MIRADA SORELA

Respuestas ya oídas

Apartado: Diálogos, entrevistas e invitados

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«…un tipo rápido, sagaz, con unos objetivos muy claros».

Diálogos

La única ocasión en que fui censurado de forma explícita, y con alguna razón, en la década larga que trabajé en El País, fue con motivo de la concesión del premio Nobel a Camilo José Cela. Como ocurría a veces en ese tipo de grandes ocasiones, se me encargó una encuesta entre escritores españoles, y cuando le mostré el resultado a mi redactor jefe, Juan Cruz, él comentó de inmediato: «No podemos dar esto. No el día en que Cela gana el premio Nobel». Tras el sobresalto de la censura, inédito hasta la fecha, lo cierto es sentí cierto alivio pues también me había costado tomar esas notas. Y la encuesta no reflejaba la habitual envidia hispana, o no sólo. No recuerdo que nadie protestara por el Nobel a Vicente Aleixandre, pocos años antes, y eso que Aleixandre estaba marcado igualmente con una etiqueta política, en su caso como representante del exilio interior.

Me parece que Cela atraviesa ahora el habitual purgatorio que la posteridad le reserva a los artistas después de muertos, pero bastará recordar que hasta su muerte Cela dividía a la opinión pública entre los defensores de su Pascual Duarte, La Colmena y otros libros suyos muy arriesgados (y el más interesante). Los cortesanos que le rodeaban al final y que valoraban las aportaciones crudas y desfachatadas de cierto sentido del humor muy peninsular (y que consideraron a El País un periódico «enemigo» tras el Nobel porque entre otros muchos artículos ditirámbicos había publicado uno irónico de Julio Llamazares sobre El arzobispo de Manila). Y los que en cambio recordaban el lamentable episodio -ya muy documentado- en que Cela se ofrecía como espía en el gremio, tras la guerra; la olvidable dedicatoria de San Camilo 1936 (ninguneando la participación de extranjeros en la guerra de España); y el mandarinato en régimen de casi monopolio que en cierto modo Cela ejerció en la escena literaria durante buena parte del franquismo. El comentario de escritor que más recuerdo de la encuesta censurada por sus abrumadoras descalificaciones era el de quien lamentaba el Nobel pues «ahora durante unos cuantos años más en el exterior van a pensar que la literatura española sigue siendo eso». Años antes Italo Calvino había escrito en una carta que «Cela es el personaje más antipático de la escena literaria internacional».

Yo no tuve esa percepción, pero una vez más acepto que tal vez ello se podía deber a que escribía en un periódico poderoso. Las tres veces, creo recordar, que entrevisté a Cela, una de ellas en Bruselas con motivo de un Festival Europalia dedicado a España, me pareció un tipo rápido, sagaz, con unos objetivos muy claros en la vida, y muy bien educado pese a sus ocasionales tacos o altisonancias que no eran tales porque siempre venían a cuento y se soltaban con buena dicción, aunque a través de ellos se pudiese intuir una cierta facilidad para la crueldad. Al tiempo Cela se apeaba del pedestal y parecía ofrecer cierto lado, si no a la amistad o el compadreo, sí a cierta complicidad en la literatura.

Y era, al tiempo y pese a todo, una de las personas más difíciles de entrevistar. Con el tiempo comprendí que se trataba de un arquetipo: el de quien ha sido entrevistado ya tantas veces que ha dejado de buscar respuestas a esas preguntas -ha dejado de oírlas- y simplemente va sacando del cajón las que han ido quedando bien, o eso parecía, en otras muchas entrevistas. Es algo de lo que me di cuenta cuando a su vez fui acumulando entrevistas por mis libros. Aunque me sucede muchísimas menos veces que a Cela, también me cuesta más dar respuestas originales cada vez que me formulan la misma pregunta.

La primera entrevista que reproduzco es una que le hice con ocasión de una de sus novelas experimentales y más interesantes, Cristo versus Arizona, un año antes del premio Nobel. Y luego una parte (El País no la tiene digitalizada entera) de la que le hice al día siguiente de la concesión del Nobel, en compañía de Joaquín Vidal, el mejor crítico de toros del último medio siglo en España y uno de mis mejores compañeros en el periódico. Juan Cruz nos había enviado a los dos, como si un artista pudiese ser interrogado por dos personas al tiempo -yo creo que no: una entrevista a un escritor es un acto de seducción y nadie puede ser seducido por dos personas al tiempo-, y de todas formas Joaquín, al no escribirla, no quiso después firmarla.

Vista con distancia fue una experiencia divertida pero en aquel momento no lo fue. A medida que la casa de Cela en Guadalajara se iba llenando de gente -casi ningún artista, escritor o editor, más bien amigos de Marina Castaño, la segunda mujer de Cela-, yo tenía la progresiva sensación de que la entrevista iba a naufragar en cualquier momento y tendríamos que volver a la redacción diciendo que había sido imposible entrevistar al premio Nobel español (en cuyo caso sería sin duda mi última entrevista en El País).

El que la sacó adelante fue Cela. Inasequible al caos del festejo y las felicitaciones que interrumpían a cada rato, el hombre fijaba sus ojos en los entrevistadores y decía: «sigue, sigue». Y eso hacíamos.

Luego, a la salida, Marina Castaño nos preguntó sobre las fotos de las celebraciones del día anterior, tomadas por uno de los fotógrafos del periódico, de las que Juan Cruz le había prometido un juego. Y aunque le dije que si Juan se las había prometido, sin duda se las enviaría, ella no me debió de creer porque me volvió a preguntar otra vez, y otra, y al final se puso pesada y me dio la impresión de que estaba exigiendo.

Y me pregunté una vez más si unos periodistas deben hacerse amigos de un entrevistado, o de su mujer, y prestarse a enviar fotos de fiestas. Aunque sean las de la alegría por un premio Nobel.