Desde hace algún tiempo tiendo a leer libros largos o muy largos, por razones que aún se me escapan (y no es grave que sigan así). También voy alternando con lecturas más cortas, claro, como en una especie de respiración, pero lo que me secuestra más tiempo son esos mundos en los que uno se mete, como en un viaje, no otra cosa es un libro, con la diferencia que aquí uno espera que el viaje sea largo. O incluso, que no acabe. Eso me dijo Ken Follett la segunda vez que lo entrevisté para EL PAÍS, hace años: uno escribe largo porque, cuando aciertas, la gente quiere quedarse a vivir en tu libro.
La trilogía de Follett sobre el Siglo XX (La caída de los dioses, El invierno del mundo…) es uno de los libros que leo ahora, y que alterno, entre otros, con El hambre, el mega reportaje de Martín Caparrós sobre esa intolerable cantidad de humanos que pasan hambre sin justificación posible, cuando en el mundo hay alimentos para todos. La obra del Duque de Saint-Simon, la descripción exhaustiva de la corte de Luis XIV… y una bomba de tiempo republicana, de la que leo una antología pues la obra completa en la Pléiade se acerca a los veinte volúmenes. La inacabable correspondencia de Flaubert (¿es una correspondencia una obra? Claro que sí). Y Proust, que leo página a página porque un profesor me enseñó que Proust no es tanto una lectura como una compañía para toda la vida. Eso, además de un par de desesperadas -desesperadas por imposibles- historias de las Ideas, de la filosofía (Russell), etcétera, que dejaré de lado porque juegan en otra dimensión.
De momento con estas lecturas voy confirmando que en definitiva toda la obra de un autor es un solo libro, como se ha dicho infinidad de veces, y que la diferencia es que aquí esa ambición de totalidad ni se disimula. Eso es evidente en Proust -nueve volúmenes para un sólo título-, pero lo es también en La Comedia Humana, de Balzac, donde los personajes saltan de unos a otros libros para dibujar un solo mundo. Una ambición inspirada en la Biblia, el libro total por definición, y a su vez impulsora de la obra de Faulkner, que conviene leer en orden porque salvo un par de libros son uno solo, tajado como un lomo de ternera por un carnicero para poderlo vender con mayor comodidad.
Pero lo que me intriga en esta ocasión es, una vez dada esa ambición de totalidad -Capote también la tuvo en una obra sólo en apariencia más breve como A sangre fría, o uno de los empeños más delirantes que se conocen de agotar la realidad en escritura: Elogiemos ahora a hombres famosos, de James Agee– es qué tipo de totalidad buscan estos autores, o si se prefiere -y al margen de discusiones sobre jerarquías y calidad, que aquí interfieren más que aclaran- de qué instrumentos, de qué estrategias se sirven. Porque cambian.
Daría para una tesis pero son llamativas las diferencias de estrategias entre unos y otros. El mega reportaje (¿?) de Martín Caparrós, por ejemplo, casi que se deja ir a la apariencia de una anarquía naturalista. Como buen nuevo cronista latinoamericano, una etiqueta industrial que ha hecho fortuna, Caparrós ordena y estructura su reportaje, pero menos, mucho menos de lo que hubiese hecho hace unos años: el resultado es que va alternando lenguajes (del argentino de la calle, al de las cifras del tecnócrata internacional e incluso al de la ideología directa, de conversación de amigos), con un resultado, si bien ágil y ameno, tal vez conveniente para el volumen sobre un tema tan arduo, también algo confuso.
Lo contrario vendría a ser la trilogía de Ken Follett, el más pulcro y profesional escritor de best sellers de calidad que conozco. Parto de la idea de que el best seller es un género literario con reglas bastante fijas, y la primera de todas es el orden con ritmo, o si se prefiere, una cierta cadencia elegida en función de la eficacia narrativa: aquí, con el evidente trabajo de no pocos investigadores de campo, negros literarios, para convertir este libro en buena parte en un reportaje. La única diferencia con el reportaje ultra clásico europeo del XIX (el que luego unos listos denominaron Nuevo Periodismo), pariente cercano del manual de historia, es que se hace figurar a grupos de personajes (cinco, de diferentes países y clases que van hilando los libros en el siglo) con los que -otra norma del género- el lector se pueda identificar. Sobre todo a través de sentimientos reconocibles (el patriotismo, por ejemplo, o ideologías correctas), conflictos muy estereotipados, y muy bien distribuidas escenas de sexo por lo menos tan caliente como el de la época de la publicación del libro (aún a costa de falsear el de la época de narración del libro; es el caso de Follett).
Pero resulta llamativo hasta qué punto lo que hace este es volver a contar los episodios que todos conocemos de la primera y la segunda guerra mundiales -¡otra vez las trincheras con gas mostaza! ¡otra, Pearl Harbor!-, y de la Guerra Fría, aunque también busque escenarios menos conocidos como el del Proyecto Manhattan (la creación de la bomba atómica). Si consigue que lo sigamos leyendo es porque lo hace con solvencia realista, como un buen artesano… Lo que nos lleva hacia adelante es el ansia de información: más, más información. Detalles y mucha visibilidad, y destierro casi total de la metáfora, pues obliga a pensar. Como en una película.
Y así. Adentrarse en el impulso de Saint-Simon o de Proust es más complejo, y en ambos casos el asombro y la intriga sobre cuál puede ser es casi obligatorio en sus lectores. ¿Qué es lo que pudo ordenar a ese aristócrata de lo más alto del escalafón (aunque él era bajito) a que realizara esa ultra realista descripción de la Corte del más poderoso y longevo rey de Francia y con quien no tenía mayor afinidad, y pese a ello, hacerlo con cierta ambición de lo que no hace tanto llamábamos objetividad? Pues según algunos, una tensión interior que tenía que ver con una suerte de hiper valoración del dato, antes de su consagración como la religión de Occidente… y que es posible lo redimiera, además, se me ocurre, del tedio de las pelucas arquitectónicas y los jardines geométricos de Versalles, donde por lo visto el más refinado privilegio consistía en alcanzarle las zapatillas al rey, cuando despertaba…
En cuanto a Proust… no puedo dejar de asistir a su prosa como a una suerte de respiración. Proust hizo de su escritura la demostración, la prueba de que estaba vivo y además, pese a las apariencias, desplegaba una considerable libertad para conquistar su propia visión del mundo. Ahí es nada: imponer una forma de ver y escribir el mundo. Aparte de que en efecto parece LA prueba por definición, ¿cabe mayor ambición que esa?