MIRADA SORELA

Mutis, un esbozo

Apartado: Diálogos, entrevistas e invitados

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«…era un tipo sutil y finísimo, como no siempre corresponde a un poeta…»

Nos preguntó qué tal estábamos, qué tal el viaje, y Esperanza le dijo que le dolían las piernas.

-Eso es el plomo de la contaminación, que se te está aposentando en las rodillas, comentó Álvaro Mutis, y nos sonrió a modo de bienvenida a su acogedora casa de México, con esa gran sonrisa que tenía, o quizá riese, se reía con generosidad, sin guardarse nada para después.

Y sin embargo era un tipo sutil y finísimo, como debiera corresponder a un poeta y no siempre corresponde. Tenía una voz de doblador de películas, lo que en efecto fue en algún momento de su vida, no tan bohemia como se sugiere -a fin de cuentas trabajó en grandes empresas casi todo el tiempo-, ojos achinados que pensaban siempre, aunque riesen a menudo, y una memoria de circo. Era el único colombiano que yo conozca que afirmara recordar perfectamente a mi abuelo materno, médico, en su laboratorio y farmacia en una esquina de una Bogotá casi colonial (prehistoria también de mi abuelo), que él podía citar y yo no.

Tuve la suerte de conocer a Mutis y frecuentarlo algo antes de que la gloria lo secuestrara, como a muchos, y se lo llevara a los previsibles hoteles del circuito obligatorio de los escritores de éxito en Madrid. Entonces llegaba a la Residencia de Estudiantes, antes de que lo convirtiesen en un hotel casi tan predecible como los otros, y decía que disfrutaba con sus camas estrechas y más bien duras, los cuartos pequeños, propios de un colegio mayor, y los fantasmas de la Generación del 27 que todavía se paseaban por los pasillos y que fueron los primeros en marcharse tras las reformas. Entonces escribía sólo poesía, según él en los aeropuertos -viajó mucho como representante de un par de multinacionales de petróleo y de cine-, y era generoso con su tiempo y entre sus amigos se contaba gente de todas las edades: una rareza entre los grandes escritores hispanos.

Siempre tuve la sensación de que Álvaro Mutis, pese a las apariencias, vivía atrapado en un personaje que no le gustaba mucho pero tampoco podía hacer gran cosa por evitarlo. Él me habló de ello en una entrevista, su frustración, por ejemplo, por la tragedia de que todo el mundo tomase a broma lo que para él eran muy serias convicciones monárquico legitimistas, entre otras cosas porque me imagino que no son muchos quienes podrían hoy definir tal concepto. Pero creo que el equívoco es más, mucho más amplio. Aunque conservaba un acento bogotano muy puro (bogotano de los de antes), pese a vivir en México desde hacía décadas, no estoy muy seguro de que él, el creador de Maqroll en Gaviero, un viajero sin más patria que el mar y la tierra caliente, se sintiese cómodo con el papel de escritor nacional que poco a poco la industria identitaria le ha ido adjudicando y en la que finalmente lo ha encerrado: Ese espejismo romántico patriótico, tan cómodo para profesores de literatura, gestores culturales y periodistas, mediante el cual los escritores representan tal o cual sitio: Argentina, México, Perú, Colombia… Me pregunto cuál habría sido la repercusión de Mutis -nótese que no hablo de su importancia sino de su repercusión, no es lo mismo- de no ser por su muy difundida gran amistad con García Márquez y el hecho de ser el lector de sus manuscritos, o inspirador de alguno de sus libros, como El general en su laberinto, libro tan estupendo como incomprendido. O de no haber pasado por la cárcel, para escribir, por cierto, una de sus mejores obras: Cuaderno del palacio negro. Un episodio del que rara vez se habla, y no se suele saber, por tanto, que fue debido a una excesiva generosidad de Mutis, relaciones públicas de una empresa, que tiraba del presupuesto como un gran señor y mecenas para subvencionar a artistas amigos.

Era sin duda el mejor conversador que recuerdo, y me parece que eso es algo muy propio de los colombianos de su generación. Era también alguien de quien no se podían esperar lugares comunes y sí en cambio ideas propias, a menudo deslumbrantes u originales, sobre casi todo. Tenía una erudición que habría sido espectacular de haberse él dejado ir, cosa que no hacía, y una curiosidad también infrecuente: en nuestro segundo encuentro me comentó mi primera novela, pero creo que se trataba sobre todo de una cortesía de salón con un periodista. Se lo agradezco igual, del mismo modo que el manuscrito de una de sus novelas, que más tarde me regaló. Y le agradezco algunas lecciones, como una pequeña guía para saber beber: No beber para arreglar problemas. No beber solo. Y no beber porquerías, entendiendo por porquerías todo lo que no sea un estupendo whisky y no recuerdo si un magnífico coñac: nada más. Tampoco olvido su convicción de que no se debe vivir de lo que se escribe si se quiere escribir con libertad.