Lecturas
El jardín de los dioses. Gerald Durrell. Alianza Editorial.
Hace días que vengo leyendo en todo tipo de antesalas y medios de transporte Bichos y demás parientes, segundo volumen de la célebre trilogía de Gerald Durrell, con la cabeza dividida entre el gran, el enorme placer que me produce el texto y el consiguiente secuestro de mi atención, y una insaltable pregunta de escritor: ¿por qué? Pues los valores literarios de este Durrell son más bien sencillos y, una vez despellejados y deshuesados como él mismo haría con los cadáveres de los animalillos e insectos que pueblan sus libros, sin ningún secreto intimidante.
Como tal vez no todo el mundo sepa, Gerald Durrell es el hermano pequeño de la misma familia inglesa de Lawrence, autor del imborrable Cuarteto de Alejandría(Edhasa) que a mí me partió en dos -antes y después- un verano de ásperas prácticas de periodismo, en Bilbao, hace ya años, y al igual que a unos cuantos amigos, se me convirtió en libro tótem, de los que uno no se atreve a revisar, no vaya a ser que lo hayan cambiado. En la trilogía de Gerald se cuenta que la familia Durrell (el padre había muerto en la India, donde nació Gerald), con un pasar económico más que aceptable, decide huir de la lluvia británica al sol de Corfú, isla griega en la que se instala en 1935, el tiempo feliz en que los colegios no son indispensables y cabe la formación en casa, y los turistas del Mediterráneo no son más que ciencia ficción futurista.
Yo ya había leído con el mismo gusto Mi familia y otros animales, libro que he regalado media docena de veces a personas melancólicas o en cama con gripe, sin saber que le seguían este y un tercero que todavía no conozco. Y que leo preguntándome por qué tiene la capacidad de abstraerme en el metro hasta no escuchar el rap que se escapa de los cascos de mis vecinos, y las salas de espera se vuelven incluso extravagantes objetos de deseo a causa del par de páginas que me van a permitir leer. Es, como se ve, mi libro de transporte y esperas, y rara vez he hecho una elección más eficaz para neutralizar el tedio de ambos.
Y no he terminado de averiguarlo del todo pero algunas cosas sí he ido descubriendo. Puede que no sea muy literario pero el valor más evidente de esos libros es, simplemente, no sólo la alegría de vivir sino el entusiasmo y curiosidad que desprenden por el mundo de alrededor. Los libros están contados desde la perspectiva de un chico que por entonces debe de andar por los doce o trece años, y que además -¡qué tiempos!-, es un naturalista no sólo curioso sino ya bastante experto. (Y que se volverá uno de los más conocidos de su tiempo, fundador de un parque natural legendario).
A mí, si he de ser sincero, no me interesa particularmente la vida secreta de las mígalas o de los gobios, arañas y pececillos que entre otros muchos bichitos y animales conforman la muy rica naturaleza de Corfú, pero el talento de Gerald Durrell para recrearlos y hacer de su vida existencias enigmáticas e indispensables es tal que uno termina deseando bajarse del metro para meterse en un tren de cercanías armado de una red de mariposas.
El siguiente valor podría ser el de una artesanía narrativa que no se arredra ante la complejidad de lo que tiene que contar y, con un enorme sentido del ritmo pero también sensibilidad para la belleza de la vida natural, enfrenta la descripción de esta sin temer ni por un instante resultar aburrido con las costumbres sociales de los gusanos nemertino. Y eso se nota. El resultado de esa generosidad, expuesta con talento narrativo, sin duda, es que no lo resulta en ningún momento.
Urge precisar que la lectura de los libros de Durrell avanzan a golpe de carcajadas -uno de los más eficaces motores de un libro- para amarillenta envidia de los otros pasajeros del metro. Y no porque ridiculice o haga bromas a costa de los animales, que no lo hace jamás, y si se ríe con ellos lo hace con gran ternura. Por el contrario, Durrell comprende a los animales como si hubiese sido el secretario de Noé cuando se decidía quién era insustituible en el Arca. (De hecho dos libros suyos aluden a ella). Sus risas reposan en la familia: los «… otros animales«, los «demás parientes». Gracias a esta alegre confusión entre animales, hermanos y otros personajes de la isla, a cual más pintoresco, sabemos que son las exóticas costumbres de los Durrell -perfilándose poco a poco como los animales con más personalidad del zoo- las que, comparadas con las de los pulpos o las tijeretas, resultan más extravagantes. El todo funciona en buena parte como un teatro.
No es extraño pues que, en ese Edén europeo que se iba a perder con la guerra (los Durrell se marchan de Grecia en 1939), el tercer volumen de la trilogía se llame El jardín de los dioses. En ese mundo en el que los animales y hasta las mariposas parecen dialogar de tú a tú con los humanos gracias a Gerald, un diosecillo erudito y con sentido del humor, eso es justo lo que era.