MIRADA SORELA

Todavía no se sabe si este texto habla de algo

Apartado: Siete años de Blog

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«Todo el mundo se sentía matrimoniado al estadio local, que tiene forma de anillo»
Chema aparece señalado por la flecha.

Ya unos cuantos no se creyeron el embarazo de Susana… porque no. Había algo en él que recordaba sus truquitos para llamar la atención, y que eran, por otra parte, los que alejaban a los hombres cuando los descubrían. ¿Alguno se había quedado lo suficiente como para dejarla embarazada? Posible… pero improbable.

Y sin embargo hubo que rendirse a la evidencia: Susana fue engordando, primero como si se hubiese tragado una aceituna, luego un melocotón, luego una sandía y cuando llegó a balón de basket -esto es, cuando parecía de mellizos-, desapareció y reapareció para decir que había roto aguas como si una nueva fuente rompiese el asfalto, como un geiser, y llevando en el regazo a José María, Chema, indescriptible porque era idéntico a todos los recién nacidos.

Nos ahorramos los biberones, pañales y noches en blanco, exactas también a todas. A los dos años Chema fue enviado a la guardería del equipo local, y ya vestido con la camiseta. No llamó la atención porque también existían camisetas para jubilados, policías, jueces y mangatarios extranjeros de visita: a todos se les hacía entrega de una camiseta con su nombre impreso y un número prestigioso: 1, o 3, o 7. Jamás un 8 ni, por supuesto, un 12. Así todo el mundo se sentía de algún modo unido, matrimoniado al estadio local, que tiene, como es notorio, forma de anillo. Gigante, pero anillo.

Los colores de la camiseta coincidían con los del uniforme del colegio y la bandera, y todo ello se confundía en una suerte de orgullo colectivo y carne de gallina cuando -bandera, uniforme, fútbol, música y gallina- entonaban a coro el himno Nosotros en el patio del colegio.

Un colegio no muy allá, por otra parte, donde se reforzaba lo ya aprendido en la guardería: más que cualquier otra cosa, lo importante era el sentido de equipo y la capacidad para vivir los colores, igual que en las teleseries yanquis. Los profesores hablaban en una jerga a caballo entre el pedagogismo y la sociología en la que hasta eran bienvenidos tacos como «joder!» o «cagoen!» pero se proscribían -se proscribían con severidad- palabras como «cojo», «gordo» o «viejo». Se las consideraba agresivas por realistas, y discriminatorias. Esos mismos profesores se reunían de vez en cuando para dialogar sobre los alumnos y por lo general -es decir siempre- decidían que pasaran de curso. «¿Qué sentido tiene suspender a un chico y humillarlo?», hubiesen dicho con simpatía por la condición humana y su sufrimiento en el caso de que alguien les preguntase. Pero nadie les preguntaba. Más aún: a nadie le importaba un comino… salvo en el remoto caso de un suspenso para alguien que ni siquiera se sabía cómo era. En tal caso había padres que le intentaban romper la cara al profesor y no era prudente provocarles.

Luego Chema ingresó en una universidad, que él convirtió en universidad-garaje al permanecer aparcado en una esquina a la espera de tiempos mejores. Algo nada fácil pues los tiempos ya estaban compuestos de cañas y buen rollito, botellón los viernes en el campus y, como en el paraíso mismo de cualquier clase media mediana, algún que otro porro con la coartada de que «El Marlboro es peor». Todo parecía indicar que llegarían los treinta y hasta los cuarenta y él seguiría en casa de mamá. Mamá se guardaba muy mucho de acosarle y le garantizaba un régimen liberal de cuatro estrellas con el complejo de culpa de que Chema pertenecía a la generación-víctima, con uno de cada dos en paro. Una generación a la que le habían birlado el derecho bíblico al sudor de la frente.

Sin embargo hizo una cola de cuatro kilómetros de candidatos y entró por derecho en el programa Gran Hermano #85. Daba el tipo: piercings, tatuajes entre cadenas y una frente de milímetros más en forma de tejado que vertical sobre la nariz, y luego se hizo un hueco en las televisiones, y hasta un hueco cómodo porque pertenecía a esa categoría gaseosa pero dolorosamente real y hasta olorosa del «famoseo» (que huele como la jaula de las jirafas).

Y así. Chema hizo el recorrido de muchos. Se casó y sus amigos le cortaron la corbata entre bromas soeces y previsibles. Entró a trabajar en una gran corporación y usó con orgullo la corbata corporativa. Se metió en una hipoteca con muros de adosado idéntico a los de toda la fila, o al revés. Fue a París con amigos haciendo chistes sobre gabachos y españoles, y luego a Londres sobre ingleses y españoles. Llegado el momento quiso ir al sicoanalista para que le explicaran el pasado, y luego a hacer coaching para que le indicaran qué hacer en el futuro. Y ya iba por su cuarto coche -cada vez más grande, indicio inequívoco de su éxito en la vida- hasta que a la salida de una fiesta lo atropelló un jeep de esos enormes, de hortera irrecuperable, y sólo por eso hubo que hacerle autopsia. La ley quería saber de qué había muerto, una exigencia estúpida pues estaba bastante claro, pero gracias a ello -así suceden las cosas- se descubrió que…

Incluso formularlo suena raro. De modo que hicieron otra autopsia, y como diese el mismo resultado llamaron a un experto que sabía más. El diagnóstico siguió siendo:

– El muerto no existe.

– ¿Cómo?

– Que no existe: No hay. No hay muerto.

Y en efecto, pasado el choque se repasaron con cuidado las horas previas a la muerte y a la fiesta, los días, los meses, años, décadas… y se vio que en ningún momento existía una prueba -una prueba-prueba- de que aquel niño que algunos sí habían intuido que era un embarazo histérico de Susana hubiese existido de verdad: desde el escolar llevado entre sedas por los profesores, a la masa del estadio, al sicoanálisis, la hipoteca o el coaching y el decorador que llenó el adosado según los gustos del suplemento dominical: Chema no había existido nunca. Tan sólo habían existido reflejos de su entorno, de las hinchadas, colectivos, clases o generaciones en que se iba refugiando.

Lo cual arrojó no pocas sospechas y cierta inquietud a su alrededor. Pues lo de la inexistencia se sabe dónde comienza pero no dónde termina.

O al revés. Podría haber ocurrido -pero la ciencia no ha llegado tan lejos para certificarlo- que sí hubiese existido alguna vez… y se hubiese ido desdibujando poco a poco.

(Si un día no se ve en el espejo, antes de desencadenar la alarma asegúrese antes de que no es el vaho de la ducha).