Cuesta recordar la última fechoría porque se producen a cada rato, a toda velocidad. No importa: podría ser el video del cuadro de los Reyes pintado por Antonio López y emitido por la cadena SER, en la red, emparedado entre dos anuncios banales (perdón por el pleonasmo) y con el anagrama de la cadena colgando en el cuadro durante todo el vídeo. Tras el asombro correspondiente, dos preguntas se erigen como olas, casi, de tsunami: ¿Hasta dónde vamos a permitir que nos avasalle el poder de publicistas y comunity managers, profetas de la nueva Religión Corporativa? Y -esta es la que más me intriga a mí pues la primera depende de ella-, ¿qué virus se ha metido en la formación de alguien alfabetizado, así haya cursado sólo la escuela elemental, para creer que puede plantar un anagrama en mitad de un cuadro, de cualquier cuadro? ¿Qué tipo de aberración es esa? Aparte de las televisiones, que se creen autorizadas a romper con anagramas y mensajitos el encuadre de las películas, ¿existió antes en la evolución del hombre desde que nos bajamos del árbol?
Yo sí recuerdo barbaridades desde que tengo uso de razón, y para qué enumerarlas, eso es lo fácil y además ya pasaron. Puede que caiga en el todo tiempo pasado fue mejor pero -salvo casos como el reciente anuncio de Greenpeace al lado de los signos de Nazca en el Perú- tengo la impresión de que nunca se llegó a tanto. Y quizá sea efecto -sí, lo siento- de la Posmodernidad: eso de que un cocinero de jabalí con una salsa de arandanos extraordinaria juega en la misma liga que Leonardo, y los diseñadores de videojuegos son los grandes creadores de nuestro tiempo. Para qué hablar del gatito que ha alcanzado no sé cuántos millones de «descargas» en You tube, tema, por lo visto, de telediario.
Pensábamos que habíamos llegado al límite con los chirimbolos con los que el alcalde de Madrid Gallardón consiguió que saliésemos a manifestarnos en contra de la fealdad (pero ahí siguen, y para los restos); los supositorios de la Plaza Mayor de Madrid (hoy reubicados en el paseo de la indefensa Bayona, en Galicia); o las inútiles televisiones retransmitiendo imágenes vacías que en el metro de Madrid anuncian un mundo orwelliano. Podríamos seguir con una lista de hazañas que con toda sinceridad creo que nuestros abuelos no hubiesen aceptado, con el inconveniente de que no tendría final visible, pero hace poco he leído algo que añade un grado a la melancolía de todo esto: En el mundo anglo ya se está sobornando a escritores (uno de ellos es William Boyd, un autor que en su día fue aceptable) para que incluyan publicidad encubierta en sus libros. O sea que si un jamesbond cualquiera usa cierto reloj o va a cierto restaurante romano, eso está pagado. De momento no se habla de ello en el castellano, pero supongo que es porque ese tipo de publicidad, con nuestros índices de lectura, no tendría demasiado impacto.
Cuando yo iba al colegio teníamos una asignatura, Educación Estética, que era tan maría que valía la mitad que una normal y que aprovechábamos para reírnos, ligar, tirarnos avioncitos… esas cosas. La tuve varios años. Una especie de Educación para la ciudadanía si bien exclusivamente estética y todavía a salvo de lo políticamente correcto que hoy me temo la tendría colonizada. Ahí aprendíamos a distinguir a Mozart de Beethoven, apreciar una catedral barroca y una gótica, o valorar las líneas sobrias de la Bauhaus. Y todo ello en un ambiente más relajado, como si fuese una extensión del recreo, yo creo que de una forma deliberada en un colegio que en lo demás no se andaba con demasiadas bromas: No saben cómo hoy lo agradezco, así como la educación estética, que además añoro. Y cómo me gustaría enviar a unos cuantos a estudiarla, incluso riéndose, ligando y tirándose avioncitos. Empezaría con los periodistas que sellan con su marca de banalidad las obras de arte, y luego con alcaldes de ostentóreo analfabetismo disimulado con ingeniería publicística.