MIRADA SORELA

¿Reconoce este insomnio?

Apartado: Siete años de Blog

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«…está entre esos seres como yo, ejecutivos con terno azul…»

Sospecho que cada insomnio es diferente, ¿no? He sufrido unos cuantos, como todo el mundo, pero por alguna razón no terminan de molestarme: Me gusta demasiado el silencio para que el perfecto de la madrugada -perfecto porque no es del todo perfecto- me agobie o me asuste. Además, ninguna de las alternativas es terrible: bailar con sombras entre la realidad y el sueño. O dejar que un problema te despierte para verlo con los ojos nuevos del alba. O resignarse, encender la luz y coger un buen libro -Stendhal, o Saint-Exupéry, o García Márquez, o La Iliada…- mientras amanece y poco a poco vuelve el sueño.

Sucede que en mis últimos insomnios, que se producen con más ritmo que antes, tengo la sensación de que algo se esconde ahí abajo, no sé si entre las raíces del pelo, donde dicen los sicólogos, o en el trastero, junto a viejas maletas de vacaciones ya olvidadas. Lo importante es que se esconde. Y tras dos o tres expediciones de cacería, en la madrugada, armado de mis ojos abiertos en la oscuridad, he terminado por localizar, no sé si el peligro, pero al menos la inquietud.

No está afuera, como siempre creemos al comienzo. No es un atracador, ni un accidente de tráfico, ni una invasión de Marruecos, ni la llegada de Ovnis guerreros con seres viscosos de mirada torcida. Tampoco está, de momento, agazapado como un grano amarillo en alguna radiografía negra, ni, que yo sepa, en algún gallardo veneciano que le haya puesto el ojo a Olga, mi mujer, que está estupenda, con esa combinación insuperable de belleza y lucidez de los 45 años.

No: está dentro, pisando suave por las moquetas de un centímetro de la planta 14, donde nos agrupamos los directivos de penúltimo nivel, justo antes de los del último, en la 15 y última. Está entre esos seres como yo, ejecutivos de terno azul, con títulos en Escuela de Negocios, los únicos que todavía funcionan, y un inglés correcto aunque todavía con acento (falta una generación o dos para que lo hablemos como los holandeses). Todos jugamos al tenis, al padel y al golf, veraneamos en Sotogrande o en Puerto de Santamaría, y somos seguidores discretos del Madrid, todo lo más del Athletic de Bilbao. Todos tenemos excelentes modales y no besamos las manos de las señoras porque ya no se lleva, pero nos gustaría, camionetas para recoger del colegio a dos o tres niños llamados Borja, Belén o Íñigo, y esposas que se llaman Paloma, Almudena; le hacemos regalos de Navidad a nuestras secretarias… en fin, creo que ya cualquiera puede terminar la película.

Ahí está: que no se puede. Ya no se puede. Yo ya no puedo.

Porque de un tiempo a esta parte, uno de ellos ya no me mira exactamente de frente. Quiero decir, ¿esa mirada universal de los despachos («oficina» es de mediopelo) en la que alguien sigue sonriendo pero esa sonrisa ya no se corresponde con sus ojos, que evitan mirarte? ¿Esa mirada de alguien que sabe algo que tú no sabes? ¿La que en el colegio estaba en el secreto de alguna fiesta a la que tú no ibas? ¿La del compañero que ya había llamado a la chica de la que tú habías hablado con entusiasmo?

Pues esa. La mirada me ha llamado la atención -la he reconocido- porque hacía tiempo que no la había visto. Me he puesto a pensar desde cuándo y he recordado que es desde la última crisis. Entonces comenzábamos, la escalera para subir era estrecha y la gente se abría paso a codazos. Nada que objetar si se tratara de sólo codazos, francos, como en el rugby, libre competencia y méritos. Pero lo que aprendí entonces -lo que aprendimos todos- fue la lección más dura de todas: no la de la dureza -que esa no es tan difícil porque las reglas están claras: gana el más fuerte-, sino la lección, intragable, de la vía indirecta.

Pensaba que no iba a volver a verla pero me ha ocurrido. Esta mañana Carlos me ha invitado a tomar un café y, sonriendo y sin mirarme, me ha propuesto que me vaya. Que yo tome la iniciativa de marcharme, para evitar, ha dicho, «posibles futuras humillaciones». Me ha pedido que me suicide en la empresa, que abdique de mi puesto. Y sólo para evitar el ruido, añadir más pánico del que ya hay, y sobre todo ahorrarse la indemnización. «La empresa no te dejará caer», me ha dicho, implícito portavoz de la planta 15, dejando implícitas futuras ayudas de contactos, hermandades, teléfonos, partidas cruciales de golf… y lo contrario en caso de no aceptar.

La última y definitiva prueba de que estamos de verdad en una crisis, una guerra, es que los traidores han vuelto.