Soy nieto de explorador e hijo de viajeros -un español y una colombiana-, y a los doce años había cambiado ya dos veces de continente, vivido en cuatro idiomas y hecho en barco la travesía del Atlántico. Esas son las circunstancias más decisivas en mi vida y lo que escribo. También la de haber sido un niño con una garganta débil a quien obligaban con frecuencia a permanecer en la cama, junto con muchos libros y largos momentos de aburrimiento y ensoñación. Tengo una deuda con el aburrimiento, o al menos el silencio, así como con mi padre, que le devolvió a un amigo a los dos días el televisor que nos había regalado. Sólo vi la televisión pasados los treinta. Eso, hoy, marca una vida de escritor más de lo que resulta imaginable. Estoy muy agradecido con mi trabajo de profesor de redacción, en la universidad de Madrid, en el que me pagan sobre todo con tiempo y por enseñar a jóvenes a pensar con libertad, y dándome a mí una plena a la que no sabría renunciar. Sé que no es una experiencia generalizable y ya se alcanzan a insinuar ciertas sombras grises sobre la universidad española.
Fui periodista durante un par de décadas, en las que hice de todo: desde corregir noticias de corresponsales semi analfabetos pero que tenían “el colmillo retorcido” del que yo carecía, y que según un director que padecí es indispensable a la profesión, a emitir sentencias graves desde una columna semanal durante mis últimos cuatro años en El País, en Madrid. Agarré una alergia casi insuperable a los “actos culturales” y entrevisté a cerca de ciento cincuenta escritores y saqué la conclusión de que los más interesantes eran con frecuencia los que menos se lo creían: Leonardo Sciascia, Susan Sontag, el historiador Georges Duby, el lexicógrafo Rafael Lapesa… gente ya algo de vuelta de la vanidad que atenazaba a casi todos los demás. U Octavio Paz, que pese a estar ya muy enfermo, me deslumbró tanto con su inteligencia que me bajé del taxi que me llevaba de regreso al periódico para no tener que aguantar la radio del taxista. “Y encima me pagan”, pensé agradecido cuando hablé con Leonardo Sciascia tres días seguidos en Sicilia, o en otras memorables ocasiones.
He escrito sobre todo novelas y cuentos, más o menos relacionados entre sí, aunque independientes, y un par de ensayos. Uno sobre la juventud y el periodismo de García Márquez que tendría que corregir mucho, y otro sobre algunos fundadores de la escritura moderna: Faulkner, Borges, Stendhal, Shakespeare y Saint-Exupéry. Pero cada vez me quedo más tiempo callado cuando me preguntan qué tipo de literatura escribo: novela, cuento, ensayo, teatro… estoy más y más convencido de que son categorías interesadas, que no responden tanto a realidades literarias sino a los intereses comerciales o así sea académicos que gobiernan hoy buena parte de la vida literaria. Quizá influya en ello el hecho de haber escrito y dirigido teatro durante diez años con grupos independientes. El haber entrevisto, al escribirlos, hasta qué extremo los ensayos tienen que ver con la creación. Y con haber viajado con bastante intensidad para últimamente escribir, no de viajes, sino a partir de viajes. Esto termina por empequeñecer y hasta ridiculizar cualquier frontera.
Dicho sea sin alarde sino como la constatación de un futuro que ya ha comenzado a llegar, aunque parezca que no muchos se hayan dado cuenta.