Es curioso cómo decimos que estamos leyendo un libro cuando en realidad eso es rara vez verdad o lo es a medias. Lo más habitual es que leamos dos o cuatro libros al tiempo, cinco o vete a saber. Yo esta tarde de noviembre de 2014 estoy leyendo ocho, y eso que no incluyo algunos, como La Biblia, que cojo de vez en cuando con la idea de que habría que leerla al menos una vez en la vida. El asunto, si se piensa, tiene más consecuencias de lo que parece: pues no leemos libros -al menos yo no los leo- sino mezclas de libros. Y además únicas pues es raro que otros lectores vayan a mezclar como cada uno de nosotros.
A veces me ocurre, como hoy, que no sé cuál es mi lectura principal del momento, que a veces sí se destaca y hasta casi echa a los otros durante un tiempo. Digo casi pues cuando me gusta mucho un libro hasta lo engaño con otro, como hacía con las cartas de amor, para que me dure más. Mejor que hoy no tenga un favorito claro: así se verá más el mestizaje.
Todos los días leo unas pocas páginas de una de las novelas más largas que se han escrito en Occidente y que me va a durar unos años -en China la tradición está construida con novelas muy largas-, y eso constituye una suerte de masa madre de un pastel. Un pastel de lecturas. Me sirve además para colocarme en una onda realmente literaria, algo que no es de despreciar en estos tiempos en que los periódicos hablan de premios decididos de antemano y auto ayuda. Algunos días, en esa línea, leo otro libro infinito en el que un aristócrata palaciego -no es forzosamente sinónimo- contó en detalle la corte de Luis XIV. En aquel tiempo todos ellos lo tomaban por historia. Minuciosa y de detalles, pero historia. Hoy me imagino que es lectura obligada en las escuelas de pensamiento republicano.
Y si sigo en esa tónica -pero rara es la tarde en que lea de los tres libros- cojo el segundo volumen de la inacabable correspondencia de uno de los maestros (y teóricos) de la novela, y lo que más me sorprende es que, aunque he abordado varias veces esa correspondencia, leído resúmenes y hasta escrito ya sobre ella, siempre me sorprende y sigo aprendiendo.
Ya voy por la mitad de un libro que hace treinta años me hubiese (casi) monopolizado y ahora tengo a veces la tentación de dejar de lado. (¡Ah! Se me olvidaba decir que ahora ya casi siempre me puedo dar el lujo de dejar de leer algo si deja de interesarme. No tengo tiempo). Se trata de la extensa biografía de uno de los grandes narradores norteamericanos, el más grande según algunos, y me cansa no tanto por lo extensa -nunca me cansaron las 2.000 páginas de la biografía canónica de Faulkner- como porque responde a la más o menos reciente moda de las biografías exhaustivas en que el autor, por lo general un académico, pretende acabar con el tema y dar una nueva visión del mundo. Es agotador. ¿Interesa realmente cómo eran en detalle las tribus de las islas que este autor visitó de joven y que años más tarde inspirarían sus libros y no el más importante? Pues sólo hasta cierto punto.
O sea que cuando me empacho -casi todos los días- cojo los brevísimos ensayos sobre escritura de un peculiar escritor mexicano que aprendió el español ya tarde -y que leo con lentitud para que no se me gaste-; los delicados y finísimos ensayos sobre laberintos y sombras venecianas de una amiga mía que vive allí (aunque asustada por los nuevos grandes paquebotes de los cruceros que ha dejado entrar en la ciudad la especulación turística para terminar de una vez con la idea de viaje); o los breves capítulos de una especie de memorias de un autor francés que voy siguiendo de vez en cuando con la esperanza de que uno de sus libros me guste como lo hizo una de sus primeras obras, hace décadas.
Y así. En la misma mesa ya esperan otros libros. Por las noches leo en la cama los ensayos de George Orwell, y con gran placer y algo de respeto porque tienden a despertarme. Aunque imagino que esa debe de ser la obligación de la literatura…
..cuando me gusta mucho un libro lo engaño con otro…