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Una escritura sin miedo

Apartado: Lecturas recomendadas por Sorela

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TRADUCCIÓN DE CARLOS MANZANO. GADIR, MADRID, 2007
No se sabe pues hacia dónde camina El reloj, pero tampoco importa mucho pues el paisaje es grato y ameno, y el compañero de viaje tiene interesante la conversación. Y además, nadie pregunta todo el tiempo “¿Falta mucho? ¿Ya vamos a llegar?” Quiere decirse que los centros de interés del libro van cambiando, sin brusquedad, y a cargo de un escritor que no tiene miedo de escribir largo, demorarse en los detalles y las descripciones (precisas y sugerentes: un modelo) y hasta reflexionar entre tanto. Parece mentira pero eso hace de Carlo Levi un escritor de una época como muy lejana pese a que sólo haya pasado medio siglo desde la publicación de El reloj (1948). Y eso da una idea de todo lo que ha ocurrido en la recepción de la literatura desde entonces.

 

O mucho me equivoco o a un escritor así hoy lo penalizaría la industria editorial, y sólo por eso ya merece elogio la labor de la editorial Gadir, a la que debemos entre otras cosas la traducción íntegra de la obra del también italiano Dino Buzzati, el autor de El desierto de los tártaros.

El reloj comienza con la llegada del narrador a Roma, en la inmediata posguerra, para dirigir un pequeño periódico de izquierda, como así le ocurrió al escritor. No es por ello ni una novela de periodistas ni de compromiso ideológico. La ideología tiene aquí poca importancia pues la mirada compasiva sobre un mundo destruido tras una guerra no parece el patrimonio de ninguna. Lo que hace la posguerra más difícil que la guerra –dicen- es que, salvo por los muertos, las cosas están todavía menos claras. ¿Hay algo más reconocible al hombre que esa incertidumbre?

Y quizá sea ese el motor y la razón del libro. No tanto una trama, que no existe como tal. Por ello en estos tiempos en que la “narración” “vende”, a Levi algunos críticos le retarían a un duelo al amanecer, y los padrinos serían algunos editores. El motor sería el intento de encontrar lo esencial y acaso dibujar, para comprender, ese tiempo que por definición es caótico y fundacional: el mundo ha cambiado por algo que si no era el Apocalipsis se le parecía (50 millones de muertos y parte en Auschwitz y similares) y hay que empezar de nuevo: por las carreteras –como se describe en un último tercio memorable en que la novela sale de Roma y se dirige a Nápoles- circula gente que va en busca de sus padres o sus hijos, con un peligro en cada curva, un poco como debieron de hacer Adán y Eva cuando salieron de la primera hecatombe, la Expulsión. “El cuerpo de Italia, machacado por las bombas y los ejércitos, desangrado por la guerra, volvía a respirar. (…) La nueva clase de viajeros, aparecida como por encanto desde todas las aldeas y todos los mercados, no tenía horario: iba, como una móvil bandada de pájaros, confiándose al viento y a la suerte” (página 346).

A eso se referiría el reloj: al Tiempo, en este caso fundacional, que por otra parte es inherente a cualquier narración. Pues eso es lo que es, un intento de empezar de nuevo, o si se prefiere medir el tiempo, la vida, con ella. Si un día se terminaran los relojes, podríamos volver a medir el tiempo con historias.

La intensa y variada vida del turinés Carlo Levi (1902- 1975) tiene un común denominador en sus actividades de escritor, médico, político, periodista y hasta pintor: su interés por el ser humano, que es fácil de ver en sus cuadros, a menudo retratos; en sus libros –tejidos con retratos sin prejuicios-; y hasta en su concepción del social realismo con el que le asocia la crítica. (También con el neorrealismo por el que tomó partido en una polémica frente a los defensores de la abstracción). Levi consideraba que su pintura sólo podía ser interpretada a la luz del sentimiento, del que partía, y eso determina su estilo: más que la delegación en los testimonios ajenos a través del diálogo, como acostumbran tantos escritores “realistas”, la visión propia del mundo, por neutral que pretenda ser.

Exiliado en la remota Lucania en 1935 y 1936 por su condición de judío y su acción anti fascista, junto al también escritor Primo Levi, y donde se libró a un intenso trabajo de médico y pintor, de la experiencia salió su libro más conocido, Cristo se paró en Éboli (1945), escrito mientras se escondía de los nazis, y en el que descubría, también a los italianos, un sur olvidado por todos, incluidos los griegos y los romanos. Un mundo al comienzo, donde lo único que importa es el hombre, poseedor de una historia, sin duda –eso es lo que más diferencia a europeos y americanos, se describe en El reloj (p. 295)- pero que tras la hecatombe, y desde el corazón de la miseria, o casi, tiene que empezar desde cero. En ambos libros la trama vendría a ser un lujo y basta un esbozo. Casi lo único que cabe es la descripción. Como en la pintura.

Y como en esta, una descripción que poco tiene que ver con la imagen heredada del muy politizado social realismo de la posguerra. Por el contrario, una escritura que no renuncia a nada y no le pide perdón al lector por extenderse en una descripción o un excurso, o en una oración con siete subordinadas donde caben sugerencias y fragmentos de historias. Nos recuerda un tiempo en que la literatura no tenía que pedir permiso para desplegar sus recursos. En el pesado malentendido de la ligereza y la banalidad que nos tienen cercados, un descanso.

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