OBRA PUBLICADA

Huellas del actor en peligro

Editorial: Alfaguara
Año de publicación: 1991
Nº de páginas: 197

Apartado: Novelas

Resumen

En una finca del altiplano andino el actor escribe. Ha llegado allí para participar en el rodaje de una película sobre un francés fugitivo, y se ha visto sorprendido por un país donde el sol no hace sombra y donde aún se escucha, a lo lejos, el rumor de la historia.

Rutina de artista convertida en azar, peripecia en Tres de Marzo y Todos los Santos, escenarios cambiantes de una misma aventura, alcanzará y teñirá con otros colores el amarillo de noviembre en París y el ruido madrileño.

La crítica ha dicho…
«Sorela se erige en un peculiar creador de atmósferas.»

Miguel Dalmau
La Vanguardia

El autor comenta

Este es el único de mis títulos que me dictó un sueño, que yo sepa, aunque lo que me dictó era rastros, Rastros del actor en peligro. Y le obedecí pese a que ya había leído el consejo de Graham Greene (que escribió un libro con ellos) de no recurrir a los sueños jamás, para hacer literatura, pues nadie los entiende y sólo interesan a los psicoanalistas.

Yo entonces vivía del periodismo y, por mi trabajo, viajaba bastante por Europa, gracias en buena parte a la amplitud de miras de un jefe que había sido corresponsal en Moscú, y a que en España vivíamos años de esplendidez que hoy se han vuelto casi legendarios. Y escribí este libro que se desarrolla en Tres de Marzo, la capital andina en la que pretendía resumir a varias ciudades pero que en esencia es Bogotá, mientras mantenía una relación intensa con una mujer escandinava, que podía viajar con facilidad y con la que me reunía de forma regular en alguna capital europea. (Véase El irlandés que no lo era, en Ladrón de árboles). O sea que lo que recuerdo es el enorme contraste entre mi realidad cotidiana, la Europa de los años ochenta y en diálogo con una mujer nórdica -otro mundo, en efecto-, y la de la novela, cuyo protagonista es un actor perdido en un rodaje en Los Andes.

Creo que la novela refleja de algún modo ese contraste. Y eso pese a la dificultad añadida de estar «mal escrita» pues la novela es el diario del actor y no se sabe que los actores escriban «bien», salvo excepciones. Por qué habrían de hacerlo.

Huellas del actor en peligro comenzó como uno de mis ocasionales acercamientos al país de mi madre, en el que viví el bachillerato en un liceo francés y donde tuve mis primeras experiencias importantes en casi todo, y terminó con el alejamiento que, como una suerte de maldición, ha seguido hasta la fecha a cada intento, y eso pese a contar en Colombia con algunos de mis mejores amigos. Hacia la mitad del libro apareció y se impuso -sí, esas cosas ocurren pese a lo que digan los literatos cientifistas- el personaje de un periodista cuyo modelo había aterrizado en Madrid, como otros periodistas y jueces honrados en aquellos años, perseguido muy de cerca por una mafia que pretendía matarle por sus informaciones sobre ella. En esa época los que se atrevían a escribir sobre ello eran todavía menos que ahora.

No había pasado mucho tiempo desde la publicación de la edición colombiana del libro cuando alguien que nunca se supo atentó contra mi hermano, abogado, y durante semanas me pregunté no sin angustia si mi libro no habría tenido algo que ver. La experiencia de mi hermano la contaría años después en «Yo soy mayor que mi padre», un libro que conoció un éxito notable y todavía dura. Vista la dureza de la historia, y a que por convenciones editoriales había sido publicado en una colección «para chicos» –lo cuenta un chico de doce años–, el primer sorprendido fui yo.

Al periodista real que inspiró al del la novela no le gustaron nada éste y su peripecia -algo por lo demás comprensible-, y así me lo hizo saber una madrugada en Madrid.

Fragmento

Llevamos ya un mes en Santiago, aunque parezcan cinco. O quince, no sé. Esa vaguedad del tiempo, que disuelve también el futuro, forma parte de la inquietud que me ha ido creciendo desde que llegamos. Una vaga impresión de que nada hay seguro, de que andamos por el borde, de que algo puede ocurrir en cualquier momento.

Por eso escribo ahora, para conjurar el vago malestar que me fue aumentando hasta ayer. Anoche, la noche del juego con Mónica Mallarino que he contado antes, encontré que escribir esa página me calmaba como a un niño calma un baño caliente antes de dormir. Lo hice sin pausa, me desperté fresco y bien, con ese descanso que produce haber soñado mucho, y con la idea fija de seguir escribiendo. ¿Por qué no? Yo no soy un escritor, son un actor, pero un actor en paro (sonrío), a la espera en una finca a tres mil metros de altura de que se ponga en marcha una película que no se pone en marcha.

Hace un mes que esperamos. Un mes. Y aunque podría denunciar mi contrato –Ken, mi agente, no cesa de pedirme por telegrama autorización para hacerlo-, no quiero. Pese a todo me sigue interesando el personaje de Christian Lebot, un pintor francés que a comienzos de siglo lo dejó todo y se marchó. Me hago cargo de que el retraso no es culpa de Borzehec, que al fin de cuentas es el que pierde el dinero, sino de unos permisos para sacar las cámaras de la aduana que no terminan de entregarnos… No, no estaría bien marcharse.

No se puede decir, pues, que haya decidido escribir –escribir, qué pretencioso suena-, sino que voy a hacerlo para matar el rato y, tal vez, para evitar o al menos retrasar la locura. Eso también suena pretencioso pero no sé decirlo de otra forma. Quizá sea cierto, aunque no me lo parezca en esta mañana de aire fresco. Una india sonriente con las trenzas perfectas me acaba de traer un jugo de lulo, al que me he aficionado desde que llegué, y a lo lejos, frente a mi ventana, pasan los caballos. Me siento mucho mejor.

Disponible en

Amazon (en papel y versión Kindle)