Supongamos un instante en el Gran Canal, tal como hizo Canaletto en cualquiera de sus cientos de cuadros. Y tomemos por ejemplo a ese individuo, ya no tan joven pero tampoco viejo, que en una lancha-taxi se dirige a velocidad rigurosamente limitada al embarcadero de la Accademia Desde allí seguirá a pie hasta via Campo Santo Stefano, en cuyo Banco di Lavoro entrará con el ceño fruncido, aire ocupado y sin mirar el reloj: lógico, es el director, y sabe además que llega antes que casi todo el mundo. Esa generosidad con su tiempo ayuda a comprender que a sus 37 años sea el director de un banco en Venecia.
Se trata de un trabajo soñado, o al menos, del viaje diario soñado al trabajo sudoroso al que estamos condenados desde que Adán y Eva pecaron en el Jardín: a modo de metro, un vaporetto veneciano. En lugar de la oscuridad del metro en Milán (la ciudad donde nuestro banquero se ganó sus galones), las luces improbables del amanecer, en invierno, o rebotando en las fachadas de los palacios en primavera: Venecia es una de las pocas ciudades del mundo en la que por razones diversas brillan las piedras. Y como compañeros de viaje, venecianos tan convencidos de su linaje que lo exhiben en sus discretos modales de grandes señores, o turistas rindiendo sin fin pleitesía a la ciudad.
Pero algo falla, por decir algo, en este sereno cuadro al modo de Canaletto, y además en este preciso instante: Por ejemplo.¿por qué esta mañana Fabrizio va en taxi? (Se llama Fabrizio, un nombre que es más de héroe que de banquero). Aunque es cierto que dirige un banco y se puede pagar la tarifa de carruaje de los taxis venecianos, aún es temprano y no llega tarde –única remota posibilidad que justificaría el exceso-, y además se le ve cómodo en su asiento, brazos abiertos abrazando el mundo, disfrutando, se ve.
¿Acaso no era así, antes? ¿acaso no disfrutaba al remontar el Gran Canal?
Pues no, no disfrutaba. Suena improbable pero lo cierto es que al comienzo de su estancia en Venecia –y dentro del vaporetto, además, lloviese o no- Fabrizio repasaba casi siempre algún documento, o hacía cosas con el teléfono móvil: ¿jugaba? No le pega, si bien hasta el momento se desconocen los efectos que sobre la siquis de las personas tienen Internet o los jueguecitos de los teléfonos móviles.
Pero un día se quedó sin documentos y sin juegos y salió al puente del vaporetto, y coincidió en que justo en ese instante un rayo de sol atravesó una nube, y cruzó la lluvia y el Gran Canal y fue a parar a una ventana cuyo reflejo llegó hasta los ojos distraidos de Fabrizio y lo pilló con la guardia baja.
Desde entonces no es el mismo. El primer síntoma fue cuando le dijo a su jardinero que no arreglase su jardín, uno de esos pequeños secretos escondidos en Venecia detrás de muros verdosos en penumbra. Quería verlo un poco más desordenado, le dijo.
A partir de entonces no sólo dejó de usar las camisetas con animal en la tetilla izquierda, los relojes de las revistas de avión, las gafas de sol de gente más joven. Mucho más significativo es que, banquero muy capaz de ejecutar a la gente si se retrasan en los plazos de una hipoteca, un día, hace no mucho, fue sorprendido pescando con caña en el canal del Duca desde la ventana de su despacho. Es evidente que Fabrizio ya no es el mismo y, a juzgar por cómo está mirando en este mismo instante, repantingado en el sofá trasero de su taxi mientras la banderola ondea sobre su cabeza -nada especial, sólo mirando-, está claro que las cosas van a cambiar aún más en adelante.
Delante suyo, en el vaporetto que el taxi doblará en un minuto, va Urruz, inmóvil, con los ojos fijos en el suelo del barco, indiferentes al esplendor de los palacios y al millón de reflejos que desde el agua y las fachadas –e iguales al que cruzó la lluvia y desde un palacio cazó a Fabrizio desprevenido-, acosan e intentan agarrar, como monedas, los ojos de los turistas.
Él permanece inmóvil y ciego, como si no fuera con él… y el asunto no tendría mayor interés de no ser porque sí va con él. Es un turista.
¿Acaso no lo somos todos?
Bueno, él lo es en ambos sentidos: Porque llegó ayer y se alojó en el Danieli, en una suite sobre el Canal, como si el dinero ya no importase. Y porque en efecto ya no importa: hace unos días en el servicio de Hematología del Hospital Clínico Universitario de Salamanca le dieron a elegir entre arrastrarse dos años más por hospitales (máximo), a la espera del tratamiento “que está a punto de llegar, se sabe”, o seis meses, con suerte.
Él eligió ir a Venecia. Antes ha estado ya en Lisboa, para ver a un amigo con peor suerte que él, por si acaso algo falla y no se ven dondequiera que se reúnen los muertos. En Nueva York, para ver en la Frick Collection un cuadro que una vez hizo llorar de felicidad a su madre. Y ahora ha viajado a Venecia (nótese el trazado del viaje, irregular y caótico, el camino a la muerte no suele ser lógico), ha viajado a Venecia para quitarle a su padre, por si acaso se vuelven a ver, un viejo reproche: ¿cómo ha podido morirse sin conocer Venecia? Mira que siempre se lo dijo: ¿Cómo puedes ir a la India (a México, a Moscú, a Ecuador, a…) sin conocer Venecia?
El problema es de tipo metafísico: ¿Está conociendo Venecia?
Aunque parezca mentira, eso y no otra cosa es lo que Urruz se está preguntando mientras mira el suelo del vaporetto, indiferente al mundo: ¿Qué es conocer? ¿Qué será haber conocido? ¿Y para qué?
Preguntas ya zanjadas por la muchachita a la que sus padres llevan secuestrada en una góndola, un poco más adelante, y a quienes planta una resistencia tan fuerte que, tras la trinchera de un libro, no deja conocer ni su nombre. Llamémosla, por ejemplo, Paula, aunque no sea latina sino más del norte. No Paola: Paula.
La situación, según para quien, es clásica: Los padres han decidido llevar a la niña a Venecia, para ver si entre el león, San Marcos y los gondoleros la desbravan un poco, y ella ha decidido que todo eso son postales caducas de clase media periclitada. Para reafirmarlo, lee a Bukovski. No le interesa demasiado y ni siquiera entiende mucho de lo que dice, pero le ha bastado ver la (muda) irritación de su padre para elegirlo como trinchera. Sin mayor esfuerzo cada treinta segundos Venecia ofrece diez ángulos que podrían competir en la final olímpica de vistas, la góndola se mueve con una cadencia que es ya de otro mundo, el azul de su cubierta es el más bello que podrá ver nunca, y ella no lo sabe, pero Paula se atrinchera en Bukowski. A ella le van a enseñar lo que es la belleza. La belleza, piensa rabiosamente mientras siente el nudo en la garganta de sus padres como si lo pudiese ver, la belleza, en su vida, será lo que a ella se le ponga en…
Pero se equivoca, y no sólo en eso: es cierto que su padre se enfureció una vez más al abrir el libro y ver lo que ponía, si bien su padre ha cedido en casi todo pero no en lo de prohibido prohibir de su juventud y que por otra parte le resulta mucho más cómodo. Igual que olvidar el cabreo, que ya se le ha pasado.
Ahora el pobre tiene que lidiar con su memoria. Igual que su mujer.
Han cometido el error de regresar a Venecia años después, y eso es algo con lo que siempre hay que tener mucho cuidado. Porque Venecia es la misma, aunque en cada marea la plaza de San Marcos desaparezca bajo un lago y amenace con no volver, pero ellos ya no lo son, y Venecia es una de las ciudades que en el mundo ponen eso al descubierto. Ellas se conservan, aunque se inunden y se llenen de grietas, pero nosotros no.
Sobre todo, nos enseñan lo que quisimos ser y no somos.
Y eso es lo que propone también el Canal en ese instante, único e irrepetible aunque se parezca a los cientos de cuadros de Canaletto.
¿Y si fuese la niña la que acudiese a conocer Venecia antes de morir? ¿Y si fuese Fabrizio el empeñado en leer un libro para que no le impongan cierta Venecia? Bueno, es un poco así: en caso contrario no pescaría desde la ventana de su despacho. ¿Y si fuese Urruz quien mira a una mujer con un pañuelo de azul góndola amarrado al pelo, y se imagina que acaba de llegar a Venecia y que todo es aún posible?