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Neura de tigre en Rantampoor

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EN: HISTORIA DE LAS DESPEDIDAS, 2008

Deslices

@Flávio Cruvinel Brandão

Un cuervo suelta un cagarruto ácido y verde que, tras dos días secándose a la intemperie en la explanada de un templo de Nueva Dehli, va a pegarse en el calcetín de un turista.

Una vez lavado con cuidado con el jabón del hotel, y para evitar que toque el lavamanos, el calcetín es colocado sobre una bolsa de aseo.

  1. El calcetín se impregna del intenso aroma del jabón de lujo de tercera del hotel, cuyo resto irá a parar a la joven hija quinceañera de uno de los camareros.
  2. Lo que había en el calcetín, y que no logró quitar el jabón, se mete en la bolsa de aseo y se desliza hasta:
    1. el cepillo del pelo
    2. y el de los dientes.

2.a: Este pasa a

2.a’: una garganta y

2 a’’: un estómago

2 a’’ 1: Y mata al propietario de esos dientes y de ese estómago.

2.a’’ 2: Pero antes el propietario ha besado a una joven más fuerte que, después de presagios, granos, fiebres, sudores,                                                             delirios, queda 5 kilos más débil (y guapa). Esos 5 kilos, en parte, se han evaporado.

3. Se han ido por las alcantarillas,

 

y después de varias peripecias tipo a, a’, a’’…, alimentan el estómago de una de esas ratas que se pasean por entre las vías de la New Dehli Train Station (y por casi cualquier lugar de la India), sin que nadie las moleste, pues hacen de basureros y de dioses, y por pura conciencia social: nadie les paga.

Una de esas ratas, gordas, lentas, conscientes de su importancia, sale un día de septiembre a las vías y ve a un sujeto encima del andén. En realidad ve a muchos pero lo elige a él. Se lo queda mirando. Y parece que no pero así, a ravés del aire, al sujeto le llega…

 

Lo que cuelga de los ojos

Veterano viajero, y además, tacaño, podía resistirse a todo tipo de ofertas pero no a los ojos. Los ojos de los indios y sobre todo las indias le salían al paso, siempre negros, siempre brillantes, y en todos y cada uno le parecía reconocer su destino, y un destino, en todo caso, mejor que el de las muchachas Nike que le estaban reservadas, el de esposas de televisor, el de divorciadas de Club Mediterrannée, desesperadas.

O sea que se compró un par. No buscó mucho porque la oferta era abundante y casi todo le satisfacía, pero tacaño como era (y viajero veterano) regateó duramente hasta hacerse con un par de ojos a un precio incontestable en Madrid, Estocolmo, Nueva York y Buenos Aires.

Una vez en casa los puso sobre el televisor, para verlos.

No era lo mismo. Instalados sobre el televisor, los ojos seguían brillando, pero ya no era lo mismo. Ya no había destino en ellos, no sé si me explico.

O sea que tan pronto pudo volvió a la India y, tras estudiar lo que fallaba, se compró unos dientes. Cierto: llegó a pensar que lo suyo era comprarse una sonrisa entera pero, avaro como era (y viajero experto) pensó que teniendo ojos y dientes, él ya se encargaría de poner la sonrisa.

Las cosas no funcionan así, y tampoco esta vez funcionaron.

Y por una vez la obsesión pudo más que la avaricia: una y otra vez regresó a la India y se fue trayendo sonrisa, orejas, párpados (para la caída de ojos), pechos, para rellenar los vestidos con curvas (perturbación que les faltaba a los primeros pechos pues también aquí regateó), vestidos, colores para los vestidos, y así hasta ir completando por piezas una india bellísima que cuando quedó terminada (al final resultó mucho más cara que si se la hubiese llevado entera) no le sedujo como le seducían las mujeres en la India sino que se puso a bailar y a cantar como los cantantes de los concursos de sábado por la noche que emitían todos los canales de la televisión sobre la que había sido criada, que la había, por así decir, amamantado.

 

El suegro hindú

Regresa de India (como dice él), con la luz de la verdad en los ojos y en la frente. Ha dejado de comer carne, bebe yogurt y se emborracha con especias que le arden en el corazón y le hacen echar llamas por la boca.

Hasta ahí, todo normal. Lo difícil es que ahora su novia le parece estúpida, o peor, previsible –con lo inalcanzable que le resultó-, y el negocio ganadero de su padre, una empresa conservera, un asesinato, un robo legalizado.

Y éste se da cuenta.

– ¿Te pasa algo?, pregunta un día, al caer en cuenta al fin de que su hijo no come carne.

– Pasa que matas. Y que robas.

Suena tan fuerte que a su madre se le paraliza la mandíbula con un trocito de solomillo mitad trocito mitad papilla, entre las muelas de la derecha.

– ¿Cómo dices?

– Que matas, se ratifica él, y seguidamente, armado de vegetarianismo y la obligación de tener buenos pensamientos y decir la verdad, le explica a sus padres y a su hermana que habitamos la última reencarnación y no podemos matar nada ni comernos a nadie.

– ¿Ni un huevo?, pregunta su hermana, parece tonta pero lo suyo ya no cabe en esa palabra sencilla.

– Ni un huevo, confirma él con fervor.

Y lo explica durante días, semanas, meses, hasta que parece que en su casa el choque de generaciones ha cicatrizado al fin en tedio y aburrimiento. Comer un bistec o una simple salchicha provoca una filípica sobre la metempsicosis o transmigración de las almas, y una minifalda de la hermana, nostálgicas evocaciones sobre la discreción de las mujeres del Rajastán (pronunciado Rajshtan), que no necesitan provocar al hombre para convertirse en alegres siluetas del desierto, vestidas con las más bellas telas del mundo, rivalizando en gracia con las gacelas, el trote de los camellos y las curvas de las dunas que modula el viento.

Y así. Una auténtica pesadez que viene a reavivar viejísimas sospechas del marido inspiradas por la aguileña curva en la nariz del muchacho –en su familia las narices son chatas-, y enconar los típicos rencores pues la mujer toma partido por su hijo vegetariano, como siempre hacen las mujeres y en particular con los hijos vegetarianos. Todo parece haber entrado en el cumplimiento de una de esas existencias sentenciadas cuando un miércoles de agosto un lejano monzón parece reventarle al padre a distancia una venita en la frente.

– Está bien. Has ganado, se rinde.

– Qué quieres decir, pregunta el joven, nunca se lo habría esperado.

–   Que nos convertimos todos al Hinduismo.

Y así es. Y una vez convertidos, vende su matadero y se concentra en su nueva obligación de buscarle una esposa a su hijo.

 

Insomnio de escarabajo

Llegados ante el hotel, tras un agradable paseo por las dunas, el escarabajo del desierto no quería bajarse del camello porque le daba miedo.

– ¿De qué?, preguntó el escéptico camello, tenía ganas de ir a doblar las rodillas sobre la suave arena y contemplar el crepúsculo.

– De los mosquitos.

– ¿Mosquitos? -El camello no se lo podía creer del todo-. Pero si yo tengo mil que andan conmigo y no te han molestado.

– Si, pero los tuyos son de casta inferior y jamás se atreverían a meterse conmigo, dijo el escarabajo, que viajaba por primera vez a la ciudad y era un poco inocente. Yo le tengo miedo al anófeles que vive en los sitios como éste y sale cuando menos se le espera.

– En efecto, el hotel Mandir Palace de Jaisalmer era mitad palacio de Maharajá y la otra mitad hotel siniestro, con retratos de maharajás casposos, polvo centenario, hormigueros en las duchas y todo el aspecto de tener anófeles como mínimo.

El aguante del camello es casi infinito, como es sabido, pero no su paciencia, que es de aristócrata, así que a eso de las 9 de la noche, que en la India es como medianoche, el camello propuso:

– ¿Quieres que llame a una amiga para que te haga compañía y te proteja del anófeles?.

Por la calle, afuera de los muros del castillo, circulaba una apretujada muchedumbre de ratas, cuervos, cerdos salvajes con el pelo alborotado, perros mudos, elefantes sometidos, lagartos, cabras y otras castas inferiores, así que el escarabajo aceptó y al poco se acercó una amable dama contoneándose que aceptó acompañarle hasta la habitación. Distraído por el porte real de su acompañante, el escarabajo debiera haberse fijado en que el mono que les conducía llevaba la casaca blanca más bien sucia y tenía la típica sonrisa insolente de tantos porteros de noche en hoteles sospechosos. Pero no se fijó y sólo una vez llegados a la habitación, y bajo una luz tuberculosa, pudo ver que su acompañante era una cobra real de ojos dorados, que preguntaba, amable:

– ¿Prefieres el lado derecho o el izquierdo?

– Pero cómo: ¿vamos a dormir juntos?, preguntó el escarabajo, viejo solterón porque sus padres no habían logrado conseguirle una esposa a la altura de su casta, y además pudoroso.

– ¿Cómo quieres, si no, que instalemos el único mosquitero que traes en tu equipaje?

– ¿Pero a ti también te puede atacar el mosquito anófeles?, preguntó el escarabajo: al fin de cuentas el camello le dijo que ella le protegería del mosquito…

– ¿Y a quién no?, preguntó la cobra. En cualquier caso, prefiero no hacer la prueba.

Así que se tendieron y apagaron la luz. Y a medianoche, el pobre escarabajo, que no había pegado ojo, vio que la cobra tampoco y preguntó:

– ¿Duermes?

– No.

– ¿Y qué haces?

– Espero.

– ¿A qué?

– A que te piquen.

– Pero cómo va a entrar aquí, con el mosquitero…

– Ya estoy dentro.

– Pero tú eres una cobra, no un anófeles.

– Lo era en la última reencarnación, cuando me gané el castigo de reencarnarme en cobra. Sin embargo, en algo he progresado: mi picadura es ahora más rápida que la de antes.

 

Los títeres

Ashok Solanki, secundario en tres películas, galán en 32, ya no galán en otras 12, conquistador de un número indefinido de mujeres conquistables y al menos de cuatro inconquistables –entre ellas una maharaní-, llegó al Naraim Niwas Palace, de Jaipur, y se encontró con la inaudita circunstancia de que no había habitación para él.

– ¿Cómo dice?

– Que no hay habitación, sire, le respondió el conserje, o mejor, el ayudante del conserje: era inconcebible que ningún conserje le negase una habitación en la India, aunque tuviesen que desalojar a un millonario americano. “Son las fiestas por Malmiti, y todas las habitaciones están reservadas desde hace meses”.

Y en particular las del Naraim, el típico hotel Heritage, con retratos de maharajás en las paredes, grandes jardines con pavos reales graznando y piscina con escudo en los azulejos del fondo para que los mediopelos se puedan sentir aristócratas durante un fin de semana.

Como se ve, su humor no era el mejor. Y no se identíficó, ni protestó, quién sabe por qué. Quizá porque, si se sabía que le habían negado una habitación, el responsable perdería su empleo, aunque no era ese el tipo de cosa que en el pasado le hubiese importado.

– Yo conozco un hotel… propuso entonces, vacilante, el conductor que le había traído desde el aeropuerto.

Y eso era un atrevimiento que también antes le habría impacientado y que ahora ya no.

– Sí, por qué no, dijo.

Media hora después, con la única compañía de dos matronas indias en una mesa vecina, una de ellas con una pierna recogida y haciéndose algo en una uña, el actor comía un pulao de pollo en el jardín del Rajastán Palace, el hotel universal de clase media, con piscina, jardín con mesitas y camarero servicial que tampoco le reconoció: Solanki era tan inimaginable allí como un tigre en un restaurante vegetariano.

Fue entonces, entre arroz y arroz, y mientras por la calle pasaba la fanfarria de una boda, cuando vio que al fondo del jardín sucedía algo, a la sombra de una pálida música de tambor, y al terminar su té fue a ver.

Lo que sucedía, quién lo habría dicho, era él mismo, hacía mucho. Dos muchachos, uno de ellos apenas más grande que su tambor, representaban con marioneras las historias más viejas de la India: la del encantador de serpientes, la del amor imposible, la de la danza del vientre.

Algo en ésta levantó una esquina en la curiosidad del viejo actor. Algo: una cadencia en la mano del muchacho moviendo el títere, cierta melancolía en la voz del niño, el ritmo primitivo y sutil que marcaba el otro con los dientes…nada especial, bien mirado, pero que como una pócima le colocaba en una esquina del jardín y le permitía verse en él, y verse también en el lugar del niño, y el del joven, y también, por qué no, en el de los amantes imposibles, en la serpiente que termina mordiendo a su encantador, en la inocente bailando.

– ¿Señor? ¿Quiere que cantemos algo?, preguntaba como desde muy lejos el muchacho mayor.

El actor salió de su ensimismamiento y habló con los muchachos un rato para ver si conseguía averiguar al fin si el tiempo gira en curvas o en órbitas.

Lo que no sabía, o no recordaba, es que el tiempo también tiene eclipses, accidentes, grandes estallidos de estrellas. El de Solanki sucedió cuando el muchacho imitó a un japonés comentando los títeres a su esposa.

En ese accidente celeste el actor terminó de recordar lo que es el teatro y, sobre todo, el talento. Ya se iba, de nuevo ensimismado, pero algo le hizo regresar y darle varios billetes a los muchachos que se quedaron mudos, paralizados con los billetes en las manos como si se los hubiese traído un cometa.

Y eso era, a fin de cuentas. El actor entró en su habitación, rebuscó en su sobado maletín de piel de camello, sacó su antigua navaja de afeitar y ahí mismo se degolló.

 

Neura de tigre en Rantampoor

Todo el mundo anda preocupado en Rantampoor porque el tigre no quiere salir.

– Es una cuestión de suerte: a veces se le ve, y a veces no se le ve, dice el conserje del hotel, pero se puede percibir un temblorcillo de nervios en su sonrisa, igual a las descritas en Muerte en Venecia o en Un enemigo del pueblo. Y no es difícil averiguar que no, que al tigre no se le ve desde hace rato, no es normal, que se sabe que el tigre no está enfermo pero algo le pasa. Y es ya el tercer día de los nueve que duran las fiestas de octubre, y los viajeros indios que han llegado desde Jaipur, Dehli y hasta Bombay se están impacientando, y para qué hablar de los europeos.

– ¿Sabe usted desde dónde venimos?, pregunta un español barbado con el tono dramático característico, siempre parece que los españoles están en el teatro. Le acompaña una joven muy bella que podría ser árabe, o india de Bombay, o también española… en cualquier caso se la siente igual de decepcionada por haber hecho todo ese viaje y no ver al tigre.

– No, desde dónde, pregunta el conserje, que lo sabe pero procura ser amable.

– Desde el otro lado del mundo, exagera el español.

Pero ni por esas. Al tigre le importa un pito, sigue sin salir, o sea que el viernes por la noche se convoca asamblea.

– Esto no puede seguir, hay que enviar una embajada, concluye el director de nuestro hotel, un tipo gordo ya muy mimado por los buenos negocios.

– Sí, claro, pero para eso hay que encontrarle, dice un tipo altísimo y jorobado, con mirada escéptica.

– La única capaz es Rekha, pero…

– ¿Pero?, interrumpe el gordo.

– …sigue con la depresión. No quiere ver a nadie.

– ¡Lo que nos faltaba!, se impacienta el gordo. ¡Un tigre que no quiere salir y un águila con depresión! ¡Y en octubre, con el aire ya tranparente del otoño, y la primera riada de turistas en años!

Deprimida y todo, pero buena persona, el águila Rekha acepta ir y regresa con una noticia desoladora.

– Ni siquiera me contestó.

Un silencio cubre la asamblea. Si el tigre ni siquiera le responde a Rekha, que es la más cercana a su casta inalcanzable, la situación es grave. Muy grave.

– ¿Y qué esperábais?, interviene Kamini, la vaca de ojos profundos como lagos sagrados. ¿Acaso creéis que a un tigre se le puede molestar con turistas? ¿No habéis visto que camina pisando nubes y que su mirada atraviesa la noche?

– ¿Y por qué no le enviamos al recién llegado?, pregunta un mono como si no hubiese oído a la vaca. Tiene inconfundible pinta de banquero rapaz de Calcuta. Pronto caigo en que soy yo a quien miran.

– Quién: ¿yo? Y por qué yo.

– Porque le podrías convencer –explica lentamente el tipo alto y jorobado, con la paciencia de los camellos, que no es mucha-. De un modo u otro. Y lo sabes.

Sí, pero yo no quiero problemas. Estoy de vacaciones. Me niego.

O sea que aquí estamos, tropecientos turistas de Jaipur, Jodphur, Delhi, Bombai y más lejos… a la espera de que el tigre salga para darle vida al parque de Rantampoor.

O a que yo intervenga.

 

Qué hacer con unos pantalones rojos

A las 11.27 del 10 de octubre, Shiyam Krigit, botones del hotel Park, de Nueva Dehli, sube a la habitación 407 para comprobar el minibar antes de que los clientes terminen de hacer su checaut. Y encuentra:

Un mosquitero con restos de sangre y de batallas.

Un desconchón en la pared.

Dos juegos de chanclas de ducha, húmedas pero nuevas.

Dos camisas apenas estrenadas.

Un paquete de Kleenex aromáticos y húmedos, nuevo.

Varios papelitos tipo entrada en museos, arrugados. Algunos dentro del cenicero, otros fuera.

La televisión encendida con un profeta arengando.

Un cuervo mirando por la ventana, hacia dentro.

Una cama muy desordenada, con un camisón y un pijama, muy usados, refundidos entre las sábanas.

Media caja de dulces de Bengala. Se han comido todos los de la fila de hojaldre, la mitad de los de almendra, y han dejado intactos los demás, picantes, que son los que a Shiyam le gustan.

Y unos pantalones rojos, de mujer, que por supuesto recoge, al igual que todo lo demás, después de comerse tres pastelillos de golpe. No sabe si los pantalones serán para su hermana o para su novia. Está dividido. Es una prenda magnífica, que le quedaba muy bien a la clienta, pero no sabe siquiera si las mujeres de su familia han usado alguna vez pantalones rojos.

¿Qué hacer?