OBRA PUBLICADA

Cuentos invisibles

Editorial: Alianza Editorial
Año de publicación: 2003
Nº de páginas: 124

Apartado: Libros de cuentos

Resumen

Estos cuentos son invisibles porque invisible es el lenguaje de la literatura, que no se puede filmar. También porque tratan de viajes, y el viaje es lo que se encuentra detrás de los ojos, no delante, y -al igual que la literatura- hace posible que de nuestra visión del mundo hagamos una creación.

De una represa de aguas milenarias en la cima de los Andes a un motín de blancos en un río chino, de una persecución en Londres al renacimiento de un pobre tipo en Estambul, de una reunión de extravagantes en Helsinki a un Berlín improbable y sin embargo histórico, de un Madrid inédito a un Buenos Aires francés, los cuentos de Pedro Sorela ponen en evidencia el lado mentiroso de los pasaportes.

Con humor y un idioma afilado, estos cuentos amplían el arco de una obra definida por la originalidad de la mirada y la sugerencia inherente a su doble condición de literatura y viaje.

La crítica ha dicho…
«Voluntad creativa que escapa de la rutinaria copia realista. Además, una meticulosa disposición forma, resuelta en buenos finales, tiene la compañía de una constante vigilancia del estilo, esmerado y versátil.»

Santos Sanz Villanueva
El Mundo

El autor comenta

Cuentos invisibles porque aspiran a la literatura, que no se puede filmar. Porque tratan de viajes y el viaje es lo que sucede detrás de los ojos, no delante y, al igual que la literatura, hace posible que de nuestro mundo hagamos una creación.

Y por otras razones que han de permanecer invisibles.

La contraportada

…De una represa de aguas milenarias en la cima de los Andes a un motín de blancos en un río chino, de una persecución en Londres al renacimiento de un pobre tipo en Estambul, de una reunión de extravagantes en Helsinki a un Berlín improbable y sin embargo histórico, de un Madrid inédito a un Buenos Aires francés, estos cuentos ponen en evidencia el lado mentiroso de los pasaportes.

Con humor y un idioma afilado, estos cuentos amplían el arco de una obra definida por la originalidad de la mirada y la sugerencia inherente a su doble condición de literatura y viaje.

Back Camera

Fragmento de Puta en la tormenta 

Sé que es difícil de creer pero con el ¡Tchann!… ¡Tchann!… que abre la Sinfonía Heroica de Beethoven lo he visto al fin todo claro, como si un relámpago se hubiese quedado, iluminándolo todo..

… El problema es que lo ha hecho con veinte años de retraso.

No creo que otra obertura –algo alegre de Mozart, o triste, de Chopin- hubiesen podido situarme como La Heroica en mitad de Berlín, de aquel día, y de una tormenta como la de la La Pastoral, que se acerca y amenaza redoblando, rompe con los timbales y bate las alas y se aleja entre trompas y violines.

Y una tormenta, esa de Beethoven, de perturbador parecido a la que me atrapó a mí cuando caminaba por Unter den Linden (el Paseo bajo los tilos), concentrado y casi levitando por la idea de que andaba, si no por el inexistente centro del mundo, al menos por uno de ellos… Un centro que se había quedado vacío, me temo, lo que confirmó la intuición de que los dioses habían vaciado la tierra, como en una ópera de Wagner, con el exclusivo fin de mostrarme a mi Lohengrin como una diosa depositada por la tormenta en lo alto de un acantilado, en el centro de la ciudad renaciendo con la lluvia.

Yo había llegado a Berlín, entonces todavía Berlín Este, sobre las diez de la mañana, a tiempo para ver al Pueblo congregado en Alexanderplatz, una plaza en la que cabría una ciudad y que sin duda había sido pensada para celebrar grandes victorias. Y así era, ahí estaban miles de berlineses más bien serios festejando a su patrón, El Trabajo, el más importante del santoral comunista, en lo que entonces parecía una religión irrebatible y eterna y en una de sus mejores catedrales. Juegos gimnásticos, desfiles, banderas ondeando al viento con un sentido del espectáculo de masas como no por casualidad ya sólo sabían conseguir los comunistas, y luego niños, olor a salchichas y unos cuantos juegos, pocos, hasta que a las dos y media de la tarde, tres, quizá, la ciudad se vaciaba con la rapidez de un desagüe y en todo el centro de Berlín no quedábamos más que los tilos, un viento cargado de presagios, y yo. En serio: nunca me han abandonado con mayor y más contundente rapidez.

Pero no me sentí ofendido, al contrario: ahí es nada, de pronto y como en un regalo extraordinario, la posibilidad de sentirte señor y único superviviente de una ciudad con 700 años de historia -a escribir sobre su cumpleaños me había enviado un periódico-, que más de una vez ha sido el centro del mundo. Un centro vacío, ya digo, salvo por mí, que lo recorría con el paso grave de quien camina por la Historia.

No era domingo pero Berlín Este tenía el aspecto de uno de los domingos más intensos que yo hubiese visto, y los recuerdo a todos: ese aire universal de final de fútbol, de desastre nuclear después de la nube radiactiva, de epidemia de televisión y de tedio de día de fiesta. De alguna taberna dos hombres sacaron a rastras a un borracho medio muerto, un perro pasó buscando por el suelo el rastro de su dueño y dos o tres Trabant –el coche del pueblo– se dejaron oír con su petardeo de electrodoméstico en lo que pareció un modesto fuego de artificio para subrayar el silencio en que quedó sumida la ciudad.

… Sólo durante el tiempo que emplea el público en terminar de ocupar sus asientos y se calla, el director levanta los brazos, uno de ellos con un palito y… ¡Tchann!…¡Tchann!: ahí estaba la lluvia llegando entre trompetas y timbales, una formidable tormenta de primavera alemana como en un cuadro de Caspar David Friedrich o en la vida de Von Kleist, con relámpagos y truenos que lo mínimo que sugieren es la existencia de Dios. Refugiado bajo el alero de uno de los grandes mausoleos que bordean Unter den Linden -uno de ellos, incluso, con soldados inmóviles custodiando una llama eterna-, me pregunté si los alemanes habían huido de la tormenta o era que a partir de cierta hora ya no les daban de comer.

Siempre andaba uno preguntándose esas cosas, si visitaba un país comunista. Aunque los periódicos daban por terminada la guerra fría, y los políticos se abrazaban en la televisión, lo cierto es que no sabíamos gran cosa de los comunistas, salvo que eran cultos, grandes deportistas y músicos, y el bombardeo de la publicidad –calumnia, que algo queda– nos había dejado con la vaga sospecha de si no serían en realidad distintos, y en qué. De modo que uno iba a un país comunista y miraba con disimulo a la señora que volvía de la compra para ver si en el fondo de los ojos le asomaba el estalinismo. Y a veces le asomaba, en efecto, pero la experiencia terminaba por enseñar que eso que le asomaba no era más que la desconfianza que también se alcanza a ver en los ojillos entrecerrados de Dijon, Manchester o Pamplona ante todo extraño que se atreva a salirse de los telediarios y aparecer en la calle.

De todas formas no había muchos ojos que ver, en Berlín, bajo esa tormenta de primavera que parecía la de Noé: habría jurado que en el mundo no quedábamos más que los dos soldados que se hacían de piedra ante la llama eterna, los relámpagos y truenos, y yo, disfrutando como si a mi edad descubriese la existencia de Beethoven. Los demás se habían ido. Quizá no era un espectáculo para todos los públicos. Cuando la manta de agua se hizo más delgada pude ver que otro Trabant pasaba por delante de mí, y cuando volvió a pasar noté -la cortina de agua era ya una sábana- que lo conducía una rubia, y que me miraba con más sonrisa que ojos. «O sea que no estamos solos», me dije algo reconfortado en el desastre nuclear del día de fiesta; pensaba en los soldados y en mí. «Nos acompaña una puta».

Detuvo el coche, se bajó y vino en mi dirección. Aún llovía un poco, y eso – la prisa hasta el alero intentado protegerse con un bolso minúsculo, las risas- le sirvieron como presentación: la lluvia une mucho a quienes buscan refugio de la lluvia, en Berlín como en Bogotá y como en Londres (no, en Londres no hay refugios para la lluvia).

– Hola, dijo, y a partir de aquí empieza la gran falsificación de este cuento porque para reproducir los idiomas y acentos de Karina (se llamaba Karina, según iba a saber de inmediato) se necesitaría una orquesta y con traductores entre los instrumentos.

Le respondí con amabilidad: por razones que no se le escaparán a nadie, una puta no era el nativo idóneo para averiguar si los comunistas eran en verdad distintos, pero en la tarde del diluvio no me iba a poner exigente.

Karina me sonrió con camaradería.

– ¿Italiani?… ¿greco?… ¿français?… ¿spagnolo?, comenzó, como comienzan todas las mujeres que en el mundo se ven obligadas a tomar la iniciativa.

No era una mujer, en realidad, sino una muchacha, como también a menudo sucede con las putas, y sonreía con franqueza. Tenía un vestido demasiado aireado para Berlín (como había demostrado la tormenta), usaba zapatos de tacón alto que parecían de otra, no tanto como sucede con la niña que se pone los de su madre, pero casi, y con sus labios se podía sospechar que estaban retocados, como un coche, para el amor. Aún así, bajo el vestido veraniego dos tallas más pequeño su cuerpo parecía tan firme y ausente de malicia como sus ojos. Aunque en muchos lugares hay putas niñas, lo último que tarda en envejecerles es la mirada.

Tras preguntarme de dónde era, siguió el diálogo previsto de cuándo había llegado, si me gustaba Berlín y qué mala suerte con la lluvia, y como el repertorio se iba terminando, hice yo también alguna pregunta.

– Soy música, me dijo, y tras un ligero desconcierto pensé que sí, por qué no, se podía ver así: música.

– Violinista cómica, precisó con seguridad en su idioma accidentado.

No era exactamente eso, terminé por averiguar (la conversación real era mucho más larga y oscura), sino violinista de la Komische Oper de Berlín, una conocida orquesta, y precisamente se tenía que ir a una clase particular pero le encantaría volverme a ver. Todo eso no lo dijo en una sola tirada, pero sí en un único impulso.

Ya no llovía, los truenos sonaban como lejanos cañones en las afueras de la ciudad e, igual que en La Pastoral, con la paz de la tarde regresaban los pájaros y también los Trabant, el coche del pueblo.

Como si realmente tuviese mucha prisa -quién sabe: un cliente de hora fija, quizá-, insistió tanto en verme otra vez que no pude negarme a aceptar una cita para después de su clase o lo que fuese, y en un hotel en Unter den Lindenimposible de no encontrar. Comprendo que no debía haber aceptado, pues no pensaba acostarme con ella -aún no lo necesito, y además tenía que estar en Berlín Oeste a las ocho de la noche-, pero no sé, me dio pena: igual que con los payasos o las floristas, hay algo conmovedor en las putas.

Mientras llegaba la hora de ir al hotel descubrí que puede haber algo aún más desolado que una ciudad vaciada por un domingo: un domingo por la tarde en la ciudad ya no desierta, cuando la gente, atraída por el fin de la lluvia y un remedo de sol, saca su tedio a pasear. Entonces, sorteando algún que otro borracho más que compañeros llevaban a rastras aprovechando la tregua del agua, salían los mismos berlineses que por la mañana habían desafiado a los elementos -mandíbula enérgica y mirada hacia el tejado de los edificios, al otro lado de Alexanderplatz-, pero ahora por la tarde, guardada ya la Historia en el armario hasta el próximo domingo, volvían a cobrar importancia sus ropas diseñadas para recordarles su rango y reforzar su humildad, se podía ver el tedio en los ojos de los matrimonios mientras empujaban carritos con niños, y la resignación de los mayores, y la rabia de los jóvenes que paseaban como convalecientes porque no había otra cosa que hacer.

Karina me esperaba en la barra del hotel, con los ojos encendidos aunque con un matiz distinto. No había pedido nada.

– No puedo, no me dejan, me dijo, y nunca supe si se refería a la consumición en el bar o a la persecución general e implacable a la que estaba siendo sometida por la Stasi, la policía política de Alemania del Este, sus compañeros de la Komische Oper, sus vecinos, los transeúntes, el carnicero que ni siquiera le respetaba su turno en la cola y en general cualquier alemán que no tuviese ya el alma en otra parte, como ella.

Algo había cambiado. Ya no era la sonrisa con ojos que me había estado buscando en el final de la lluvia sino una joven alemana igual a tantas (a los del Sur los rubios tienden a parecernos tan iguales como nosotros a ellos), sólo que con una ventanita trágica en los ojos. Muy atractiva, por otra parte. Lástima que fuese puta.

Pero insistía en no serlo. Me hablaba de ópera y de violines, y yo sentía el mismo rubor que cuando alguien, por lo general un oficinista, pretende descender de reyes o por lo menos generales. Intenté cambiar de conversación y llevarla a mi terreno, al fin de cuentas por eso en buena parte estaba en Berlín Este: para saber si eran distintos.

Y lo eran. Por lo menos Karina. Porque supo adaptarse con rapidez a la nueva conversación y pronto, con la naturalidad con que cantaron de nuevo los pájaros tras la tormenta, empezó a exhibir un talento que no era precisamente el de puta. De hecho se portaba con un poco de torpeza en la barra del bar: se sentaba sin astucia, no sabía resaltar el valor de sus piernas de atleta y se le había olvidado renovar el colorete de sus labios, que aparecían ahora pálidos e inocentes con dos ligeros paréntesis de niña en los extremos.

Karina se reveló como una especie de antropóloga con poderes mágicos: Pasaba un extranjero por la calle, ella le ponía encima un ojo rapaz, y sin transición decía: «Italia, Milán». O «Francia. No París». Al principio no era muy impresionante, pues cualquiera puede distinguir a un francés de un inglés, sobre todo si es mujer, pero uno comprendía que no estaba tratando con un aficionado cuando Karina podía distinguir a un belga de un suizo y de un alemán, y sin oírles hablar, siendo así que belgas, suizos y alemanes son como primos hermanos dobles.

Buena profesional, Karina percibió que su habilidad me impresionaba más que sus piernas, y como una niña, cayó en la tentación de exhibirse. Y a la vista de que aún no había demasiados extranjeros paseando por la tarde berlinesa, decidió sacarle a sus ejemplares el mejor partido: Ya no era sólo un milanés, sino -todo esto en un idioma mestizo de varios- un milanés con un sueldo medio-alto que le permitía comprar a finales de mes zapatos caros pero no los más caros posible.

Todos los magos tienen truco -eso es lo que les distingue de los brujos, un oficio mucho más fácil-, y ese era el de Karina: dotada para la observación, una cualidad vital en su oficio, la chica ejercía su talento sobre la base de otro don no menos impresionante, el de guardar en su cabeza un archivo fotográfico completo del paraíso consumista de Occidente. Karina sabía quién fabricaba qué, dónde, y a qué precio, y cuánto ganaba la gente en los diferentes trabajos y países para poder comprarlo. Desde el otro lado del Muro, y gracias a la televisión y a las crónicas de los viajeros, podría haber sido una inspectora de Hacienda de cualquier país europeo sin pasar ningún examen, y detectar a los evasores de impuestos, no por sus yates y coches de lujo, sino por los zapatos.

Karina miraba con insistencia la pluma que asomaba por el bolsillo de mi camisa. Era desechable pero eso aún debía de ser una curiosidad en Berlín Este, de modo que se la regalé; al menos así la indemnizaba un poco por su tiempo. Y aunque me la agradeció con una cortesía un poco de otra época, noté que daba vueltas sin saber cómo preguntarme cuánto costaba.

– Lo mismo que una entrada de cine, le informé, y con toda claridad observé que ese dato le hacía algo en los ojos, como si fuesen las ventanitas de una máquina registradora, y en el paso por no sé qué alambiques de su cerebro le daba informaciones sobre mí que yo no podía ni sospechar. No sentí miedo porque ya no tenía tiempo.

– Me tengo que ir -le dije-, tengo entrada para un concierto. Como con un niño a quien se le dice que es hora de bañarse y dormir, vi la decepción pasando por sus ojos. «Un concierto en la Filarmónica», me justifiqué, pues hasta los niños saben que uno no puede perderse un concierto de la Filarmónica de Berlín, y menos en Berlín. Yo había comprado mi entrada por teléfono desde hacía un mes, y desde entonces me cuidaba hasta de las corrientes de aire.

Karina se empeñó en llevarme en su Trabant hasta la puerta de entrada del metro que me llevaría a Berlín Oeste, y durante el viaje conservó y hasta aumentó su amabilidad, pese a que ya no tenía cliente. Pensé que los dentistas, arquitectos, alcaldes y otros oficios en apariencia más respetables tienen menos corazón que las putas, al menos las de Berlín.

Jamás se me habría ocurrido que me costaría despedirme de una de ellas, pero así fue. Erika dejó escapar dos lágrimas, me dijo que hubiese dado mucho por acudir conmigo a ese concierto -Eugen Jochum, nada menos, dirigiendo La Heroica-y con gesto algo trágico de telenovela me dijo que tal vez, algún día, en un mundo mejor…

– Tal vez, acepté, le di un beso en la mejilla y me metí en la estación y en mi tren con un pensamiento no por obvio menos extraño y angustioso, cuando uno se enfrenta a él, y era que Karina no me podía seguir, una humilde puta, que no podía venir a un concierto al otro lado de la ciudad, y que intentarlo a la fuerza le podía costar incluso la vida. Desde el primer momento -desde el primer momento del día, incluso-, supe que asistir a esa experiencia en persona y desde primera fila dejaría huella en mi vida.

Una semana después recibí una postal llena de pasión que por su aspecto acartonado parecía haber sido enviada diez años antes, y a los pocos días, una llamada telefónica de Karina a la que respondí con cordialidad pero sin alentar nada imposible. Luego archivé el episodio en mi memoria, que es perezosa y olvida con facilidad, y confié en que ella también lo hiciera.

Hasta hace un rato, veinte años después, cuando escuché de nuevo el ¡Tchann…! ¡Tchann…!, de la Heroica de Beethoven, y la reconocí de pronto, justo a la izquierda del director, como primer violín: Erika, rubia como muchas alemanas pero conservando en los ojos el reflejo trágico que, me pareció, le daba a su música la tonalidad exacta, inconfundible.

Foto: p.S.

Fragmento de Azul para cenar 

En una cena en casa de Dimas apareció sin avisar un plato distinto -un magnífico plato con rayas de azul cobalto sobre un fondo amarillo-, que se reprodujo en cenas posteriores. No se reprodujo el plato sino su carácter distinto: platos únicos (aunque seleccionados por un mismo ojo) y que se adjudicaban a ciertos invitados, como sutiles condecoraciones, a la vez que se ninguneaba a la menguante vajilla habitual hasta hacerla desaparecer: unas cenas después todos los invitados comíamos en platos diferentes aunque con algo azul.

De algún modo el color tenía su importancia, no sólo porque en esa ocasión coincidí por vez primera con María Daniel -y ella llevaba un jersey de cachemir azul turquesa que sugería y evocaba la tersura increíble de sus pechos, de suave perfume aguamarina, no sabría definirlo de otra forma-, sino porque también, estoy convencido, la distribución igualitaria del azul contribuyó a que por una vez fuese una cena pacífica.

¿Acaso no lo solían ser?

Pues no, no solían. Tardé en comprenderlo pues yo no hacía mucho que había llegado de México y aún me defendía en la vida a base de muñequeo. Me faltaba mucho para terminar de comprender las reglas del juego español, complicadas, precisamente, a causa de su nitidez. Uno nunca creería que un pueblo tan antiguo haya podido sobrevivir prescindiendo hasta ese extremo de la sutileza y la ojeada, del sobrentendido y de la sombra.

Aunque si a las cenas de Dimas las acompañaba una tensión que a veces reventaba, también es cierto que no era la tensión española, erizada de jotas y zetas, y ese tono inapelable con que hablan, como si hubiesen sustituido los verbos por el álgebra y las metáforas por las ecuaciones. Era más bien como si unos violines interpretasen un suave andante veneciano junto a una chimenea encendida y de pronto en la velada se colasen trompetas, sin invitación. A pesar de todo, con su modo suave y exótico Dimas conseguía siempre reconducir la cena a la cosa andante, y la gente bajaba la voz. Como afuera de la casa nunca nadie bajaba la voz, comprendí que no era vejez sino algo en la casa, las cenas de Dimas.

Pero no nos adelantemos: ya las cenas eran azules -y ya había conocido a María Daniel-, cuando nos fueron servidos platos distintos. No platos-platos, que ya cada cual tenía uno diferente y azul (y yo uno sevillano, con tres cerezas azules en el centro), sino viandas diversas. Espaguetis a la pescatore para éste y huevos estrellados con perejil para aquél, habas a la catalana para Sophie y merluza a la menta para Ernesto…

La idea fue acogida con risas y grandes celebraciones, y cuando Ernesto y Sophie se cambiaron sus platos con una mala educación que me asombró -quizá no se daban cuenta de que así despreciaban la elección de su anfitrión, le cambiaban los pinceles-, me pareció que nadie percibía una especie de sufrimiento artista en el fondo de los ojos separados de Dimas, que a la cena siguiente sirvió los platos -otra vez menús diversos en platos azules pero distintos- advirtiendo que no se admitían cambios. Y a la vez que sonreía, recuperaba un tiempo perdido porque los menús eran esta vez muy distintos: espaguettis con sobrasada (para mí), pescado hecho en jugo de pomelo, arroz con higos, huevos rellenos de dátil y almendra, cerdo perfumado… Sí, cerdo literalmente perfumado.

Fue para María Daniel. Era la segunda vez que la veía, pues la vez anterior no había venido y yo no me había atrevido a preguntar por ella (la timidez mexicana que nos impide decir «no» y también hacer preguntas directas).

– Huele a perfume… dijo como quien adivina la canela al fondo de un salpicón de frutas.

Dimas le sonrió y se la quedó mirando como si esperase más de ella.

María Daniel se volvió a inclinar sobre el plato, y su corta y flexible melena medio le cubrió el rostro como un pequeño telón. Era todo un espectáculo ver a esa mujer con un raro talento para elegir una ropa con vocación de guante y que sin embargo nunca era vulgar, todo un espectáculo verla inclinada sobre el plato como un patán, olfateando, y hacer que pareciera el alarde de una Nariz, un gran connaisseur de perfumes. Lo era.

– Vengeance, de Lolita Lempicka.

Dimas sonrió con la satisfacción del artista que por fin encuentra quien le entienda.

Parecerá tonto, pero sentí celos. Nunca había asistido a un concurso de perfumes sobre cerdo (aparte de alguna fiesta con narcos en Culiacán) pero mis ojos mexicanos, educados en los prolijos matices del mole y los equívocos del arte sincrético me permitieron intuir entre Dimas y María Daniel algo que no sabía qué era. Hasta la siguiente cena se enredaron en mi recuerdo los espaguettis con sobrasada y la intuición nerviosa de que María Daniel me había pasado cerca, muy cerca con su silueta que parecía un recorte, pero no se había detenido. Pese a haber casi palpado con los ojos su pelo de seda, su cuerpo moldeado por el vestido de algodón negro, sus pechos que incluso así se evidenciaban tersos con los pezones oscuros, pese al perfume sobre el cerdo, que casi flotaba sobre la mesa, y a la forma en que me había mirado al despedirse, pese a todo ello tenía la sensación de que se me había escapado y, en contra de lo que esperaba, la siguiente cena no contribuyó a tranquilizarme.

En la mesa, además, se desarrollaba una nueva oleada de cambios: los cubiertos se habían contagiado de la fiebre diferenciadora (de nuevo unos invitados premiados en perjuicio de otros), al igual que los vasos, las velas -ahora de variados colores y alturas-, las servilletas y naturalmente las bebidas: los invitados bebíamos vino tinto, blanco, cava, whisky, y una joven alemana pelirroja, Coca-cola: por decreto, sin apelación. Lo que no quedó sin respuesta:

– En Alemania lo hacemos más fácil -comentó, no sin suficiencia-. Ponemos todo sobre una mesa y cada cual va y se sirve lo que quiere.

Nadie reparó en la llamarada que pasó por los ojos y por la sonrisa de Dimas, que no dijo nada pero a la cena siguiente (nunca más volví a ver a la alemana) logró sorprenderme con la sustitución del mantel por individuales hechos a partir de fotografías de históricas representaciones de Shakespeare: Titania durmiendo junto al centauro con cabeza de asno, lady Macbeth levantando sus manos ensangrentadas, Lear, loco, hablando con el sepulturero…

Alguien comentó que Shakespeare era el pasado, o alguna otra previsible bobada semejante. Le replicó otro a quien por supuesto Shakespeare le importaba una higa pero quería vengarse -estoy convencido- por el hecho de que a él le hubiesen tocado garbanzos con salsa de mostaza y miel y no unos espaguettis con una salsa negra de cuitlacoche que hacía lanzar grandes exclamaciones a su beneficiario. Pero yo no les hice mucho caso: a mí, claro está, no me impresiona el cuitlacoche; mi abuela hacía hasta helados negros con él (helados de cuitlacoche con guanábana, o con nopal).

En cambio, como si una suerte de falso mapa nacional hubiese saltado en pedazos, los individuales terminaron por abrirme los ojos y me hicieron ver al fin hasta qué punto habían cambiado las cosas en la casa. Es difícil explicarlo. Quizá baste decir que las mesas no eran mesas del todo, sino ensamblajes, asociaciones atrevidas (un cristal sobre una biblioteca acostada, o sobre tinajas en cuyo fondo se desarrollaban misteriosas escenas), ni tampoco los cubrerradiadores: en ellos, disimulando los radiadores como hubiesen hecho las rejillas clásicas, cuadros con las ballenas heridas de un mismo pintor navegaban por las calles y plazas de una ciudad misteriosa. Además, en lo alto de las escaleras que dominaban el comedor, una elegante muñeca de la Belle Epoque había comenzado a asistir a nuestras cenas, silenciosa, recta y con las rodillas juntas y victorianas, y el concentrado interés de los espectadores de un teatro.

No sé cuánto tiempo llevaba en su palco discreto, pero cuando al fin reparé en ella, su mirada me descubrió que eso es lo que éramos, teatro, y sólo me preocuparon dos cosas: de qué hacía yo, y qué estaba previsto que pasara con María Daniel. Por lo demás, si se trataba de una obra, se movía y renovaba como un ejército en guerra.

Yo había conocido a Dimas junto a la mesa de novedades de El Parnaso, la librería en la plaza central de Coyoacán. Me lo presentó Álvaro, charlamos un instante, y después Álvaro me dijo que la casa de Dimas en Madrid era «el segundo consulado mexicano en la ciudad» . Ahí quedó todo.

Hasta que a los pocos días de llegar recibí una llamada de alguien con la voz amable en medio de tantos españoles enfadados, y una invitación a cenar en una dirección que parecía una broma:Rincón de peces, 5.

– ¿Y dónde están los peces?, bromeé cortésmente.

– ¿Los peces? -dijo Dimas con su voz de bajo-: los peces somos nosotros.

Me reí. Ignoraba que hablaba en serio.

Puede que la casa de Dimas fuese «el segundo consulado de México en Madrid», pero entonces era también el francés, el egipcio, el chileno, el iraní… parecía la sala Vips de un aeropuerto central. Ni siquiera pues en cierta ocasión coincidí con Kukacuyo, un indio colombiano que había acudido a Madrid a recoger un premio por haber impedido que la luz llegase a su tribu, manteniéndola así a salvo de la civilización blanca, y también a un escritor que se complacía en esa vieja superstición adolescente de que la zafiedad es un síntoma de talento. Esa noche, al acompañarme hasta el taxi y despedirse con un apretón de manos más cálido que de costumbre, me pareció que Dimas lamentaba ese error de anfitrión pero no lo puedo asegurar. ¿Se puede asegurar algo respecto a Dimas?

María Daniel era argelina, de madre española, pero definirla así me chirría hoy más que en otras ocasiones. Tenía un pelo lacio y brillante, de india, se enfundaba en la ropa, de toda evidencia sabía del valor de sus piernas, tan altas que al sentarse y cruzarlas tenía que inclinarlas un poco de lado, y su nariz estrecha y larga le daba una ineludible gravedad al rostro: no podía poner una cara neutral. No se pintaba los ojos, hubiese sido demasiado, pero para contrarrestar su melancolía de nacimiento perfilaba el dibujo ovalado de los labios y los pintaba con un tono gris perla, a juego con sus ojos y vestidos; el resultado era una sensualidad delicada y trágica.

Ya habíamos coincidido en varias cenas y yo no sabía qué hacer para acercarme a ella. Me intimidaba. Lo resolvió el azar, disfrazado de compañía madrileña de taxis, que una noche de sábado lluviosa y prenavideña se negó a venir: no había coches disponibles, dijeron.

Y así me vi yo, de pronto, subido a una camioneta enorme que a María Daniel le quedaba grande: incluso ella tenía que estirar las piernas para llegar a los pedales, y la falda, de paso, se le alejaba casi un palmo de la rodilla.

– No sabía que me ibas a llevar en avión, le dije.

Ella se dio cuenta del paso de mis ojos por sus piernas pero no se dio por enterada.

– No es un avión; es un camión de reparto.

– ¿Y qué repartes?

– Niños.

Tuve suerte pues de que al día siguiente fuese domingo y ella no se viese obligada a madrugar para el colegio. Pues no me dejó en una avenida para coger cualquier taxi, como yo le había pedido, aunque quería lo contrario, y en el camino hacia mi casa aceptó detenerse a tomar una copa.

Eso casi siempre termina de una manera, y así en efecto íbamos a terminar nosotros de no ser porque…

Ya conocía yo sus labios, cuya línea y color había borrado con los míos, ya había desnudado y besado sus pechos tersos y más duros que su edad, sus pezones oscuros, ya había acariciado la parte interior de sus muslos de seda, ya había gemido ella chupando mi lengua y ya había luchado con impaciencia con mi ropa… me senté en la cama para quitarme los zapatos, ella se levantó para quitarse el vestido, y ese momento crucial fue también el elegido por el destino porque, para disimular la panza que me avergüenza y que me impedía desanudarme con comodidad los zapatos, no se me ocurrió otra cosa más inteligente que comentar:

– Me siento como una boa. No debí comer tanto.

– Será que te lo mereces, dijo María Daniel, y yo decidí atribuir eso desagradable que había percibido en el fondo de su tono al hecho de que quizá, al fin y al cabo, no hablaba tan bien español.

Pero un par de minutos después recordé que ella podía ser argelina pero su madre era española y hablaba el español como cualquiera de nosotros. Quizá, incluso, mejor.

Me detuve y se lo pregunté:

– Qué quieres decir…

Me miró de medio lado, un tanto extrañada. No era el mejor momento para pedir explicaciones.

– … con eso de que quizá me lo merezco.

Me miró como si no se pudiese creer lo que oía. Me había interrumpido cuando le besaba la pierna izquierda. A mitad del recorrido. Justo cuando iba por detrás de la rodilla, que es una zona minada. Eso también contribuyó: no hay que interrumpir los besos en las zonas minadas. Se terminó de dar la vuelta y me miró de frente.

– Pues está bastante claro -me dijo, y le brillaron aún más sus ojos árabes y trágicos-: te lo debes de merecer desde el momento en que Dimas te mima como si fueses su favorito. A ti te dio la langosta, y el vino libanés, y los dulces sicilianos…

Y no sé, dijo favorito con un tono que no me gustó. Yo soy mexicano y los mexicanos somos muy sentidos.

– A qué te refieres con favorito. Y qué quieres decir con eso de que … me mima.

Estuvo mal, lo sé. No debiera haber empleado esos tonos. Yo mismo me puse la cuerda. El beso detrás de la rodilla fue el último verdadero. Luego siguieron algunos besos y caricias ya contaminados, desganados, obstaculizados por algo. Llegamos a estar, ella enfrente de mí, abierta y ofreciéndose, y yo recreándome en la espera, como hacen en Japón, pero algo se interponía y sin palabras decidimos que no. Estábamos de acuerdo, no era el mejor momento.

No hablamos mucho más. María Daniel terminó vistiéndose para irse: ni siquiera se puso las medias de seda que yo había disfrutado tanto acariciando; la seda es para mí como una segunda desnudez, más febril. Busqué unos viejos cigarrillos rancios que recordaba haber visto en un cajón, y me puse a fumar, sin ganas, por primera vez en cuatro años. Alcancé a ver cierta claridad antes de cerrar las persianas sin dejar una rendija, apagar la luz y desear que para cuando me despertase ya hubiesen pasado las Navidades.

Lo he pensado -la memoria es un gran pensador-, y no sé: creo que quizá nuestro error fuese el de querer respetar el protocolo previsto y, aquella noche en que la ausencia de taxis nos subió a su camioneta, fingir que nos interesaba la ciudad. Y no nos interesaba. No tanto porque quisiésemos desnudarnos cuanto antes -que en efecto queríamos- , sino porque de algún modo estábamos encantados por la cena de Dimas.

Y es que, como he dicho, no eran tanto cenas como representaciones de una especie de teatro. Los asistentes quedaban, más que satisfechos como comensales -y eso que algunos de los platos los recordaré toda la vida-, encantados como espectadores de algo bueno. Con la caída del telón uno no quiere salir, hasta que no le queda más remedio que pactar con la realidad, inferior a lo que ha visto.

Y en efecto la ciudad en la que María Daniel y yo decidimos representar el prólogo era terrible, no por fea sino por previsible. Ambos llevábamos el suficiente tiempo en España para saber bastante bien qué estaban pensando y diciendo los clientes de los dos bares a los que fuimos, qué buscaban al elegir el sitio y la copa, qué le iban a pedir a los Reyes Magos en Navidades y a qué partido iban a votar en las siguientes elecciones. Era lo mismo en todas partes y bastaba una simple ojeada. Sin saberlo, creo que sentimos que con ese ritual barato de noche de sábado -no el amor, sino su prólogo ya escrito e hipócrita- rebajábamos la obra de la que procedíamos. A la que pertenecíamos.

Exitosa o no, que ni siquiera se medía de esa forma, al menos allí había alguien que se tomaba cada día como algo nuevo, merecedor de ser vivido, y con un entusiasmo que le terminaba echando perfume a un cerdo (o pimienta a un flan de miel): hace falta ser un optimista para llegar a imaginar esas cosas, y un entusiasta para ponerlas en práctica.

O un desesperado.

Esa y no otra era la tensión famosa, la de las trompetas entre los violines. No mucho después de la noche blanca con María Daniel, a las trompetas se unieron sin aviso oboes, trombones, clarinetes y hasta un cornetín de órdenes. De segundo consulado de México (y de Argelia, de Chile y de…), la casa de Dimas pasó a convertirse en una delegación de la ONU en Madrid. En una ocasión llegué a contabilizar siete idiomas en la mesa, intentado ponernos de acuerdo en español.

Hacía tiempo que me había dado cuenta de que la lista de invitados venía a ser otra de las combinaciones, de las mezclas de Dimas, y no menos intensa que las que realizaba con los muebles de su casa, la cocina, o la simple disposición de su mesa. Ya me invitaba menos. Nunca volví a coincidir con María Daniel, y me pregunto si llegó a saber algo, o se lo dijo una vez más su intuición, una inteligencia de artista que él llevaba al virtuosismo. En medio del caos, seguía respetando algunas de las reglas de un gran anfitrión, que en primer lugar covierte su casa en un lugar de refugio y le ahorra encuentros engorrosos a sus invitados.

La última vez que fui, recuerdo, Dimas había cubierto la gran mesa del comedor con un cristal dividido a modo de tarta en porciones irregulares, y una de las porciones no era un cristal sino un espejo. Le correspondió a una profesora norteamericana delgadita y muy bella que, vista al revés en el reflejo, no lo era tanto: le destacaban como dos pequeños cráteres los orificios de la nariz. Yo estaba sentado a su lado y, mientras me comía un revuelto de angulas con paté de Estrasburgo, me era imposible concentrarme en lo que la mujer me decía -sonaba a la irritación de un catarro-, ni tampoco en la escandalosa injusticia de que a ella le hubiesen servido una sopa de pobre: pan, huevo y cebolla, y por si eso no bastase, ajo. Si Dimas quería crear agravios, con ella se había equivocado: no sólo creo que sería capaz de vomitar si le hiciesen comerse una angula pequeñita, sino que los agravios ya los traía de su casa.

A mí, sentado a su lado, lo que me impedía concentrarme, incluso en mis angulas con paté de Estrasburgo (algo que ya se sale de la palabra paté, habría que inventarle otra), eran los orificios de su nariz. Situados en la base de una línea tan estrecha que de toda evidencia sólo podía entrarle el aire delgado de Nueva Inglaterra, y esta línea en el medio de unos ojos azul verdad y una cara tan blanca que parecía maquillaje, los orificios se veían sin embargo oscuros, estrechos, pecaminosos, y su simple visión esquinada sobre el espejo me perturbaba más que cuando me metía bajo la mesa de la plancha para verle las piernas y el abismo a las muchachas de casa.

Sólo con el tiempo he comprendido que cortar en porciones de pastel el cristal de la mesa del comedor, como políticos repartiéndose una antigua colonia, no tenía más objeto que poder renovar con facilidad los individuales, por así llamarlos, que situados bajo el cristal componían el mantel de cada cena: y a mí, esa última vez, me tocaron planos de ciudades, y planos de toda evidencia sobados, con anotaciones y rutas marcadas a bolígrafo y lápiz, con los dobleces blancos después de haber sido llevados tiempo en un bolsillo.

Muchas veces me he preguntado si era un signo, un presagio, una senda, algo. Sólo a base de recordarlas me he dado cuenta de que si en las cenas de Dimas siempre terminaba por subir la tensión era, primero, porque las personas normales no resistíamos esa búsqueda por mapas y ciudades, sin pausa: ahora sé que hace falta estar entrenado para soportarla.

Eso sucedió en la última cena: sublevada quizá por la manifiesta injusticia en la distribución de la comida -no conmigo, como ya he dicho, sino con un escritor a quien habían adjudicado un plato de exquisitos espárragos verdes ensartados en alcachofas y con una salsa blanca de apio-, la profesora norteamericana le arrojó su té turco de manzana. La cara blanca se le había puesto roja y le latía una venilla en la frente. «Por quién me ha tomado», le preguntó al escritor (que la miraba con la sonrisa fija), y hasta el día de hoy, cuando me aburro, imagino respuestas posibles.

Pero creo que su agravio no era por nada que le hubiesen dicho, por mucho que lo pareciera. Creo que en realidad envidiaba, deseaba esos espárragos que le habían caído al escritor, de cuya inevitable hambre, por otra parte, me alegré: era un pedante insufrible. Por lo demás, ese no era por entonces más que uno de los juegos más inocentes, pues Dimas había llegado en su fiebre mezcladora a extremos difíciles de concebir: sofás que se convertían en bibliotecas, televisores que emitían en cámara lenta de tal manera que las películas de acción parecían ballets, floreros de lápices extraños, alfombras kurdas bajtiari que en la combinación de texturas contaban auténticas novelas, juegos de luces que provocaban atmósferas inéditas en el teatro…

¿Y el jardín? Aunque sólo lo vi de noche, se podía alcanzar a percibir que en un nuevo salto de su pasión, en un patio no muy grande de baldosas y con macetas de raras formas y pintadas, Dimas conseguía transformaciones inéditas, apenas entrevistas a la luz de una vieja farola de la calle. Sin olvidar las comidas. Agotados ya sus talentos culinarios, Dimas, como en el fin de una época, no se dedicaba ya tanto a cocinar y a combinar sino a provocar a sus invitados: a unos mucho y a otros poco. A unos viandas muy ricas y a otros… nada. A unos, platos laboriosos que había que conquistar, como alcachofas con el corazón cambiado, o mejillones rellenos de carne, y a otros, la obligación de comer primero el dulce y en último lugar la sopa, después del café: como se ve, la combinatoria neurótica de un emperador romano a punto de ser degollado. E igual que los siervos de Perón, de Calígula, la gente le reía las gracias pero sólo de dientes para afuera. Y no tanto por la obligación de tomarse la sopa después de los dulces y el café sino por la injusticia: comer lentejas mientras nuestros vecinos paladean trufas francesas… Lo llevaban fatal.

Creo que la tensión de las cenas se debía a que nos provocaba de forma sistemática como única forma de avanzar en su viaje particular. Cosmopolitas, elegantes, intelectuales, canallas, viajeros… no éramos otra cosa que los actores de su obra de teatro, y ésta era el teatro de siempre, el de la búsqueda. No existe otro.

Así que no me extraña que ni siquiera se despidiese.

Fragmento de El intérprete de La Paz 

Coincidí con una mosca en un avión transocéanico y, como es natural, viéndola golpearse inútilmente contra la ventanilla que daba sobre el cosmos, me preocupó qué pasaría con ella a la llegada, si sería capaz de adaptarse o no al nuevo mundo. Al fin de cuentas por eso se producen los regresos: porque los viajeros no se adaptan y porque les agarra la nostalgia cuando menos la esperan. Pero dos días después la vi bajo el reluciente cielo de La Paz en el frío y seco verano de Los Andes -era ella, la mosca de mi avión, imposible no reconocerla-, y me tranquilizó comprobar que, pese a que mantenía la típica actitud de primermundista perdonavidas, se había adaptado bien, sin problemas, y ni siquiera le afectaba el soroche o mareo de las alturas. Y me pregunté por qué no es siempre así. Por qué no aprendemos de las moscas. Por qué los europeos entienden tan mal América y por qué los americanos…

Lo digo, sobre todo, por Esteban y Adriana. ¡Qué historia si…!

Y lo peor es que la historia, esa historia, también depende de mi. Sobre todo depende de mi. Si yo me retiro, si por alguna razón me retiran de La Luna (el proyecto de presa ecológica más alto del mundo y de ahí su nombre), con toda probabilidad su amor tropezaría en los malentendidos y se rompería las narices. ¿Y puedo yo asumir tal responsabilidad? No, no puedo. Que una historia no se desarrolle por culpa, no de los protagonistas, sino del narrador, del intérprete, es algo para lo que no debe de haber perdón en el cielo de los cuentistas. (¿Cuentistas? ¿historiadores? ¿traductores?) Seguro que es un pecado peor que si al final los personajes resultan unos cobardes.

Porque en eso me he convertido: en un intérprete. Soy ingeniero hidráulico de profesión pero de esos hay muchos en España, en tanto que mi trabajo de traductor entre Esteban y Adriana… me temo que ese sólo lo puedo hacer yo. La razón es simple: veterano de la travesía del Atlántico, he terminado por ser una de las pocas personas a través de las cuales Esteban y Adriana se pueden comunicar. Soy, por así decir, su guiño de ojo, su cita del viernes, su pista de baile, su atardecer, su asiento trasero, su carta enfebrecida en las ausencias. No hay más. Si yo me voy, fin de la historia.Sucede que Esteban me dijo un día: «No tengo derecho a no vivir esa historia. A mis años (tiene 48) es seguramente mi última oportunidad. Si no la vivo, ¿cómo me miraré al espejo dentro de diez años?» Bien, soy rehén de una extraña lealtad, y es la impávida certeza de que tampoco tengo derecho a no servirles de idioma. Quizá sea también mi última oportunidad de comprobar si la pasión existe.

Mi amigo Esteban es un andaluz de Córdoba con la cara que tenían los conquistadores extremeños según los libros de Historia: barba negra, piel muy blanca, de santo, y ojos verdes, de guerrero. Y como buen andaluz Esteban venera el agua igual que un castor. Por eso hace presas.

Por eso y los viajes. Le gusta mucho viajar, lo que unido a sus penas de amor, motivó que fuese el primero en aceptar el desafío de construir una presa ecológica cerca de Potosí, a 5000 metros de altura y 1000 por encima del lago Titicaca (el más alto del mundo), para robarle el agua perfecta de hace millones de años a las nieves eternas de Los Andes. Mientras nosotros les robamos el agua, las cimas nos escatiman a nosotros el aire.

Ninguno de los ingenieros de nuestra empresa aceptaba: no sólo por la demasiada altura, que en efecto ha causado ya dos infartos, sino porque por esos días se anunciaban además levantamientos indígenas liderados por El Malku, y parecía que iban a cuajar en la venganza inca pendiente desde que Pizarro asesinó a traición al Inca Atahualpa. «Fuera los khara’s», decía El Malku. «Cuando yo llegue al Palacio Quemado echaré a los blancos de este país». Y entre los blancos incluía a todo el que no fuese puro aymará. Y ese verbo racial y nacionalista asustaba a los españoles, con el tradicional despiste en cuestiones indígenas que dura ya quinientos años. «Los españoles no han terminado de comprender que la Conquista ya terminó», decía El Malku. «Que vengan: a nosotros ya no nos impresionan ni las barbas, ni los caballos, ni el trueno de los arcabuces».

De modo que todo tiene su importancia: si Esteban pudo venir a La Paz fue porque nadie quería, en ese momento esquinado de la Historia, y si se encontró a Adriana en el momento exacto fue porque venía huyendo de una pena de amor.

Supongo que nadie discutirá que una pena de amor, la pena de amor, incluso, bien puede ser un matrimonio encallado en la infinita tarde de domingo del aburrimiento: La invisibilidad, el silencio drogado con televisor, el sexo obligatorio y de fórmula, la resignación sin fin para burlar el pánico a la soledad…

Bien, esa era la situación de Esteban, y no le traiciono: es la de tantos… Y el hecho de que Maribel, su mujer (labios todavía vivos, pechos que le han ido creciendo pero manteniendo la línea, mirada de comprensiva inteligencia…), el hecho de que a los 45 haya alcanzado la plenitud -esa sensual sabiduría de las mujeres que no se gastan aplazando su edad sino que la viven-, no niega sino que añade más misterio a lo que digo: por qué el matrimonio transforma a seres atractivos en una especie de mesa camilla.

Si van separados, las mujeres se vuelven a mirar a Esteban con disimulo y los hombres todavía nos imaginamos a Maribel en según qué situaciones. Yo en particular, lo reconozco, pues la vida me ha ido demostrando que la experiencia, el deseo tranquilo o la ternura, como quieran llamarlo, pueden devolverle a una mujer en la cama la belleza, y con intereses, que el tiempo le ha ido robando. Al lado de esa mujer sin prisa, la sirenita de 20 años es exactamente eso: una niña.

En cambio, cuando van juntos Esteban y Maribel proponen esa exhausta postal del matrimonio que se ha consumido, como el misticismo en la religión, en rituales que no eran sino plantillas, máscaras… del amor o de lo que sea que hace que nos atemos unos a otros.

No es difícil comprender que Esteban se encontrase a Adriana, en La Paz, y un día más tarde se desnudase frente a ella sin complejos para descubrir un nuevo mundo. No es retórica: Español al fin (en contra de lo que se cree, en España nos contamos muy poco estas cosas), Esteban sólo aludía a todo ello, más tarde. Le rebosaba las palabras. «No sabes lo que es…», decía, y la mirada verde se le ponía ciega. «No te lo puedo explicar…” y parecía que evocaba oasis de miel y estrellas y cometas persiguiéndose en la silenciosa noche del desierto.

Pero no hacía falta explicar. Cuando semanas después viajé a La Paz y busqué a Adriana para entregarle un regalo de Esteban, confirmé a qué se refería: A sus manos aéreas, que a todas luces no habían conocido los fregaderos. En el extremo de dedos no largos, aunque lo parecían, las uñas color zapote (una variedad de rosa que sólo se ve en América) hacían juego con sus labios. Y éstos, con aliento a hierbabuena, parecían simplemente más. Más prometedores, más generosos y sensibles al beso, más inocentes también. Quiero decir que sonreían con mayor generosidad. La sonrisa, por lo demás, empezaba dentro de los ojos y le cambiaba la cara. Cuando recibió el regalo de Esteban se le iluminó de tal modo que me sentí culpable: igual creía que era un diamante, o una promesa secreta, o unos pasajes a Pekín. Pero no: cuando sus dedos de mujer encontraron al fin, no un tesoro sino un disco con banales canciones de amor, su resplandor se mantuvo. Comprendí entonces lo que quería decir Esteban con sus puntos suspensivos.

– Ya no hay mujeres así…

– A qué te refieres… me hacía yo el bobo.

– Pues así…

Era incapaz de precisar. Pero yo, hijo de español y colombiana, sabía de qué estaba hablando: esa capacidad que tienen las mujeres de allí para hablar sin palabras, hasta el extremo de convertir el silencio en un idioma y lo no dicho en un poema… o al menos sugerirlo.

El encuentro entre Esteban y Adriana se produjo a los 4.000 metros de altura de La Paz, allí donde los seres humanos recortamos el aire y se ve más. No es extraño que a Esteban ella le pareciera un ser de otro mundo y al tiempo un cuerpo más… cuerpo. Era en el jardín de unos amigos, bajo el atardecer de los Andes centrales, que no se sabe si es rosa o azul, o ambos al tiempo.

Según me dijo, después a él le pareció imposible que ese estómago liso de jovencita ya hubiese tenido dos hijos, y sintió una urgencia extravagante: hacerle otro. Y eso, para alguien que ya tiene un hijo medio abogado debiera haberle servido de alarma. Pero no fue así, claro. Nunca lo es, cuando está escrito lo que está escrito: aunque sólo se conocieron durante una cena, cuando se levantaron ya eran amantes.

Quizá lo eran, precisamente -amantes- porque la cena fue compartida… entre otros por el marido.

Bueno, ¿acaso se habrían conocido de no ser por el marido? Es a menudo el caso. Él era uno de los ingenieros bolivianos y cumplía con el triste destino de dar vida a una caricatura feminista: no tenía pelo en pecho porque era mestizo pero era ese tipo de hombre, y su voz estaba rayada por el tabaco y el aguardiente que alardeaba de beber con los obreros. Sabía de su poder sobre las mujeres –eso es siempre un misterio para los otros hombres–, y por eso, aunque debía de tener los celos temibles, ni se imaginó que su mujer pudiese estar pensando en otro hombre mientras se sentaban todos a la misma mesa.

En un extremo, para ser exactos. Eran cinco parejas enfrentadas en una mesa larga, y eso hizo que Esteban y Adriana, pese a la multitud, consiguieran cenar con una intimidad que sólo dan las mesas-taburete en los restaurantes enanos de París. Se rozaron las manos y luego las rodillas, a propósito aunque disimulando. Él le vio a ella la blusa entreabierta y quiso deslizar los dedos y acariciarle un pecho cubierto con un sujetador tan delicado que parecía otra piel, y sentir en la palma de la mano cómo se despertaba. Ella percibió la sombra de su barba y deseó que le acariciara los pechos y el vientre con ella. Él le olió a ella el perfume, que no pedía perdón por su delicadeza. Al imaginar ella cómo olería él, desnudo, tuvo que cruzar la piernas. Cuando se levantaron de la mesa fue ya para citarse.

Temprano por la mañana ella le buscó en su hotel y se abrazó a él, sin hablar. Él la sentó en un sillón, se arrodilló y se metió entre sus piernas. Se apretó. Pero no era sexo sino pudor. Porque cuando ya se habían reconocido los labios, las cinturas y hasta la parte interior de los muslos, una zona difícil de resistir, una vez que él le había acariciado las piernas desde las plantas de los pies hasta la ingle y ella, abierta y húmeda, esperaba que él la levantase en vilo y la penetrase sin ni siquiera terminar de depositarla en la cama y desnudarla, él le dijo, como un colegial:

– No quiero. Así, no quiero.

Ella le miró estupefacta. No entendía.

– No quiero una sola vez… intentó explicar él.

– Bueno -sonrió ella, inocente pero sabia-: depende de ti.

– No me refiero a eso, se exasperó Esteban con dramatismo hispano: No quiero esta sola vez, como si fuese un lío cualquiera…

Y por la cara un poco de susto que puso, Esteban comprendió que ella no entendía nada.

Me lo imagino: «¿Lío?», pensaría ella. «¿De qué está hablando?»

Y ahí, donde en otras historias comienza la felicidad, comenzaron en esta los problemas. Y aunque yo aún terminaba una presa en Turquía, ya me encontraba ahí en La Paz, entre ellos.

– No debieras de haberle dicho lío -le dije a Esteban al regreso de mi primer viaje a La Paz-. Las latinoamericanas como Adriana no viven líos. Viven amores.

Y además cada vez creen que es el definitivo. Así lo había entendido al ver a Adriana por primera vez. Nos citamos en un silencioso restaurante con chimenea, desértico a causa del frío y de la eterna crisis económica, que es la otra forma de llamar a la pobreza, y cuando le entregué su disco con las canciones de amor, casi visibles de lo cursis que eran, comprendí que no era el fuego de la chimenea lo que le brillaba en los ojos.

– ¿Cómo está?, preguntó como si Esteban en persona hubiese compuesto esas canciones para ella. Confirmado: En realidad no quería saber si estaba bien o mal, si se había ganado la lotería o lo habían matado en una guerra. Lo que quería saber era si la pensaba (así decía), si me hablaba de ella y cómo, si Esteban la llevaba en el bolsillo del corazón y si se dormía arrullado en su recuerdo… También me preguntó si su casa tenía jardín y con qué flores, de qué color eran los muebles, si le perseguían las mujeres…

Sólo en mi segundo viaje me atreví a preguntarle: «¿Y qué piensas hacer?». Porque es que a esas alturas Esteban ya había puesto en venta su convertible y estaba mirando pisos que quedaran a su alcance con lo que le dejaran tras la pensión de divorcio.

-¿Hacer?, me miró Adriana, borrosamente. Y se ruborizó. Y como si hacer fuese tabú, preguntó: «¿Cuándo viene Esteban?». Sólo entonces comprendí, y fue lo que quise hacerle ver a Esteban, al volver y encontrármelo desconcertado con los correos electrónicos de Adriana: como si fuese una adolescente y no una madre de dos niños, los mensajes de Adriana hablaban de futuro, sí, pero no el de dos adultos que eligen un destino, sino el de una muchacha que quisiera vivir en un poema.

No es el hombre el que perdió la costilla: soy yo. Me duele en el costado como si te la hubieses llevado. Tráemela de vuelta. ¡Ya!

Aunque creo que poco hay más misterioso que una pareja, vi a Esteban ya tan estupefacto que no me quedó más remedio que explicarle:

– No creas que en América hablan otro español, como se suele decir. Es que el idioma tiene un peso distinto. Y compromete a la realidad de otra forma.

Esteban no me hizo caso, claro, ni tampoco Adriana, cuando en dos o tres viajes más intenté explicarle que en España le espera otro cuento que el que se ha creado entrecerrando las pestañas: en España no hay tanto espacio, ni tiempo, ni silencio para escribir poesía, como en La Paz. Hay otras cosas, como museos y conciertos, pero no eso. No me parece que me siga mucho. A lo mejor es que yo también hablo otro idioma.

Así les va: desde lejos no hacen más que arrojarse mensajes que entienden a medias y que les crean la insaciable necesidad de confirmarse, prometerse juramentos que hagan el amor indestructible. Y cuando Esteban viaja, forzando a veces los ritmos del trabajo, entonces crujen los muelles y los gemidos crecen a gritos. Después de que por dos veces subieran de la recepción a preguntar si pasaba algo, tuvieron que agenciarse el piso de un amigo para que toda La Paz y de paso el marido no supieran que había llegado Esteban. Aún así ella tiene que fingirse indispuesta durante varios días para que su marido no detecte que en el centro mismo de su hacienda se producen batallas y hay hasta sangre. Y cada noche Esteban tiene que obligarla a regresar a casa para no delatarse, y convencerla para que no se meta de clandestina en su mismo avión.

–-Hay que esperar.

– ¡A qué!, se exaspera ella.

– A hacer las cosas bien, explica él: decidir el momento de decirlo, elegir continente, buscar con qué vivir…

Y la conciencia. Porque por muy enamorado que esté, a Esteban le remuerde Maribel, a la que va a dejar tirada a los 45 años, que para una mujer es como el destierro a la soledad.

– Daría cualquier cosa porque tuviera un amante, me dijo un día.

No sé si cobrársela. Esa cualquier cosa, digo. Mi franqueza española me lo exige pero mi sangre mestiza me hace vacilar: ¿Para qué? Por mucho que diga, le va a molestar que su mujer se haya ido, y justo conmigo, el intérprete. No es amor, es… como si fuese un incesto. ¿Para qué hacer sangre inútil? Me pregunto si eso entraba o no en mis tareas de mensajero. Pero es que a mí me gustan todas pero me matan las españolas. Te dicen te quiero de frente y se desnudan sin apartar la mirada.

Foto: Ángel Colina. El Mundo

Fragmento de 16 abuelos vascos

Al señor a mi izquierda se le comenzó a escuchar de pronto un suave borboteo que no debía molestar, pero molestaba. Un como zumbido que en un dormitorio crecería en la noche hasta convertirse en el mugido de un búfalo. Y aunque no estábamos en un dormitorio sino en el magnífico comedor de mi amiga Edurne, con despejados ventanales frente a la ría y el puente Colgante, imagen de Bilbao y hasta de toda su comarca, con una tibia luna meciéndose en el agua y un millón de lucecitas admirándonos desde enfrente, la molestia terminó por interponerse entre mi paladar y el jugoso salmón preparado por Edurne, que me produjo una agriera antes de tiempo. Fascinado con la interferencia, ya un zumbido, no creo que siquiera me diese cuenta. El salmón pasó sin gloria por mí, como un salmón desconocido.

Claro que, igual que ocurre con los soldados desconocidos a los que luego se hacen monumentos y se promete “Nunca más”, se veía venir. ¿Acaso todos mis compañeros de viaje no se levantaron como un solo hombre, igual que siempre, cuando el avión aún no se había detenido? Parecía que así querían darle prisa al avión en su lento rodar hacia la parada de taxis. ¿Y acaso todos esos enchaquetados de azul no sacaron móviles nada más bajar para, con una sola mano, avisarles a sus mujeres igual que se hace en los aeropuertos de Barcelona o Sevilla? Yastoyaquícariño, llegarénmediahora (aviso que conjura sorpresas y posibles infartos). Nada bueno podía salir de un ritual tan sobado.

Edurne había preparado una ensalada de berros, espinacas y canónigos hermanados por un fragante limón americano, unas patatas llenas de cositas desconocidas y deliciosas y, además del salmón que podía andar medio crudo igual que una ninfa medio desnuda, un vino blanco primo de la ninfa, chispeante y alegre. Precisamente lo había traído el señor de mi diagonal izquierda, que para cuando llegamos a la mesa ya había contado unos cuantos polvorientos chistes sobre bilbainos y donostiarras (donostiarras son los de San Sebastián, la ciudad vecina), y eso que nada más llegar yo, Edurne había dicho:

– Por favor, no iremos a contar chistes de bilbainos y donostiarras, ¿verdad?

Le di las gracias en silencio. Es cierto que en su día conocí creo que bien los chistes de bilbainos y donostiarras, pero esa noche me parecía que había sido en otra vida, aunque en un tiempo, estoy seguro, en que ya los señores de chaqueta azul se levantaban antes de que el avión se detuviera para empujarlo hasta la parada de taxis. Entonces, esto es cierto, no había teléfonos móviles y por eso morían infartados muchos más chaquetas azules a los pocos minutos de llegar a sus casas.

Pero no hubo forma: El señor situado a mi izquierda –llamémosle Joserra– insistía en contar chistes. Contó el del bilbaino que en un bar de San Sebastián le pregunta a otro: «¿Les decimos que somos de Bilbao?», y el otro le contesta: «No: que se jodan». Y en el mismo impulso contó lo de que piden agua de Bilbao, y el camarero de San Sebastián no entiende, y entonces le dicen: «¡Champán, hombre, champán!». E inevitablemente otro invitado contó que cuando llega la hora y preguntan cuánto se debe, el camarero les responde: «Nada: aquí el agua de Bilbao es gratis».

Todo el mundo rió en cada uno de los chistes, como en una especie de puntuación de fiesta, pero no con el entusiasmo de la primera vez, sino con la costumbre de la tercera, o cuarta, o vete a saber. En cuanto a mí, una risita cortés me provocó un regüeldo que en esta ocasión me sabía a espinacas.

Y es que de algún modo intuía que iba a pasar todo esto: ¿Acaso al llegar al hotel no había comprobado que en la RAI seguía el mismo programa que ya había visto hacía dos semanas en Tel Aviv? El conserje me había entregado mi llave después de yo decirle la misma frase que digo en todos los hoteles (un día voy a decir otra, a ver qué pasa), y con el botones recité el diálogo que tengo con sus colegas y le di la misma propina.

Es cierto que con el taxista había intentado hablar de otra cosa, pero tan pronto me salí del tiempo, el tráfico y el fútbol, me miró de lado por el espejo y se calló.

En el programa de la RAI entrevistaban a una muchacha colombiana (conozco bien el acento) sólo, o eso parecía, porque quería ser italiana. Comprobé la tendencia a la mañana siguiente casi por casualidad, como suele suceder con las grandes revelaciones de la ciencia[1]: en el desayuno me senté cerca de tres mujeres guapas que, pese a su uniforme de ejecutivas (lo de las chaquetas azules pero en mujer), no podían disimular su condición de latinas, en este caso italianas. De pronto sonó un teléfono móvil y una de esas mujeres que parecía que iban a reventar el uniforme se levantó y apartó un poco y, como si no quisiera que la escucharan, habló en español. Un español suave, latinoamericano. Habló poco, en voz baja, y luego se dio la vuelta y saludó en italiano cordial a una recién llegada que la había llamado Isabella. (Pero yo ya había visto que bajo su disfraz se llamaba Isabel).

Para la noche habría olvidado el incidente de no ser porque en cierto momento me pareció ver que el hombre de mi izquierda, Joserra, había dejado entrever algo raro bajo la manga de su elegante terno azul marino de bilbaino invitado a cenar.

Mientras se enfriaba la cena, la conversación se había calentado. Ya no saboreábamos el salmón, ni el vino, ni veíamos la luna ni las lucecitas, y cada uno se escuchaba a sí mismo y veía a los demás lejos y les oía como en voz baja. Y todo porque si los bilbainos son más chulos que los donostiarras, o si los donostiarras más señoritos, y si el club de fútbol de Bilbao está sólo formado por muchachos del país con pureza de sangre acreditada, y así con todo el guión hasta que Joserra sacó aquello de que él no tenía los 16 apellidos de los vascos puros, dieciséis abuelos puestos uno detrás de otro, pero podía garantizar que no tenía sangre árabe ni judía, y decía: «Lo cual no es mejor ni peor, simplemente ES».

Me invadió, como supongo que a todos, una oleada de compasión: no tener sangre árabe ni judía en España no es sólo muy difícil sino que, según enseñan los casos conocidos, puede derivar en graves minusvalías. No otra cosa, ese riesgo de peligro, es lo que había estado palpando yo en el aire desde mi llegada.

Y en efecto: Joserra dijo lo de «…simplemente ES», y subrayó ES con golpes de los nudillos de la derecha en la mesa de un modo que hacía mucho no veía: desde que, en un tiempo que yo creía otra época histórica, pero no, las mujeres se lavaban el pelo con vinagre y las maletas iban amarradas con cuerdas. Y al dar con los nudillos en la mesa se le vio una cosa rara que contrastaba con el traje azul marino pero sobre todo con el reloj Hermit-Gaulois de medio millón como mínimo de los que en una cena anterior nos había estado hablando Ollana, la chica que en una diagonal más cerrada se sentaba entre Joserra y yo: justo a mi izquierda. Ollana trabaja en una relojería para millonarios que parece no un comercio sino una película. Manteniendo los obsequiosos modales necesarios a su trabajo, y tal vez por ver cómo trataban a un reloj de su marca preferida que para ella era como el actor del que estaba enamorada en secreto, Ollana se removía un poco inquieta, igual que una yegua que ha sospechado algo tras un matorral pero todavía no está segura.

Y aunque ellas no lo sepan, las yeguas no se equivocan nunca: creo que excitado por mi compasión ante su carencia de sangre judeo-árabe, Joserra golpeó varias veces con los nudillos el inmaculado mantel de lino de Edurne (de la madre de Edurne), sin darse cuenta no sólo de que estaba derramando el vino sino de que eso raro que llevaba bajo la manga se le asomaba un poco más en cada nudillazo.

Lo que al principio parecía una verruga luego creció hasta convertirse en costra, una costra con pelos que se podían contar y que no parecían surgir de la costra sino atravesarla. Empezaba justo antes del reloj Hermit-Gaulois. Aunque frenado por el puño de la camisa, abotonado con un diamante en forma de pelota de golf (lo que ayudó mucho al contraste), un nudillazo hizo saltar el gemelo y se vio que la costra era una gran mancha que se perdía en la manga del traje azul.

Hipnotizados por la conversión de la verruga en costra y luego en mancha, el salto del gemelo me desensimismó y noté que algo me tocaba la rodilla. Era algo palpitante y cálido, y sólo cuando metí la mano bajo el mantel de Edurne (un vasto mantel de lino con servilletas tan bien planchadas que parecían de cartón), sólo cuando metí la mano me di cuenta de que era la rodilla de Ollana que, como una yegua con querencia de establo, había ido a encajarse en el ángulo de la mía. Puede que se hubiera ido a refugiar allí huyendo de lo que había intuido en el arbusto. Eso no impidió que mi mano se quedase, olvidada ya del brazo con la mancha, e incluso remontara un poco por el muslo, impulsada por el tacto de la media contra la carne tibia: esa combinación, sobre todo en la parte interior, inocente y blanca del muslo, produce algo indetenible.

Lo detuvo sin embargo la visión de algo en el ojo de Joserra, a quienes ambos seguíamos mirando sin ponerle atención. Una cosa roja que le nacía en el lagrimal nos hizo al fin escucharle (quizá estaba explicando lo que le ocurría) y sólo entonces nos dimos cuenta de que, mientras seguía golpeando con los nudillos contra la mesa en una especie de puntuación contundente, la interferencia, el zumbido del comienzo se había puesto fatal y ya apenas se entendía lo que quería decir. Bueno, no es que cuando lo de los 16 apellidos y lo de la sangre judeoárabe fuese muy claro, por culpa de un verbo escupido y de los golpecitos violentos contra la mesa, pero es que ahora una especie de estertor le oscurecía mucho las palabras.

Que pronto, a medida que se le rompían los gemelos, los botones y hasta las costuras del traje, se convirtieron claramente en una especie de gruñido, de gemido, de rugido, una especie de rugrugeñido que no nos sonaba de nada y esa fue nuestra perdición: no habíamos terminado el postre cuando este sujeto que seguiremos llamando Joserra para entendernos se nos comió.

A mí me guardó para el final, supongo que para hacerme pagar lo de mi compasión ante su falta de sangre mestiza. Y no puedo contar los detalles, más que por pudor, porque no hubo detalles: de pronto estábamos sentados en la mesa de Edurne, con la luna murmurando en la ría y un millón de ventanitas mirándonos desde enfrente, y de pronto ya estábamos en esta caverna oscura y muy húmeda y resbalosa en la que escribo mi testimonio, por si alguien termina por leerlo, aunque no sé cómo, y sirve de algo.

Él duerme: le oímos y hasta lo sentimos en las paredes.

Ollana se aprieta contra mí, y también Edurne (no sé si por efecto de la respiración), pero yo qué puedo hacer. No puedo hacer nada.

 


[1] La manzana de Newton, la bañera de Arquímedes, la ventana de Gayán de Gádor, etc.

Fragmento de La filipina de Upper Prince Albert y otros cuentos chinos

*Había una señora en Hong Kong, en la época en que yo estuve, que invitaba a su casa a amigos occidentales para que viajaran por China y luego se la contaran.

* Se puso de moda un juego (entre los ricos), que consistía en reconocer el aeropuerto cualquiera del mundo en el que habían sido previamente soltados. Al principio había que reconocerlo con precisión: el país, la ciudad… Luego el juego se fue haciendo tan difícil que bastaba con decir el continente en que se encontraba.

* … y manos. Ah! las manos de Rebeca. Delgadas, frías, según noté cuando le di la mía, hechas para tocar el laúd (como mínimo).

Con Rebeca (Zhiling en chino) aprendí a comer con palillos. Ella los manejaba tan bien y con tanta delicadeza que nada más verla quise ser palillo y llevarle cosas y besos a los labios, incluso corriendo el riesgo de un mordisco. Por otra parte… qué delicia ser mordido por los dientes de Rebeca…

También quería ser cacharrito chino. Comíamos unos cacharritos chinos, con arroz blanco, en un restaurante vegetariano de la zona de Wan Chai. Una verdadera exquisitez. Te volvías vegetariano.

Y cómo hablaba: Rebeca dejaba de comer arroz con el bol pegado a la boca (los chinos empujan el arroz, los japoneses eligen los granitos uno a uno), y hablaba un correctísimo inglés con un suave acento chino. Cantonés. Un poco nasal y con esas vocales medias, a caballo entre la a y la que parecen casi canto. Un idioma increíble y cada vez más idioma. Quiero decir que cuanto más lo oigo más me parece que con ese idioma se puede decir mucho.

Zhiling decía mucho. Suavemente, con los ojos semiocultos como al fondo de una habitación en semi penumbra, con la boca de labios ligeramente gruesos y que era inevitable imaginar desnudos, con la nariz delgada pero viva, con las manos… Zhiling decía…

* Todas las noches, desde el atardecer, una mujer filipina se instalaba en una esquina discreta de Upper Prince Albert y miraba con fijeza una ventana. Llamaba a alguien en silencio, esperaba algo, claramente. Los domingos se unía a los cientos, miles de compatriotas que al caer de la tarde se reúnen en una especie de gigantesco galpón bajo uno de los rascacielos de Hong Kong a charlar, comer, aprenderse las cartas de casa, bailar danzas regionales, leer periódicos filipinos… Su ruido es el de un inacabable gallinero humano. Sólo que no se trata de gallinas sino de mujeres solas: como tras una extraña hecatombe, no hay hombres.

¿La espera de la mujer en Upper Prince Albert tenía que ver con esa ausencia?

Lo fácil es suponer que sí… pero puede que no.

 

* Una mujer cansada se acercó al banco de piedra que anillaba un árbol y con la mano lo palpó, comprobando si estaba frío o caliente. No le debió de gustar lo que tocaron sus dedos porque se fue. No sabría nunca que con ese gesto -yo me sentaba en el banco, una tarde de verano en Macao-, se convirtió en la imagen misma de la vulnerabilidad del ser humano: eso que lo emparenta con los perros que vagan por las carreteras, sin comprender la idea misma de abandono, las mariposas cuando aún son capullo, los profesores a quienes se les va la memoria, o una mujer bella cuando descubre su primera arruga.

 

* Se hacía el extranjero, el extranjero recién llegado, sólo para poder disfrutar del espectáculo siempre renovado de las camareras de los restaurantes inclinadas sobre los mapas que les mostraba en busca de ayuda sobre la mejor ruta a tomar. Y para disfrutar de su curiosidad al acercarse a un extranjero barbado, su buena voluntad, su tibia cercanía, sus alientos inocentes, sus sofocadas risas de niñas aunque ya eran casi mujeres, su piel, sí, de porcelana.

Lo que no sabía es que las muchachas se hacían las despistadas, y hacían que discutían las alternativas entre sí como generales de alto estado mayor, para disfrutar del espectáculo, más bien escaso por aquellos años, del extranjero barbado y oloroso a soledad, perdido en Cantón. Sus ojos redondos, su voz baja y musical, sus manos, su desamparo y el arrobo con que las miraba como si fuesen las últimas mujeres sobre la tierra.

 

* Un amanecer, los escorpiones, perros, anguilas, gatos, tortugas y gamos de ojos asustados que vendían para comer en el mercado de Gouang Zhou decidieron reivindicar la isla de Shamian para China y echar a los extranjeros que venían a mirarles, señalarles con el dedo y fotografiarles con indignación por no ser como los pollos y filetes de ternera que se venden en los supermercados de Europa y Estados Unidos.

Muchos años antes, cuando la época colonial, a comienzos del siglo XX, una manifestación por idénticos motivos terminó con unos 400 muertos. En esta ocasión, humanos.

De modo que esta vez emplearon la astucia. Al alba cruzaron el puente que separa el legendario mercado de Guang Zhou de la isla de Shamian. Por las innumerables películas-basura con que les habían estado bombardeando por televisión, sabían que los humanos no soportan a las anguilas, serpientes y escorpiones, e incluso a según qué perros y qué gatos en según qué situaciones.

 

* Sucede que al parque de atracciones del Jardín de las Siete Estrellas de Guilín llega una vez un niño.

Son las dos de la tarde del 25 de agosto de 1998. (Yo estaba ahí, y lo ví).

En vista de lo cual, alguien pone en marcha un tren bicicleta de cuatro vagones conducidos, respectivamente, por dos monos y dos osos panda un poco despintados que, pese al calor vertical, pedalean sincronizadamente.

En el tobogán que cae sobre un mar de bolas de colores, una mujer aparece desde detrás de un abanico que le hacía de sombrilla y sonríe. Luego vuelve a desaparecer. El tobogán sigue inmóvil. Las bolas también.

Una mujer –otra– aparece corriendo desde alguna siesta para poner en marcha los autos de choque. Un auto de choque pacífico y algo cojo que apenas puede chocar ya contra nada. Luego se detiene. La mujer se retira cantando una melodía china hacia la sombra en la que mira el tiempo que pasa.

En algún sitio se oye el gemido de un columpio. Un columpio lento.

Una tercera mujer con pantalón blanco y chaqueta amarilla de seda entallada de las que usan las chinas duerme la siesta sobre un banco. Le sobran las piernas. Se ha descalzado. Su ropa interior se le adivina. De calor crujen las chicharras.

Un avión de la guerra contra Japón se pudre resignadamente en una esquina, cerca de dos bragas, rosa y blanca, bajo el sol.

Una sirena envejece con orgullo en la popa de un navío que no va a ninguna parte.

Cabrían más cosas. Pero no quieren. En la periferia, medio escondidos, un par de grupitos compactos juegan concentradamente a las cartas o al mah-jong.

La mujer de los autos de choque vuelve a correr. Otro niño.

Esto se anima.

 

* Al llegar a Robinson Place 70, en Hong Kong, cruzar todos los porteros y guardias de seguridad, pasar frente a la piscina, subir al piso 27 en un ascensor de metal noble y abrir la puerta F, se encontró con una señora rubia que, en medio de un salón desnudo, ella también a medio vestir, arrodillada y besando prácticamente el suelo, desgranaba un mantra que no interrumpió. A lo lejos, abajo, se escuchaba el respetuoso rumor de la ciudad repitiendo el mantra.

 

* Todas las mañanas y todas las tardes cruzan las calles, los cielos y los ascensores de Hong Kong formales ejecutivos con el ceño particularmente fruncido por la gravedad de su misión. No son banqueros. Son héroes. Pues está escrito que llegará el día en que el último ser humano sobre la tierra tendrá reloj, máquina de fotos y teléfono móvil, el día en que tendrá incluso dos de cada, y ya no querrá más, y entonces qué.

Entonces, un jueves de agosto de un año ya decidido, entonces se abrirá un agujerito bajo un tenderete en el mercado de Woosun St. y estallará una tormenta con 3.436 relámpagos y el último será la señal para que todo Hong Kong comience a irse por el agujerito como el agua de una bañera.

(Esa es la causa de que comandos especialmente adiestrados de banqueros chinos con licencia para matar cuiden todos los días, con métodos milenarios, de que no todo el mundo pueda acceder a un teléfono móvil).

 

* Sucedió en el Hang Seng Bank, una gigantesca nave de titanio que domina un buen pedazo de Des Voeux Rd. Central: uno de los clientes que hacía (pequeña) cola para entrar en contacto con una de las eficientes profesionales que atienden a los clientes, de pronto se arrodilló.

Fue sin aviso y con gran naturalidad. Estaba en la cola (no una cola, en realidad, sino tras una línea amarilla en el suelo, de las que se utilizan para hipnotizar gallinas), y de pronto se arrodilló en actitud claramente venerante, oratoria, suavemente suplicante incluso.

En cualquier otra situación los soldados que montan guardia en las puertas con rifles capaces de parar un camión en marcha se habrían arrojado sobre el insolente y le habrían aplastado ahí mismo para que aprendiera y sirviese de lección. Que se hubiese puesto a dar gritos, por ejemplo, o consignas, o desnudado, o intentado pegar fuego al edificio (un esfuerzo inútil: el titanio no quema).

Pero algo debía de tener ese arrodillamiento de verdad, de necesario, de ineluctable incluso, porque los guardias no hicieron nada mientras una segunda clienta, y una quinta, y un sexto, séptima, duodécima, vigésimo y así se arrodillaban a su vez y rendían sumiso tributo mientras las eficaces cajeras se transformaban en sacerdotisas (para lo cual no tenían que hacer mucho pues en efecto ya tenían el cuerpo etéreo y delicado) y lo organizaban todo mientras del último piso se decidía a bajar el más grande, el esperado, el gran señor del templo.

 

* A los niños en Hong Kong se les bautiza mientras cura, padres, padrinos y niños van ascendiendo por una escalera mecánica. No importa si el nombre del chico es muy largo pues en Hong Kong sobran las escaleras mecánicas de hasta siete pisos. Luego, en una segunda parte de la ceremonia se le vuelve a bajar hasta el punto de origen.

No es difícil encontrar el profundo significado a esta ascensión y caída, misticismo y realismo de la ceremonia. En el shitai, ecléctica religión nacida de la mezcla de creencias que es H.K. , se pretende infundir en el joven la ambición de convertirse en uno de esos viejos orientales a quienes sus subordinados suplican la venia para convertirse en alfombra, pero sin olvidar mientras tanto su condición de oficinista, caminante toda su vida por los 746 kilómetros de galerías que atraviesan H.K. en todas las direcciones, en su mayor parte bordeadas por tiendas de alto diseño, relojerías de a 1.000 dólares el minuto y tiendas de vino de a 50$ el sorbo. Quién compra todo eso sigue siendo un misterio, pero alguien debe de ser porque desde luego los oficinistas no son.

En esas galerías es fácil encontrarse a grupos de escolares de los que en otros sitios visitan el zoológico o los museos. En H.K. ese tiempo precioso es utilizado para que vayan a los grandes edificios y, desde abajo, miren hacia arriba. Eso les llena de gran admiración por el género humano al tiempo que les inculca una genuina (y necesaria) humildad. No se les dice por ejemplo que cierto edificio mide tantos metros y es el segundo más alto del mundo, sino que tiene 394 veces el tamaño de un hombre. Así se explica que los chicos de Hong Kong coleccionen cromos de arquitectos como en otros sitios coleccionan futbolistas.

Y así.

 

* Estaba yo desde hacía un buen rato observando a los chinos orar, quemar incienso y mover rítmicamente unos palitos en un bote cuando ha llegado la clásica pareja de ricos blancos, mayores, pegados cada uno a una cámara de vídeo. Y con clásica insolencia se han puesto a filmar sin rubor alguno. Pero entonces ha sucedido: mientras miraba a la señora con frío odio me ha parecido que cambiaba de color. La fuerza de mi mirada, me he dicho, que tiñe lo que veo. Pero los vaivenes del turismo la han traído de vuelta hacia mí y he visto que en efecto la señora había cambiado tanto de color como de textura. Ahora -noté claramente cuando pasaba a mi lado con su cámara, su insolencia, sus cremas y camisetas-, ahora era de plástico.

 

* Llevaba un par de años en Hong Kong y había casi conseguido no saber que estaba en China. Trabajaba en un edificio neuyorkino, sus colegas se vestían como en la City, vivía en los mid-levels entre gente que parecía salida de un club de golf, y los viernes cenaba en un restaurante italiano que hacía lo posible por estar en Ibiza. Algunas noches iba a tomar unas cervezas a un pub de blancos en Wan Chai que si no eran marines debían de haberlo sido.

Una de esas noches sintió que alguien se sentaba a su lado en la barra un poco, sólo un poco más cerca de lo normal: eso los blancos lo notan de inmediato. Se giró y se encontró con unos ojos que decían lo que nadie le había dicho nunca, una piel de perla, una nariz que parecía capaz de seleccionar los olores, un cuello de escultura… la china, quizá la mujer más bella que había visto jamás. En ese bar se permitían las chinas si eran muy guapas. Ésta le sonreía, le saludaba, le decía de dónde era, y con la misma naturalidad le preguntaba «Do you want me?», y a él le salió un «No, thank you» como las docenas de «no thank you» que cualquier blanco tiene que ir soltando al cabo del día ante las múltiples invitaciones que le asaltan en cualquier lugar de Asia. Discretamente, la china se retiró.

Pero él ya no es el mismo. Intenta llevar la misma vida de antes pero algo falla. Siempre parece que busca. Que le falta algo.

 

* Al principio, sentado en la penúltima fila, disfruté del vacío del autobús, e incluso -la esperanza es la parte más temeraria del hombre- llegué a confiar en que se mantendría vacío: podría viajar como en una suerte de limusina china, traqueteante, cierto, pero con más espacio que en un avión de ricos. La soledad es sin embargo en China un concepto más bien abstracto (hasta las solitarias campesinas con sombrero triangular y el agua a media pierna en los campos de arroz suelen llevar un crio en la espalda), y al cabo de un kilómetro el autobús estaba lleno, al cabo de dos habían subido el doble de pasajeros que cuando iba lleno, y al cabo de cinco allí se juntaba un imposible doble del doble, aunque con una facultad misteriosa: no parecían molestarse entre sí. Y otra más misteriosa aún: no me molestaban a mí. Nadie me tocaba. Nadie me miraba tampoco (los chinos miran de otra forma, como si los ojos fuesen de adorno y el don de la vista lo tuviesen en una parte invisible) y, para la cantidad de gente que allí convivía, incluyendo el chico ayudante del chófer, que flotaba por fuera como una bandera y tan sólo iba unido al autobús por un brazo y una pierna, tampoco se puede decir que oliesen.

Y entonces sucedió: en esa apretada aldea que deambulaba a pacífica velocidad por el centro de China, primero creí tener la impresión de que ya había estado allí. Clásico. Luego comprendí que, por uno de esos prodigios que suceden si se va tan lejos que hasta los mapas pierden sentido, había recuperado eso que tantos y tantos delincuentes intentan ocultar desde siempre pues saben que, si guardan el secreto, se pueden repartir el botín del mayor negocio que existe: La China era también mi país.

Igual que la tierra entera.

La tierra entera es mía y yo soy de la tierra entera, y si cualquiera reinterpreta de la manera que sea ese derecho es para robármelo y hacer negocio con él. El negocio de las banderas, los pasaportes, las fronteras… Tuve que ir a China para recordar una evidencia que sabemos al nacer -durante un tiempo impreciso tuve la nítida conciencia de que ya lo sabía- y luego nos van ocultando.

Pasó el momento más intenso y emocionante de la revelación y, no tanto para recordarlo como para no permitirme volver a olvidarlo, me lo escribí en la palma de la mano, como cuando era niño, pues mi cuaderno de notas ya no me bastaba:

 

Yo soy de todas partes y

ninguna de ellas es de nadie

 

y cuando levanté los ojos alcancé a pillar algo, quizá curiosidad pero nunca se sabe, en los ojos de una china que permanecía de pie en el pasillo abarrotado.

Fragmento de Motín de blancos en el río Li

El italiano ha dicho que no paga.

– «No»ha dicho con la mano, como segando una cabeza.

La china, que parece la mujer del chofer, ha mirado sin saber en qué se había equivocado. Pero diligentes como son, prácticos, se ha girado hacia el francés: cuando el francés le pague, quizá el italiano tome ejemplo. Quizá comprenda.

– «No», dice sin embargo el francés. Y al gesto de la china mostrando con todos los dedos extendidos sin equívoco posibleél responde con tres dedos.

Esta vez no hay equivocación posible: 5, ha mostrado la china; 3, ha respondido el francés, mirándola a los ojos y tras haber esperado a que la china recogiera sus dedos. No, dice además el francés con la cabeza, y aunque en China las cosas se dicen distinto -todas las cosas, hasta  o no-, la china ya sabe lo suficiente de los blancos como para reconocer un no.

La china se vuelve hacia el chofer y medio grita algo montando las letras unas sobre otras. Un revuelo se organiza en la parte delantera del pequeño autobús, los pasajeros chinos comentan con voces rápidas, de pájaro, el chofer se arranca de su asiento: ya está frente al italiano

–  5, le exige, y casi tocándole la nariz con la suya le muestra la mano con el signo chino para el cinco.

– 3, replica el italiano sin impresionarse, feliz, y muestra primero el signo occidental, tres dedos, y luego el signo chino.

Está encantado el italiano: no sólo exhibe sus idiomas sino que estamos haciendo lo que él quería.

– ¡Estoy hasta la coronilla de pagar más que los chinos!, ha dicho más de una vez, desde esta mañana. Primero suave, luego ya exasperado. Algo le iba avanzando en la cabeza.

Pues bien: los chinos no están dispuestos a que paguemos tres yuanes por el viaje a Yangshuo desde el recodo del río donde nos dejó el barco. Quieren cinco. El chofer se enfada muchísimo. Después de intentar exigirnos a varios que paguemos -cada vez más rápido, cada vez más enfadado-, comprende: un motín. Esto es un motín.

Y con admirables reflejos de capitán, le pide a los demás chinos que se bajen -lo que hacen como un solo pasajero obediente-, y luego, después de cerrar las ventanas con reflejos de bombero, se detiene un momento en la puerta, nos mira, ríe sin ruido como si supiese algo que nosotros no sabemos, se baja y cierra la puerta desde afuera.

¡El hombre ha cerrado las ventanas para hacernos sudar más! Es algo como de niños, y reímos a grandes carcajadas. No hemos terminado de comprender nuestra situación cuando otro pequeño autobús pariente del nuestro -a esa edad los hermanos ya son tan distintos que se vuelven primos-, llega a la plaza, recoge a nuestros antiguos compañeros de viaje… y desaparece.

Y nos quedamos en medio de la plaza, ahogándonos lentamente en el calor, abandonados, como dicen en las novelas, a nuestra suerte.

*

Llegué a Yangshuo hace tres días y me pareció un país distinto, aunque sólo sea porque aquí hay extranjeros y en el resto de China los extranjeros somos raros y hasta exóticos: en Wuzhou, un hombre que dijo ser profesor de inglés (lo había aprendido navegando), me pidió que fuese a hablar con sus alumnos. «Nunca han visto a un extranjero», decía. E incluso suplicaba: «Nunca lo han oído». Pero yo estaba exhausto por un viaje de 36 horas haciendo de Gulliver en un barco para niños, incluidos los camastros, y me proponía seguir viaje muy temprano al día siguiente.

En Yangshuo, en cambio, se puede ver a más de un blanco a la vez, lo que lo convierte en un lugar internacional, una especie de Shangai, Tánger, Lisboa en sus momentos de película… No se trata de los trotamundos con los que te tropiezas por el país -la pareja de Quebec que recorría Asia para seguir siendo jóvenes un par de años más, un par de chicas, una muy alta y la otra muy bajita, que se estaban demostrando algo a sí mismas, solitarios de mirada lenta, como yo…-, sino de algo en el aire que anuncia que los turistas llegarán en cinco minutos. Eso se nota no sólo en que ya venden hamburguesas y postales sino hasta en cómo te tratan. En mi hotel (es un modo de llamarlo) tuve mi primer problema en China: Había dado para lavar casi toda mi ropa, y regresó toda… sin planchar y sin un pantalón. Exigí que me lo devolvieran.

– Haré lo que pueda, me respondió el recepcionista con una frase ya envasada de manual de inglés. (I’ll do my best.)

Recordé algo que había leído, que a los chinos les impresionan los gritos y los ademanes violentos, y subí la voz:

– Usted no hará lo que pueda. Usted lo hará-. Y le señalé con el dedo índice para que no hubiese dudas.

Y en efecto, el pantalón reapareció. Se había confundido con otra ropa, me dijo el hombre, muy tímido. Pero yo no uso los vaqueros del uniforme internacional.

También Shilling tiene una desenvoltura que no había visto nunca. Shilling es la pequeña camarera del bar La Luna roja, uno de los dos o tres lugares de Yangshuo que dentro de no mucho serán el Hilton, el McDonalds y el Hard Rock Café. En un inglés también bueno, Shilling me indicó los paseos más agradables, me habló de la excursión por el río y de la pesca con cormoranes, me contó del pastor protestante que le había enseñado inglés y me preguntó si la podía llevar conmigo.

– ¿Conmigo?, pregunté, como si quisiera confirmar que era esa la pregunta.

– Sí. A Sipanyá (así suena más o menos España en chino).

Me contó que una mujer norteamericana se había encaprichado con ella y se había comprometido a alojarla un mes en Miami si ella se pagaba el billete de avión y prometía no quedarse en Estados Unidos.

Hice cálculos: un billete de avión a Miami debía de costar el equivalente del sueldo de Shilling durante tres o cuatro años. Quizá más. Quizá costaba lo que quince o veinte bicicletas, o la ropa de diez años. Quizá para poder pasar un mes en Miami Shilling tenía que quedarse sin comer diez meses.

Eso fue hace dos días. Esta mañana decidí aceptar su sugerencia de realizar un viaje en barco por entre esas montañas redondas que surgen de la tierra sin avisar, como chichones. Lo que en realidad me decidió fueron las dos excursiones que ya hice en bicicleta. El primer día el sudor que me caía en los ojos terminó impidiéndome ver las montañas, que ardían. En el segundo, ayer, salí cuando aún era de noche y la aparición de las montañas desprendiéndose de la noche y la niebla me hicieron temer como cuando uno se va a enamorar y parece que ya es demasiado tarde:

¿Y si ya es demasiado tarde? ¿Y si ya estoy enganchado a estas montañas y no me puedo ir?

Durante todo el trayecto en barco, esta mañana, no hice otra cosa que pintarlas. Dibujarlas más bien. Transcribirlas. Tenía la sensación, la certeza de estar escribiendo, de tomar un dictado. No me creerán cuando lo diga (si lo digo) pero sé que me querían decir algo.

Pero terminé por escuchar a mis compañeros de viaje. No me quedó más remedio, un turista es más ineludible que un árbol, que un pobre, incluso que un tigre, según dónde y cuándo.

Los que más se notaban eran la pareja de franceses, que habían elegido el barco por el río Lí como el escenario de una de sus peleas de marido contra esposa y esposa contra marido: ambos hablaban con la violencia del hastío, y ella miraba el mundo (no le miraba a él) igual que si sólo estuviese dejando pasar el tiempo para ejecutar una sentencia ya dictada. Esa era una de sus últimas peleas, estaba claro. Hacia tiempo que se habían pasado de rosca. Se odiaban.

– Tu me fatigues, decía ella. (Me cansas).

– Tu as de la chance, decía él, tu peux dire ce qui t’arrive. Moi, je suis arrivé au bout de mon vocabulaire. (Tú tienes suerte: puedes decir lo que te ocurre. Yo he llegado al final de mi vocabulario).

Unos intelectuales, pensé, aunque también es cierto que todo francés es intelectual, al menos mientras habla: va con el idioma.

– Come si dice piccolino in colombiano, le decía una italiana a su pareja.

Era una italiana con los pechos moldeados por una camiseta de tirantes, sin sujetador, y largas piernas que movía con gran libertad bajo una falda de seda. Estaba justo frente a mí.

– Chiquitico, dije, y me quedé sorprendido aunque es algo que me ocurre con cierta regularidad. Sobre todo con extranjeros: el escritor que vive dentro de mí tiene a su vez un hijo scout que no puede evitar corregir los lenguajes del mundo. Si alguien pregunta cómo se dice esto o aquello, de seguro que, si lo sabe, el hijo scout de mi escritor lo dice aunque yo no quiera. (Salvo en China: en China soy yo el que anda mendigando traducciones por todas partes, e incluso las preveo y las colecciono: voy cargado de papelitos con jeroglíficos para cuando necesite saber dónde se toma un autobús o a qué hora sale el barco, o cómo se dice huevos fritos con salchichas (aunque no es seguro que los huevos chinos sean huevos como los nuestros: si los patos no lo son, por qué habrían de serlo los huevos).

Ni mencionaría a mi scout, que me avergüenza, de no ser porque él es el responsable de que estemos aquí, detenidos en mitad de algo que parece una plaza de un lugar que no llega ni a sitio. Lo único que se mueve es el polvo aún levantado por el autobús en el que se marcharon los pasajeros chinos, y eso sólo porque el calor hace que el aire sude y al polvo le cuesta llegar hasta el suelo.

Y no es cierto que no haya nadie, como parece. Lo que pasa es que están inmóviles. En las puertas o ventanas, los chinos esperan. Eso es lo que inquieta: está claro que tienen todo el tiempo del mundo, y mucho más, en todo caso, que todo el que podamos juntar nosotros.

El que parece más contento es el italiano. Con la solidaridad provocada por la trinchera común, ya sé que él se llama Bruno y ella Marietta, y estuvieron el año pasado en Colombia, y les gustó mucho: de ahí la pregunta de cómo se dice piccolino en colombiano. Y aunque ella es mayor y él más guapo -tiene una nariz romana que roza el chiste, pero los ojos verdes y un pelo en pecho que le desborda la camiseta musculosa-, la que siento a mi lado todo el tiempo es a ella, Marietta. No se ha afeitado las axilas y sí las piernas. Si sabe que sus pezones los esculpe la camiseta, no parece importarle. No les hace caso, como si fuesen de otra mujer. Yo en cambio no puedo prescindir de ellos, aunque me encuentre de espaldas.

Tampoco parece que los chinos, en la distancia, los vean: ni se les mueve una pestaña. ¿Son los chinos inmunes a los pezones? Claro que no. Lo más probable es que no tengan pestañas. O que hayan aprendido a dominarlas.

Otros que tampoco parecen estar a disgusto son la pareja de franceses. Es gente rica, se nota (eso siempre se nota), y están en el último rincón polvoriento del sur de China, pero al menos esta rebelión de turistas les ha dado una causa por la que combatir: como legionarios que huyen de una vida mediocre, estos burgueses tienen por fin algo diferente a whisky o cocaína para escapar de su odio suicida. El hombre se acerca a nosotros y, buscando la complicidad de la trinchera, revela que son de Lyon: debe de haber algo importante en ser de Lyon porque es lo primero que nos dice. Mientras tanto ella no nos busca pero mira, curiosa, y sonríe de una forma un tanto enigmática. Parece un juez: nunca se sabe qué están pensando. Igual que yo, por otra parte. Mientras paseamos por las cuatro esquinas de la plaza -por supuesto hemos podido abrir la puerta del autobús con sólo intentarlo-, nos observamos como pasajeros que de pronto se encuentran con un secuestro, una guerra, una situación límite.

En ella estamos, al fin y a cabo: en el sur de China, en un escenario más bien de posguerra, secuestrados por nuestra soberbia avariciosa que se niega a pagar por un billete de autobús un precio tan pequeño que apenas se puede contar en moneda occidental.

Pero eso es lo que ha dicho Bruno, el italiano:

– Me niego a pagar más. Es una cuestión de principios.

Y los demás le hemos seguido. Llevados por ese mismo principio –no pagar más o cómo vamos a dejar que nos tomen por primos-, un grupo de ricos occidentales nos negamos a pagarle a los chinos cinco yuanes en lugar de tres, aunque ni notaríamos ni una ni otra cifra en nuestros bolsillos.

Formamos una alianza impresionante, además, porque junto a Bruno y Marietta y la pareja de Lyon se alinean en la coalición junto a nosotros dos muchachas de ojos asiáticos que han resultado ser coreanas. No chinas de San Francisco, como llegué a pensar, aunque van demasiado bien vestidas con ropa de marca y buen gusto, o japonesas ricas. Coreanas. Tímidas al principio, se han sumado sonriendo a esta defensa del derecho internacional: no pagar de más. Precios iguales para todo el mundo, aunque los chinos ganen mucho menos dinero (por lo menos diez mil veces menos que el francés de Lyon y vete a saber cuánto menos que las coreanas: sus gafas de sol tienen aspecto de costar lo mismo que un vestido de fiesta para el Año Nuevo o que la veinteava parte de un coche).

Pero el tiempo pasa. El tiempo pasa y a la plaza del pueblo se le está acabando el atractivo y la aventura y… nuestro sentido del derecho y de la justicia internacional se resquebraja. Puede que Bruno, el italiano, se mantenga incorruptible pero los demás comenzamos a tener demasiado calor. Pronto se hace evidente que nuestra posición es insostenible. Nos tienen rodeados. ¿Vamos a pasar la noche en ese moridero asiático por defender nuestros derechos que, todo sumado y restado, suman dos yuanes?

No. Está claro que no. Sin casi ponernos de acuerdo terminamos por hacer un signo de rendición y no pasan tres minutos antes de que un pequeño autobús salga de una esquina, nos recoja y nos lleve con todas las ventanas abiertas y cabello al viento de vuelta a Yangshuo y la civilización. Durante el trayecto charloteo con el francés, a quien no se le ve ni humillado ni resentido. En realidad parece estar tan contento de haberse encontrado en otra guerra diferente a la suya que se muestra amable y amistoso pese a su aspecto de empresario implacable: seguro que despide a gente si llegan dos lunes sin afeitar. Nada como vivir en Lyon, dice. La gente cree que si París patatí y patatá, pero París está contaminado por la lluvia y el malhumor y Lyon, en cambio … Por la noche, gracias a las voces que atraviesan amortiguadas las paredes de mi habitación, como si hablaran en susurros aunque griten, descubriré que los franceses y yo compartimos hotel. O sea que a lo mejor la confusión de pantalones fue con él. Aunque no se les entenderá, las voces sonarán de forma inconfundible como la reprochadera inacabable de un matrimonio que ha pasado en varios años su fecha de caducidad.

*

Poco antes he estado cenando con Bruno y Marietta en uno de esos restaurantes al aire libre que proliferan por todo el sur de China. Un fuego y un enorme wouk en el que se cocinan al vapor gambas, pollo y verduras, y ninguna de esas otras cosas increíbles que se arrastran por los mercados y que comen esos mismos chinos en las fiestas.

La humedad-humareda del wouk queda reforzada por los plásticos colgados por los propietarios de unos palos para protegernos de la lluvia que, en efecto, cae sin avisar cuando estamos empezando. Por algún misterio asiático, las cuatro bombillas con las que nos iluminamos no nos electrocutan con el agua. A lo mejor en China tienen una electricidad que no da calambres.

Y así, en la atmósfera aventurera de unos plásticos de campamento bajo una tormenta, llegamos a la intimidad suficiente para que Bruno me cuente que, allá en Milán, es policía. Por eso no podía soportar que le cobrasen más que a los chinos. O sea que su intransigencia no era la exigencia moral de un espíritu equitativo sino una deformación profesional. Marietta ha ocultado con una chaqueta sus pezones bajo la camiseta y el bosque de sus axilas pero siento sus piernas enfrente de las mías, bajo la mesa, y tengo que censurar mi imaginación para que no se me termine asomando a los ojos y me traicione. Lo que exhala Marietta es como una humedad reforzada por la que crea la tormenta en ese restaurante de guerra. Algo que ni siquiera depende de la ropa.

A la mañana siguiente, antes de seguir viaje, voy a La luna roja para despedirme de Shilling. Le cuento la historia del motín. Precios iguales para todo el mundo. Nada de privilegios para la población nativa, ese nacionalismo proteccionista no llevará a China muy lejos. Y aunque hayamos perdido, la razón es nuestra. Pero no tengo tiempo de recrearme en nuestra superioridad moral porque Shilling abre los ojos y los pone todo lo redondos que puede:

– ¡Pero si el billete cuesta cinco yuanes!, y abre la mano y estira todos los dedos para mostrarme: 5.