MIRADA SORELA

Un esclavo que mira

Apartado: Siete años de Blog

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Palo de las iniciales en una playa salvaje de Colombia.

Signos, presagios, augurios y profecías lo habían anunciado, pero con las profecías pasa que hay que vivirlas para saber que lo eran. Yo empecé a darme cuenta el día en que observé que mantenía con una amante una relación esencialmente por correo, una pasión por correo electrónico. Bueno, nada novedoso: Si hago como Stendhal, que un día legendario de su madurez se sentó en una piedra en una playa y trazó con un palo sobre la arena las iniciales de las mujeres que había amado -unas diez, me parece recordar-, compruebo que entre mis amores por lo menos la mitad vivían en otro país. O sea que mi correspondencia de Casanova (yo, como él, he sido diplomático en destinos modestos que dan poco trabajo) abarca cartas para varios volúmenes. El problema en esta ocasión es que mi amante -melena negra de leona llena de canas (o sea una leona-cebra), ojos con dos capas de brillo árabe aunque ella es de origen italiano, falda de seda sobre dos piernas tan perfectas que parecen el doble de largas-, el problema es que mi amante vive en mi misma ciudad. No cerca pero sí a veinte minutos de metro, treinta de autobús, una hora de coche, una y media caminando. Y se podría pensar que es una relación epistolar, una suerte de descanso del escritor ambicioso, como la que mantuvo Flaubert con Louise Collet, en la que le fue dando una privilegiada lección sobre lo que significa escribir y sobre todo escribir Madame Bovary. (Por desgracia algún cretino quemó las cartas de respuesta de Louise). Pero no. Les aseguro que no: nuestra relación postal es de amantes… aunque electrónica. Eso que ahora se llama «virtual». Amantes virtuales, pues, que no se debe confundir con virtuosos.

Darme cuenta de mis amores virtuales me ha descubierto la ciudad en la que vivo. Como si descorrieran un telón. En el cine descubrí de pronto que había muy poca gente y me pareció que las butacas estaban algo separadas, lo que dificultaba la actividad de los novios en las últimas filas. En la cafetería-tienda del cine vi que la gente compraba esas y otras películas, más caras, imagino que para poderlas ver a solas en su casa.

En los restaurantes me parece ahora que la gente habla entre sí todavía menos que antes, como sucede con los matrimonios viejos y cansados: cada uno mira hacia un lado distinto de la mesa. La gente está más pendiente de enormes televisores con el volumen alto, pues en ellos se proyecta sin pausa el tema que alimenta la conversación: el mismo partido de fútbol, un torneo de tenis en el que se relevan los mismos doce jugadores, y la misma carrera de coches que jamás termina. Y los locutores no entrevistan a ningún invitado sino que estos envían «tuits» y mensajes desde las «redes sociales». Redes sociales es el nombre de la nueva superstición colectiva, una suerte de nueva religión pagana en cuyo nombre todo es posible y tolerado.

Eso es lo más llamativo: no es que la gente ya no acuda a los estadios a ver los partidos y demás. Existe una categoría de experiencia superior, y es la de pez atrapado en las «redes sociales». Los chicos de trece años no juegan al fútbol: defienden sus colores en «las redes», por lo general con calificativos muy primitivos, que son los que caben en esos pequeños mensajes. Los de quince ya no coquetean en la esquina y en las primeras fiestas donde intentábamos llevar a las chicas a rincones en penumbra para besarlas: ahora los chicos se abordan en chats y no saben a qué huele el otro, qué relieves aceleran el corazón ni si tiene la mano sudorosa. Las parejitas ya no se pelean y negocian en el asiento trasero de un coche: ahora lo hacen por whatsup. Hablarse ha dejado de estar de moda. Y los ejecutivos no acuden en mangas de camisa al despacho de un colega de otra planta para intercambiar opiniones sobre este o aquel proyecto: se mandan correos corporativos con derecho o no a lectura, a ver versiones previas y demás. Desde Tokio se extiende una nueva especie, la del joven encarcelado entre varias pantallas en su casa, y que ya no quiere salir -ni comer otra cosa que pizzas que le traen hasta la puerta- porque el mundo ajeno a las pantallas de ese zoo virtual es para él lento, oloroso y mezquino. Lo han convertido en espectador, un nuevo nombre para el esclavo moderno, y ni siquiera lo sabe. La falta de curiosidad por saber qué hay más allá de sus paredes lo hace más viejo aunque él se cree eternamente joven.

No es difícil imaginar el futuro. Un día preferiré escribir a mi amante de pelo canoso, y leer su respuesta, que comprobar el paso del tiempo mientras me miro en sus ojos brillantes. Para entonces, y no será dentro de mucho, no dormiremos con nuestros amantes sino con una reproducción en 3 D de nuestros locutores preferidos. En el caso de las mujeres les podremos poner un perfume a nuestro gusto, y en el de los hombres, que tengan bigote o barba a voluntad, o cambiarles el color de ojos. En los restaurantes la gente encargará con mensajes a la cocina a partir de un menú de fotografías en pantalla -ya ocurre-, y no tendrá que escuchar al maître describiendo el menú del día con un lenguaje exagerado y vanidoso. Algo parecido en los taxis: nos comunicaremos por pantalla, y en traducción simultánea si el taxista es un inmigrante con una lengua distinta. Los chicos ya no ligarán con la vecina de al lado sino con una situada a diez mil, o veinte mil kilómetros de distancia, con la comodidad de no tener que rendirle cuentas por mirar a la chica de dos portales más abajo ni pelearse por cuál película ir a ver. Los libros habrán desaparecido, y leeremos la adaptación a un cine mundial, y con sensibilidad de nuestra época, de cualquier libro que se haya escrito, desde el Gilgamesh hasta la última saga de vampiros, que para entonces tendrá formato de serial de televisión; más aún, sabremos qué se va a poder leer en los próximos cinco, diez, veinte años… las posibilidades son casi infinitas. Y el tiempo de los desplazamientos en coches ya no lo desperdiciaremos en semáforos y atascos, podremos estar viendo televisión sin pausa, a la carta, de manera que poco a poco se nos irá olvidando el paisaje de nuestra ciudad. No importa porque podremos programar las ventanas de los coches o del autobús para creer que viajamos por Bombay o Buenos Aires. Viajar será innecesario.

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