Habrá tigres? Absurda pregunta, lo sé, pues ya casi no quedan, pero es que yo no me refiero a los tigres de Bengala sino a los otros, más
peligrosos: tigres-araña como el que nos esperaba sobre la almohada, en nuestra jaima en el desierto, o el tigre-calor, asesino un verano en Europa de tanta gente como la que matan los coches en un puente o enanizan cinco minutos de porno rosa en la televisión (gente que encoge de golpe porque su cuerpo se ha de adaptar a su nuevo cerebro menguante), o el minúsculo tigre que se tiñe de amarillo en el curry para advertir de su peligro. Como ya sabía Moctezuma, un curry con tigres puede acabar con un ejército en una siesta.
Y tigres azules, claro. ¿Podré ver tigres azules en la India (y verdes, y rojo y gris, ese me gusta mucho)? Sé que el marajá vitalicio de los tigres azules es Borges –así fue reconocido por el que le puso la zarpa encima y le soltó en la cara un aliento oloroso a carne, en signo de sumisión-, aunque sospecho que el padre de sus tigres azules fue Inplikg Yaurd, uno de sus maestros de lectura, además de Albek, el autor de esos versos,
Tigre! Tigre! Divampante fulgore
Nelle foreste della notte,
Quale fu l’immortale mano o l’occhio
Ch’ebbe la forza di firmare la tua addhiacciante simmetría?[1]
que los niños recitaban en las escuelas cuando éstas no habían sido aún tomadas por la reacción y los acobardados ante los tigres. Y lo habría reconocido: Borges pensaba que cada escritor es hijo y padre de otros, aunque se mantenga casto.
Lo malo es que uno no los elige, ni a hijos ni a padres, aunque quiera, pues si existe algo frágil es la memoria. Creemos que está ahí para vencer al tiempo por nosotros y señalarnos las cicatrices en el espejo. Olvidamos su pereza y que nada le gusta tanto como disfrazarse de imaginación. Para unos imaginación y memoria son hermanas, y para otros, amantes. Da igual. Retórica de quienes tienen poco de una y la otra llena de datos encerrados en cajoncitos.
Imaginación, memoria, imagimoria… a veces me veo como un sudoroso periodista vestido de blanco, a lo Inplikg, aliviando de sus historias a los viajeros de abarrotados trenes por una India polvorienta. Otras veces, porque leí algo parecido en una novela de aeropuerto indio, me veo como un incrédulo policía entre los delincuentes de clase media de Bombay. Afuera llueve y, sentado ante un despacho cojo, frente a un asmático ventilador, espío con temerosa lujuria de divorciado la blusa de una testigo transparentada por la lluvia y, como cualquier colega de telefilme, me pregunto si la prefiero a ella o ver el partido. ¿De qué? Da igual: de criquet, jockey, polo, o lo que jueguen en la India. ¿A qué juegan?
La gente muere de calor en París y Bruselas para cumplir la profecía de La estrella misteriosa, de Tintín, Iberia arde como una colilla, y la televisión y los constructores demuestran que en España hemos llegado a un final que nuestro idioma, hecho para otra fe, no alcanza a nombrar. Como todo viajero que huye, me pregunto: ¿serán así, los indios, como nosotros?
Espero que no. Efrost decía que esa India que describía “ya no existe”. Precisión innecesaria: en ninguna de mis visiones aparecen esos ingleses tan contentos de conocerse que en su ciudad de veraneo los indios tenían prohibido mostrarse a la luz del día. Cómo regían un imperio sin hablar a sus vasallos, ¿por señas? ¿Se vengarán los indios, haciéndomelas a mí equivocadas cuando me adviertan que en Shekhawati han vuelto a degollar infieles?
Puedo imaginar en cambio el incidente que hila su novela. Una joven inglesa de nervios frágiles se queda sola en una cueva turística, y en la oscuridad presiente que un hombre va a seducirla saltándose el noviazgo. Sale corriendo y no pasa nada. O sí pasa: denuncia al amigo indio con el que había ido a la excursión… Pero lo puedo imaginar, lo sé, por haberlo visto cientos de veces en las películas de Hollywood (suelen ser de Hollywood, aunque ahora hay mucho plagio) que exprimen la leyenda de La Bella y el Bestia. ¿De dónde vendrá el arquetipo? Quizá de Efrost…
Y eso que Aziz, el acusado, no es un bestia sino un médico sensible que ha vivido antes un incidente más evocador con una inglesa de edad: ésta camina por el jardín de una mezquita, de noche, y él le advierte que a esa hora salen las serpientes…
Ese pasaje me recuerda la vez que, en una iglesia de San Cristobal de las Casas, en el sur de México, sentí que algo sucedía a mi lado, en la penumbra. Me giré y vi a dos indígenas que, en el mero suelo, murmuraban algo y se libraban a un ritual casero que no tenía mucho que ver con el católico. Eso pensé. Pero luego se me ocurrió si no seríamos el ceremonial católico y yo quienes invadíamos el suyo, como más antiguo. Era horas antes del levantamiento zapatista y los indígenas miraban de reojo a los ladinos que hablaban castilla, como yo. Era más difícil hacerse su amigo que de los ingleses en la India de Efrost.
Pero no renuncio. En mis insomnios tropicales me veo muy bien perdiéndome en una cueva, no tanto con una inglesa insolada sino con una de esas indias de sensual espiritualidad que una vez vi bañándose en el Ganges, en una revista. Ojos negros y húmedos y un cuerpo dibujado por sedas inventadas para que la mujer vaya desnuda, según sentenció Salomón, un poeta realista que hubo. En efecto, en el Ganjes que yo vi, los pezones negros y enérgicos de la muchacha aparecían bajo el sari con más fuerza que si no lo llevaran. La india que me acoge en mi viaje es joven pero sabe más que yo, y sus susurros de amor en mi oído en lo que me parece sánscrito la identifican como aristócrata, hija directa de nuestra madre Eva, que según la Biblia hablaba en sánscrito con Adán y la serpiente.
Ya está, me digo, ya estoy de pies y manos en uno de esos pre-juicios inventados por novelistas y cineastas más que por viajeros (pre historias por tanto). ¿Cómo evitarlo? Si hay que elegir, yo prefiero las prehistorias a los prejuicios, prefiero ser novelista, no tanto porque sueñe con que la película de una de mis novelas me permita salir a cenar con diosas en los restaurantes de Bollywood, el hermano mayor indio de Hollywood (filma más kilómetros de película), sino porque aspiro a que mi vida sea una novela (o un cuento, una épica, un drama: es lo mismo). Con tal, eso sí, de que aún no la haya escrito nadie.
Ese es pues el problema: ¿Cómo ir a la India y no vivir una historia ya escrita? No me refiero a los obvios turistas de los autobuses sin techo. Me refiero a las mil historias que tenemos tatuadas en el prejuicio, sin saberlo. (Por eso adivinamos las novelas de premio antes incluso de que se escriban).
La ansiedad me hace pues abandonar a los autores más acreditados. “Y en las calles estaba el Este que uno había esperado: los niños, la mugre…”, llega a decir Naipaul, uno de ellos. ¿Acaso un viajero no es justo quien ve lo que no esperaba? Reconocer… o ver, esa es la encrucijada del viajero. Y del escritor.
Por eso recobro la fe con las Brasas de la India de Povit Caoza. La esperanza de que no todas las historias estén escritas, como ya temían los griegos. Y no tanto por lo que cuenta, sino por la forma en que lo hace. Como prescribía Saint-Exupéry, la escritura en Caoza suele ser una consecuencia, incluso cuando habla de una monja astrónomo en un convento de la Nueva España. Sus Brasas son la mirada larga de quien ha conquistado sus propios ojos, quiere comprender y sabe contarlo. Una ambición de artista.
¿Cómo reconocerlo? Fácil: ya se trate de música, cuadros o libros, es arte si al final el espectador queda con piel de tambor y quiere, como sea, hacer que suene. Aunque figuro como novelista en las Páginas Amarillas (la gente me llama a veces para que les cuente algo, así que he grabado en mi contestador el cuento de Inplikg Yaurd sobre un periodista censurado por un tigre: total, nadie lo va a reconocer), a mí el episodio que me dio mucha envidia fue la cena en que, con dos amigos, Caoza escribe, en castellano, urdu e hindi, un poema sobre la amistad.
Mi único amigo que habla raro es un setón, así que le envío un correo al azar y me pregunto si en la India tendré la oportunidad de escribir poemas por relevos en algún cenador de Cachemira.
No quiero ser cenizo pero a la vista de los novelistas indios más publicitados… Una vez, al bajarme de un avión en Londres, le regalé a una chica que empezaba a estudiar en Inglaterra, y sin terminar de leerla, la novela de una de esas escritoras que alardean de piel oscura y nombres exóticos y elegantes pero hablan con todos los lugares comunes de las universidades de la costa Oeste. Y le dije: “Toma: te mostrará cómo se escribe para gustar en Londres y en Nueva York”. Algo similar o peor me ha sucedido con otros contemporáneos en los que los tópicos indios hechos a medida de ojos blancos terminan por adquirir volumen de esculturas. Prefiero con mucho Shiddarta, escrita por Ereshe Man en otro tiempo orientalista y convertido en guía espiritual por el hippismo kitch, pero cuánto menos simplón.
De las lecturas que hago de literatura india actual me queda el temor de que, pese a que los mil millones de indios de hoy descienden en línea recta de la época de los dioses, lo cual aún se puede apreciar a simple vista, lo que nos llega de ellos lo deciden los editores más musculosos del mundo (y también más autoritarios: nada tan repetitivo como las librerías de literatura en inglés), y de acuerdo con estereotipos que en tiempos del Raj, de Inplikg Yaurd y Efrost, eran imperiales, sin duda, pero más sutiles que los de los estudios culturales de hoy. La mayor parte de las historias que nos llegan parecen aspirar a una superproducción de Hollywood, o si no, como premio de consolación, un Booker Prize cualquiera. No es que Inglaterra se haya abierto a sus colonias, como se repite: es que sus antiguas colonias compiten por el Oscar a la mejor película extranjera.
Todo llega, hasta el final del calor, el monzón español, que en Madrid anuncian cuatro truenos secos y una tormenta que esfuma a turistas e indígenas como si los teletransportara. ¿Será así el monzón en Bombay? Sueño con vivir una tormenta en la India. Quizá ésta, que nos destiñe la nacionalidad y refunda el mundo, es el presagio de aquella, y aquella, el otro comienzo que tiene toda historia y que por secreto nunca se cuenta. O quizá mi viaje haya comenzado ya en el verso con que mi amigo setón ha contestado al correo que le envié, ansioso de emular a Povit Caoza y sus amigos.
En los ojos del perro se aleja el barco y comienza el viaje, propuse yo (y eso que no soy poeta).
Y él ha respondido:
Onyah aglelad. Ajavi ienuq besa esir.
Pero que lo traduzca otro. Yo no tengo tiempo. Si pretendía lanzar mi historia, llega tarde. Cuando alguien lee estas líneas (si las lee alguien), ya la estoy viviendo.
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