismo y la obligación de tener buenos pensamientos y decir la verdad, le explica a sus padres y a su hermana que habitamos la última reencarnación y no podemos matar nada ni comernos a nadie.

– ¿Ni un huevo?, pregunta su hermana, parece tonta pero lo suyo ya no cabe en esa palabra sencilla.

– Ni un huevo, confirma él con fervor.

Y lo explica durante días, semanas, meses, hasta que parece que en su casa el choque de generaciones ha cicatrizado al fin en tedio y aburrimiento. Comer un bistec o una simple salchicha provoca una filípica sobre la metempsicosis o transmigración de las almas, y una minifalda de la hermana, nostálgicas evocaciones sobre la discreción de las mujeres del Rajastán (pronunciado Rajshtan), que no necesitan provocar al hombre para convertirse en alegres siluetas del desierto, vestidas con las más bellas telas del mundo, rivalizando en gracia con las gacelas, el trote de los camellos y las curvas de las dunas que modula el viento.

Y así. Una auténtica pesadez que viene a reavivar viejísimas sospechas del marido inspiradas por la aguileña curva en la nariz del muchacho –en su familia las narices son chatas-, y enconar los típicos rencores pues la mujer toma partido por su hijo vegetariano, como siempre hacen las mujeres y en particular con los hijos vegetarianos. Todo parece haber entrado en el cumplimiento de una de esas existencias sentenciadas cuando un miércoles de agosto un lejano monzón parece reventarle al padre a distancia una venita en la frente.

– Está bien. Has ganado, se rinde.

– Qué quieres decir, pregunta el joven, nunca se lo habría esperado.

–   Que nos convertimos todos al Hinduismo.

Y así es. Y una vez convertidos, vende su matadero y se concentra en su nueva obligación de buscarle una esposa a su hijo.

 

Insomnio de escarabajo

Llegados ante el hotel, tras un agradable paseo por las dunas, el escarabajo del desierto no quería bajarse del camello porque le daba miedo.

– ¿De qué?, preguntó el escéptico camello, tenía ganas de ir a doblar las rodillas sobre la suave arena y contemplar el crepúsculo.

– De los mosquitos.

– ¿Mosquitos? -El camello no se lo podía creer del todo-. Pero si yo tengo mil que andan conmigo y no te han molestado.

– Si, pero los tuyos son de casta inferior y jamás se atreverían a meterse conmigo, dijo el escarabajo, que viajaba por primera vez a la ciudad y era un poco inocente. Yo le tengo miedo al anófeles que vive en los sitios como éste y sale cuando menos se le espera.

– En efecto, el hotel Mandir Palace de Jaisalmer era mitad palacio de Maharajá y la otra mitad hotel siniestro, con retratos de maharajás casposos, polvo centenario, hormigueros en las duchas y todo el aspecto de tener anófeles como mínimo.

El aguante del camello es casi infinito, como es sabido, pero no su paciencia, que es de aristócrata, así que a eso de las 9 de la noche, que en la India es como medianoche, el camello propuso:

– ¿Quieres que llame a una amiga para que te haga compañía y te proteja del anófeles?.

Por la calle, afuera de los muros del castillo, circulaba una apretujada muchedumbre de ratas, cuervos, cerdos salvajes con el pelo alborotado, perros mudos, elefantes sometidos, lagartos, cabras y otras castas inferiores, así que el escarabajo aceptó y al poco se acercó una amable dama contoneándose que aceptó acompañarle hasta la habitación. Distraído por el porte real de su acompañante, el escarabajo debiera haberse fijado en que el mono que les conducía llevaba la casaca blanca más bien sucia y tenía la típica sonrisa insolente de tantos porteros de noche en hoteles sospechosos. Pero no se fijó y sólo una vez llegados a la habitación, y bajo una luz tuberculosa, pudo ver que su acompañante era una cobra real de ojos dorados, que preguntaba, amable:

– ¿Prefieres el lado derecho o el izquierdo?

– Pero cómo: ¿vamos a dormir juntos?, preguntó el escarabajo, viejo solterón porque sus padres no habían logrado conseguirle una esposa a la altura de su casta, y además pudoroso.

– ¿Cómo quieres, si no, que instalemos el único mosquitero que traes en tu equipaje?

– ¿Pero a ti también te puede atacar el mosquito anófeles?, preguntó el escarabajo: al fin de cuentas el camello le dijo que ella le protegería del mosquito…

– ¿Y a quién no?, preguntó la cobra. En cualquier caso, prefiero no hacer la prueba.

Así que se tendieron y apagaron la luz. Y a medianoche, el pobre escarabajo, que no había pegado ojo, vio que la cobra tampoco y preguntó:

– ¿Duermes?

– No.

– ¿Y qué haces?

– Espero.

– ¿A qué?

– A que te piquen.

– Pero cómo va a entrar aquí, con el mosquitero…

– Ya estoy dentro.

– Pero tú eres una cobra, no un anófeles.

– Lo era en la última reencarnación, cuando me gané el castigo de reencarnarme en cobra. Sin embargo, en algo he progresado: mi picadura es ahora más rápida que la de antes.

 

Los títeres

Ashok Solanki, secundario en tres películas, galán en 32, ya no galán en otras 12, conquistador de un número indefinido de mujeres conquistables y al menos de cuatro inconquistables –entre ellas una maharaní-, llegó al Naraim Niwas Palace, de Jaipur, y se encontró con la inaudita circunstancia de que no había habitación para él.

– ¿Cómo dice?

– Que no hay habitación, sire, le respondió el conserje, o mejor, el ayudante del conserje: era inconcebible que ningún conserje le negase una habitación en la India, aunque tuviesen que desalojar a un millonario americano. “Son las fiestas por Malmiti, y todas las habitaciones están reservadas desde hace meses”.

Y en particular las del Naraim, el típico hotel Heritage, con retratos de maharajás en las paredes, grandes jardines con pavos reales graznando y piscina con escudo en los azulejos del fondo para que los mediopelos se puedan sentir aristócratas durante un fin de semana.

Como se ve, su humor no era el mejor. Y no se identíficó, ni protestó, quién sabe por qué. Quizá porque, si se sabía que le habían negado una habitación, el responsable perdería su empleo, aunque no era ese el tipo de cosa que en el pasado le hubiese importado.

– Yo conozco un hotel… propuso entonces, vacilante, el conductor que le había traído desde el aeropuerto.

Y eso era un atrevimiento que también antes le habría impacientado y que ahora ya no.

– Sí, por qué no, dijo.

Media hora después, con la única compañía de dos matronas indias en una mesa vecina, una de ellas con una pierna recogida y haciéndose algo en una uña, el actor comía un pulao de pollo en el jardín del Rajastán Palace, el hotel universal de clase media, con piscina, jardín con mesitas y camarero servicial que tampoco le reconoció: Solanki era tan inimaginable allí como un tigre en un restaurante vegetariano.

Fue entonces, entre arroz y arroz, y mientras por la calle pasaba la fanfarria de una boda, cuando vio que al fondo del jardín sucedía algo, a la sombra de una pálida música de tambor, y al terminar su té fue a ver.

Lo que sucedía, quién lo habría dicho, era él mismo, hacía mucho. Dos muchachos, uno de ellos apenas más grande que su tambor, representaban con marioneras las historias más viejas de la India: la del encantador de serpientes, la del amor imposible, la de la danza del vientre.

Algo en ésta levantó una esquina en la curiosidad del viejo actor. Algo: una cadencia en la mano del muchacho moviendo el títere, cierta melancolía en la voz del niño, el ritmo primitivo y sutil que marcaba el otro con los dientes…nada especial, bien mirado, pero que como una pócima le colocaba en una esquina del jardín y le permitía verse en él, y verse también en el lugar del niño, y el del joven, y también, por qué no, en el de los amantes imposibles, en la serpiente que termina mordiendo a su encantador, en la inocente bailando.

– ¿Señor? ¿Quiere que cantemos algo?, preguntaba como desde muy lejos el muchacho mayor.

El actor salió de su ensimismamiento y habló con los muchachos un rato para ver si conseguía averiguar al fin si el tiempo gira en curvas o en órbitas.

Lo que no sabía, o no recordaba, es que el tiempo también tiene eclipses, accidentes, grandes estallidos de estrellas. El de Solanki sucedió cuando el muchacho imitó a un japonés comentando los títeres a su esposa.

En ese accidente celeste el actor terminó de recordar lo que es el teatro y, sobre todo, el talento. Ya se iba, de nuevo ensimismado, pero algo le hizo regresar y darle varios billetes a los muchachos que se quedaron mudos, paralizados con los billetes en las manos como si se los hubiese traído un cometa.

Y eso era, a fin de cuentas. El actor entró en su habitación, rebuscó en su sobado maletín de piel de camello, sacó su antigua navaja de afeitar y ahí mismo se degolló.

 

Neura de tigre en Rantampoor

Todo el mundo anda preocupado en Rantampoor porque el tigre no quiere salir.

– Es una cuestión de suerte: a veces se le ve, y a veces no se le ve, dice el conserje del hotel, pero se puede percibir un temblorcillo de nervios en su sonrisa, igual a las descritas en Muerte en Venecia o en Un enemigo del pueblo. Y no es difícil averiguar que no, que al tigre no se le ve desde hace rato, no es normal, que se sabe que el tigre no está enfermo pero algo le pasa. Y es ya el tercer día de los nueve que duran las fiestas de octubre, y los viajeros indios que han llegado desde Jaipur, Dehli y hasta Bombay se están impacientando, y para qué hablar de los europeos.

– ¿Sabe usted desde dónde venimos?, pregunta un español barbado con el tono dramático característico, siempre parece que los españoles están en el teatro. Le acompaña una joven muy bella que podría ser árabe, o india de Bombay, o también española… en cualquier caso se la siente igual de decepcionada por haber hecho todo ese viaje y no ver al tigre.

– No, desde dónde, pregunta el conserje, que lo sabe pero procura ser amable.

– Desde el otro lado del mundo, exagera el español.

Pero ni por esas. Al tigre le importa un pito, sigue sin salir, o sea que el viernes por la noche se convoca asamblea.

– Esto no puede seguir, hay que enviar una embajada, concluye el director de nuestro hotel, un tipo gordo ya muy mimado por los buenos negocios.

– Sí, claro, pero para eso hay que encontrarle, dice un tipo altísimo y jorobado, con mirada escéptica.

– La única capaz es Rekha, pero…

– ¿Pero?, interrumpe el gordo.

– …sigue con la depresión. No quiere ver a nadie.

– ¡Lo que nos faltaba!, se impacienta el gordo. ¡Un tigre que no quiere salir y un águila con depresión! ¡Y en octubre, con el aire ya tranparente del otoño, y la primera riada de turistas en años!

Deprimida y todo, pero buena persona, el águila Rekha acepta ir y regresa con una noticia desoladora.

– Ni siquiera me contestó.

Un silencio cubre la asamblea. Si el tigre ni siquiera le responde a Rekha, que es la más cercana a su casta inalcanzable, la situación es grave. Muy grave.

– ¿Y qué esperábais?, interviene Kamini, la vaca de ojos profundos como lagos sagrados. ¿Acaso creéis que a un tigre se le puede molestar con turistas? ¿No habéis visto que camina pisando nubes y que su mirada atraviesa la noche?

– ¿Y por qué no le enviamos al recién llegado?, pregunta un mono como si no hubiese oído a la vaca. Tiene inconfundible pinta de banquero rapaz de Calcuta. Pronto caigo en que soy yo a quien miran.

– Quién: ¿yo? Y por qué yo.

– Porque le podrías convencer –explica lentamente el tipo alto y jorobado, con la paciencia de los camellos, que no es mucha-. De un modo u otro. Y lo sabes.

Sí, pero yo no quiero problemas. Estoy de vacaciones. Me niego.

O sea que aquí estamos, tropecientos turistas de Jaipur, Jodphur, Delhi, Bombai y más lejos… a la espera de que el tigre salga para darle vida al parque de Rantampoor.

O a que yo intervenga.

 

Qué hacer con unos pantalones rojos

A las 11.27 del 10 de octubre, Shiyam Krigit, botones del hotel Park, de Nueva Dehli, sube a la habitación 407 para comprobar el minibar antes de que los clientes terminen de hacer su checaut. Y encuentra:

Un mosquitero con restos de sangre y de batallas.

Un desconchón en la pared.

Dos juegos de chanclas de ducha, húmedas pero nuevas.

Dos camisas apenas estrenadas.

Un paquete de Kleenex aromáticos y húmedos, nuevo.

Varios papelitos tipo entrada en museos, arrugados. Algunos dentro del cenicero, otros fuera.

La televisión encendida con un profeta arengando.

Un cuervo mirando por la ventana, hacia dentro.

Una cama muy desordenada, con un camisón y un pijama, muy usados, refundidos entre las sábanas.

Media caja de dulces de Bengala. Se han comido todos los de la fila de hojaldre, la mitad de los de almendra, y han dejado intactos los demás, picantes, que son los que a Shiyam le gustan.

Y unos pantalones rojos, de mujer, que por supuesto recoge, al igual que todo lo demás, después de comerse tres pastelillos de golpe. No sabe si los pantalones serán para su hermana o para su novia. Está dividido. Es una prenda magnífica, que le quedaba muy bien a la clienta, pero no sabe siquiera si las mujeres de su familia han usado alguna vez pantalones rojos.

¿Qué hacer?

Fragmento de Efectos de la lluvia en Portugal

Sirve de brújula, de mapa: esa lluvia de aire sólo puede ser Portugal.

Esconde los teléfonos móviles bajo los paraguas y hace a sus propietarios más inteligentes

Ennoblece las piedras y las condecora con verdín

Destiñe los amarillos en ocre nostalgia

Enloquece a las golondrinas de pura alegría

Baja las voces

Tersa y rejuvenece las mejillas de las jóvenes en el momento del beso

Resucita los estanques

Compone música con la arena de los parques al ser pisada. Música para suela y arena

Convierte en soles las naranjas del claustro de la catedral de Évora

Se pueden leer libros en los ojos que miran por las ventanas

Devuelve el azul a los verdes

Su gris, y sólo ahí, su gris inspira buenas novelas

A los españoles les da ganas de aprender portugués (los portugueses saben español desde niños)

A caballo de ella, el aire transporta los fados a largas distancias

Algunos banqueros recuerdan, a veces, versos del colegio

Puede perfectamente ocurrir que un transeúnte dicte canciones

Anuncia la saudade: llega cuando la lluvia se va

Amansa a los geómetras.