MIRADA SORELA

Madrid, el mago y el aire

Apartado: Siete años de Blog

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«…noche de prodigios en la plaza del Duque de Santás»

¿Cree usted que una gran nube negra de tormenta se puede convertir en  un pañuelo? ¿Y que un edificio oscuro se puede iluminar a medianoche con grandes luces de baile de gala para dejar ver en las ventanas a un montón de conejos asomándose? No se sabe muy bien cuántos. Un montón.

Si dice que sí, miente. Y si dice que no, no se preocupe, no es usted nada original, pertenece a la totalidad de la población madrileña, menos tres personas, que todas las noches, una y otra vez, pierde la oportunidad de asistir a una noche de prodigios en la plaza del Duque de Santás.

Tal vez hace tiempo que no sale usted por la noche en Madrid y no sabe que, desde los tiempos en que la ciudad era con Sevilla la capital de la noche, las cosas han cambiado mucho: ya no hay zeñoritos calaveras ni serenos, ya no hay coches en triple fila delante de ciertos tablaos, muchos cines han cerrado y si otros muchos restaurantes no lo hacen es solo porque no sabrían luego muy bien a qué dedicarse. Todo eso es bien sabido. Lo que no se sabe es que, al tiempo, en la Plaza del Duque de Santás, donde estuvo durante muchos años la sede de La Crónica del Siglo, un mago callejero se dedica a hacer lo nunca conseguido sin que nadie -nadie salvo un taxista, un mendigo y un barrendero- le hayan visto. Y el taxista no cuenta porque su extremada atención a Carrusel Deportivo y a lo que han hecho o piensan hacer el Madrid o el Barça le impiden prestar atención a nada más.

Quedan pues el barrendero y el mendigo, y no llamo a este Sin Hogar porque lo tiene: desde hace un tiempo Paco, que así se llama, se considera un hombre afortunado porque al fin ha encontrado cobijo. Y es que sobre las diez y media u once -tampoco hay una hora muy fija pues se trata de arte y el arte no admite horarios-, un mago callejero transforma el escenario de su farola, la plaza, el quiosco de música y la ciudad toda en un sitio asombroso y por lo tanto acogedor. Pues qué otra cosa puede ser el que un hombre coja la luz de una farola y se la meta en el bolsillo para quedar iluminado por dentro, o que convierta la gravilla de un parterre en bolas perfectas con las que organizar un torneo de petanca con el mendigo y el barrendero, y el perro del mendigo, Carajillo, que se prestan encantados: toda la plaza y si se quiere hasta la calle -total, no pasa nadie- para jugar con bolas situadas entre la canica y el balón de fútbol.

Pero nadie lo ve. Es cierto que al principio barrendero y mendigo se guardaron la información, no se fuese a estropear el espectáculo -la vieja superstición burguesa de la exclusividad-, pero luego, conscientes ambos más que nadie de lo que vale la grandeza, decidieron pasarle el dato a los amigos, la familia, la novia.

La de Paco el mendigo no quiso saber nada, entre otras cosas porque no es propiamente una novia sino una ex, y no es lo mismo. «¿No te he dicho ya que me dejes en paz?», le recordó. Aleccionado, Paco ha decidido no contárselo a nadie más pues todos le van a decir más o menos lo mismo: ¿quién va a escuchar a un mendigo que duerme entre cartones con un perro? En cuanto a Jorge, el barrendero, teme que su novia vaya a pensar que le quiere recomendar ese espectáculo callejero porque se quiere ahorrar el restaurante, y ya le está costando lo suyo retenerla pues a ella no le gusta proclamar que su novio hace lo que hace. De momento dice que «trabaja en el ayuntamiento» y teme el día que alguien lo reconozca por la calle.

Y esa es la situación: el prodigioso mago hace cosas cada día más difíciles pero nadie las ve, salvo los conejos que se asoman al edificio iluminado -pero los conejos ni hablan ni aplauden-, y quienes sí las ven no lo pueden contar porque no les creen.

Pero a él no parece importarle. Se ríe, y se ve que disfruta pues cada noche se va a más y crea algo nuevo. Anoche, por ejemplo, hizo que las ramas de los árboles que rodean el quiosco, ya con brotes verdes y minúsculas flores, se movieran con la brisa como si estuviesen aclamando. ¿Y qué hay de prodigioso en ello? Pues que sólo en esa plaza soplaba la brisa. En el resto de Madrid triunfaba el aire inmóvil de siempre.