MIRADA SORELA

Saint-Exupéry y el art déco

Apartado: Sastrería

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El transatlántico Normandie y la ilustración «La envidia».

Sastrería / Influencias

El otro día, redescubriendo esa elegancia que se nos han llevado a alguna parte en la estupenda exposición «Art déco en París 1910-1935», de la Fundación March, me pregunté de pronto, como quien ve una nueva estrella, qué relación podía tener la prosa límpida y como de cirujano de Saint-Exupéry con las tazas y cubiertos, los vestidos noche de señora y los grandes transatláticos de su época, que fue justo esa. Y como digo, la respuesta se me apareció como un cometa de cola delgada y sutil en el firmamento: Mucha.

Y cómo no iba a tenerla: Saint-Exupery era como el violín que sabía tocar de joven, como una campana, como una guitarra por dentro. Criado, más que en un castillo, en el parque que alrededor, Saint-Exupéry tuvo una infancia de cuento de Andersen -lo primero que leyó, por cierto, y cuya «sirenita» contribuyó en parte a El pequeño príncipe-, lo que le permitió escribir célebremente más tarde en un libro de guerra. «¿De dónde somos? Somos de nuestra infancia». Pues bien: si Saint-Exupéry era de su infancia, sin duda tambien lo era de la atmósfera refinada que la abrigó, al igual que de los salones elegantes de sus primas que lo acogieron cuando fue a París en sus primeros pasos de estudiante que no tenía una vocación nítida porque tenía demasiadas, enamorado maltratado por una joven elegante y cruel con problemas en una pierna y, algo más tarde, conde que no usaba el título cuando acudía las cenas en el Faubourg Saint-Germain con las uñas manchadas de grasa de sus primeros aviones.

No a todo el mundo se le ocurriría imaginar que Saint-Exupéry era un personaje tan desordenado que en el colegio le retiraron el derecho a un pupitre, pues los convertía en jungla, y que el personal de servicio en el castillo de su tía abuela se negaba a entrar en su habitación, por un temor casi místico a un caos que rayaba en lo fantástico. Pues bien: con el tiempo y a base de leerle yo saqué la conclusión que ese caos era una de las condiciones de la prosa de Saint-Exupéry, clara como la de un matemático. El autor destruía el mundo para reinventarlo, entregarlo nuevo cada vez, redordenado con nuevos valores entre los que también figura la elegancia.

Nada como visitar la Francia profunda para comprender que los jardines versallescos no son una consecuencia del espíritu cartesiano sino que la claridad e inevitabilidad cartesiana es en parte consecuencia de un paisaje ordenado y armónico desde que los continentes se separaron. ¿Es posible comprender a Hemingway sin los bosques de su juventud? ¿A Joyce sin su formación dublinesa, mojada, católica y olorosa a cerveza? ¿A Tolstoi sin el invierno, sin la textura del invierno ruso? Tampoco es posible ni comenzar a comprender a García Márquez sin tener en cuenta la cumbiamba sudorosa del Caribe colombiano y esa peculiar forma de su humor: la mamadera de gallo. Aunque suene a naturalismo, qué duda cabe de que los artistas también son producto de su entorno, pero no tanto de himnos, banderas y señas de identidad más o menos inventadas o simplificadas como estadios de fútbol para poder ser usadas en mítines, como de cucharas, lluvias, vestidos, bebidas y modos de concebir un traje de noche. En la exposición de la March comprendí que la linea clara de Tintín viene del grabado japonés pasado por Toulouse Lautrec… y por el Art déco.