Un cartel situado junto a un edificio en construcción en una avenida de Bogotá pide estos días a los colombianos: «No se vayan, que ya lo estamos componiendo». Más allá de su optimismo, lo que llama la atención de este anuncio, de varios pisos de alto, es su capacidad de información.
Con ocho palabras, borra de un plumazo las docenas de titulares de una prensa interesadamente autista, ensimismada en las mezquinas batallitas políticas de siempre, y, como el negativo de una foto, informa de un hecho del que no tardaremos en oír hablar: los colombianos se están marchando. Hace ya tiempo que se van del campo a las ciudades, desplazados (ese es el eufemismo de la retórica política local) por los sangrientos episodios de la guerra civil colombiana, la más vieja del mundo. Desde hace unos cuantos meses, quien puede se marcha del país. En un colegio de pago de unos mil alumnos, en Bogotá, setenta se dieron de baja este año por causa de emigración.
Es de prever, así, que en los próximos tiempos los colombianos se unan de una forma más apreciable a ese enorme proceso de mezcla e intercambio en el que está sumida la comunidad hispanoamericana desde hace ya tiempo, casi siempre forzada por la pobreza, la guerra y otras múltiples formas de la desgracia, y que está armando una cultura, una cosa, algo, de lo que todavía no se habla.
No se trata de un boom literario, u otras etiquetas creadas por una ávida industria periodístico-cultural (también, pero eso ya es viejo), sino de ese fenómeno lento y tenaz que va tendiendo sobre el Atlántico la más tensa y enrevesada tela de araña de la Historia. Las pruebas abundan: más allá de indicios como que nunca fue tan difícil encontrar billete en un vuelo a Buenos Aires, Lima o México, y eso que los aviones se reproducen y crecen como grandes Iberosaurios o Aeromexicanus Rex, se pueden oír, si se escucha, evidencias incontestables.
Por ejemplo, que algunos psicoanalistas españoles tienen un deje argentino (lo que produce un exótico efecto). O que el cine español actual es el primero europeo que logra vencer el cerco norteamericano y se vuelve a ver en los cines de bulevar de Buenos Aires o Bogotá. O que la jerga de los barrios populares madrileños incluye palabras porteñas como piba (chica) o birra (cerveza). O que los chistes de argentinos (porteños) son comprendidos en todo el orbe hispano. O que por primera vez el centenario de un escritor americano, Borges, fuese asumido como algo propio en todo el territorio de la lengua: véase el Letras Libres de agosto (¿ocurrió lo mismo con Rubén Darío?). O que por unos dos mil dólares un español se crea que ha estado en América porque ha hecho turismo sexual en Cuba o ha pasado su luna de miel en Cartagena o Santo Domingo. O que, aunque Alfonso Reyes y Martín Luis Guzmán, entre otros indiscutibles, sigan siendo prácticamente desconocidos y sus obras inencontrables, no pocos escritores mexicanos visitan España como una especie de romería anual, lo que también se da a la inversa, aunque en menor número.
Quizá sea mi caso particular, pero yo tengo amigos mexicanos, con residencia en México, que frecuento más que a otros amigos madrileños: sucede que uno se siente obligado a ver a quien llega y no tanto a quien está, sin darse cuenta, o no queriendo dársela, de que el primero llega a veces con periódica puntualidad. Son muy pocos los escritores latinoamericanos de importancia comercial que no visitan España al menos una vez al año, cuando no dos. Eso incluye a los mexicanos, en un fenómeno apoyado por la intensa actividad del Instituto de México en España. Con el retraso habitual cuando se trata de América, los españoles, a menudo engolosinados con Europa como un niño a quien por primera vez invitan a un cumpleaños de niños ricos, se esfuerzan por no perder de vista lo que desde siempre les han dicho que es la tierra del futuro aunque de momento no parezcan creérselo del todo. Ni que decir tiene que no eso ocurre ni con los empresarios ni con los banqueros, que copan los aviones.
Pero no se trata de creérselo o no creérselo. No falta mucho para que en España utilicemos el verbo engentarse (unas de las grandes aportaciones de México a la cultura universal), y para que los mexicanos utilicen las expresiones empollar o gilipollas que, al menos a mis amigos, entusiasman.