Una de las afirmaciones más sorprendentes para cualquiera que trate con libros u otras obras de Cultura es la de que vivimos en la más abierta de las sociedades, que la libertad preside nuestra vida cultural y la censura pertenece a épocas bárbaras y pretéritas, o a sociedades subdesarrolladas.
Podría elegir muchos ejemplos como la vez en que, al cabo de varios días, me sorprendí de no ver ni una sola librería en las calles de Albuquerque, capital del estado de Nuevo México, en Estados Unidos. Y me dijeron: «No: sí que hay una. Y es muy grande». Y en efecto, en el corazón de un centro comercial gigantesco del que luego me costó salir, me encontré la típica librería-supermercado que se comienza a ver en muchos sitios, en donde está garantizado el hallazgo de los libros más vendidos de la temporada, e incluso en varios formatos, pero en modo alguno los de unos meses antes, y mejor no preguntar por libros algo más sofisticados, distintos, o «clásicos» que no sean los obligatorios en las aulas, cada vez menos, parecidos y políticamente correctos.
En algún momento nos han metido el gol del siglo, que es el de hacernos creer que vivimos en una sociedad libre, sujeta a las leyes de la oferta y la demanda. Quizá esté sujeta a esas leyes (y hasta eso es discutible, aunque no lo discutiré aquí), pero si la libertad consiste en que no puedo acceder a ciertos libros, películas o músicas de valía indiscutible -y tampoco en los nuevos formatos- simplemente porque no las solicita un número suficiente y rentable de personas, en una sociedad en el que la ignorancia parece un nuevo valor, entonces tendré que preguntarme si es esa libertad realmente la que quiero. Antes existían las librerías de fondo y las bibliotecas públicas. Todavía quedan pero ya pertenecen casi más al recuerdo que a la realidad. Uno podía buscar ciertos títulos durante años, y también encargarlos.
Y no hace falta irse muy lejos: intente usted buscar en vídeo la inmensa mayor parte de los clásicos del cine, o ejemplares de los de la literatura, incluso la supuestamente consagrada. Intente usted buscar por ejemplo El último día de un condenado, de Víctor Hugo (la primera novela del autor, en la que ya se oponía a la pena de muerte), o Los endemoniados, de Dostoievski. No le será fácil encontrarlos. Como tampoco Esta noche la libertad, de Lapierre y Collins, que en su día fue un éxito mundial, ni… Da igual, los ejemplos son innumerables, y se pueden leer en muchos sentidos. Como por ejemplo la extravagante imposibilidad, en el mundo hispano, de encontrar en un país los clásicos del país de al lado, en una suerte de división del mercado en nichos en la que se reconoce sin duda la mano de la ignorante eficacia económica.