MIRADA SORELA

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Apartado: Siete años de Blog

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Vladimir Nabokov, Muriel Spark, Italo Calvino. En el medio, Katherine Mansfield, y abajo, Ian Fleming.

Parecía un regalo más, ingenioso y oportuno, de una amiga escritora, pero no lo ha sido. Lo cierto es que me ha revuelto como el paseo por la biblioteca familiar tras una larga ausencia, o el regreso a una ciudad en la que uno vivió mucho, o una cena con los amigos del colegio, dispersos todos por varios países. Y es que en cierto modo es todo eso: el cofre editado por Penguin con las postales de cien escritores, de Ionesco a Bellow, de Kipling a Kawabata, de un joven y apuesto Czeslaw Milosz a una joven y de mirada inteligente Katherine Mansfield.

Y lo cierto es que todavía no sé por qué este recorrido de las postales me resulta tan incalificable. Cuando mi amiga me lo dio, abrí el cofre con gusto y cautela, como probando solo un poquito de un plato refinado. E hice como hacía con las cartas que me interesaban mucho, cuando todavía escribíamos cartas: no las abría durante varios días, intentando adivinar lo que contenían y he imaginando el placer que tendría al leerlas (con alguna que otra sorpresa y el fin de esa correspondencia). Luego fui viendo unas pocas postales cada día hasta que llegó el momento en que, preso de un ataque de gula, las vi todas de golpe, pero atracándome, sin reparar en los detalles: que el periódico que lee Camus se llama «En avant!» o que la guapa Muriel Spark joven lleva un broche en la solapa que pide una lupa.

Ahora comprendo que si tardé en verlas todas -aún lo hago, cuando las repaso- es por las mismas razones que cuando tardaba en abrir las cartas de amor: porque las cartas y estas postales proponen una lectura del mundo y en cierto modo un orden, una justicia: Steinbeck es rescatado de ese limbo de olvido por el que está atravesando (no el mío), a Primo Levi se le propone con un monóculo vanguardista que es la sombra de un lente y a Giorgio Bassani se le alinea en el mismo tamaño que a Hesse, Jean Rhys o Pessoa, como efectivamente le corresponde. Y a Ian Fleming, sí, el creador de James Bond, se le devuelve a la literatura tras haber sido empobrecido y caricaturizado por el cine.

Lo mejor de todo es que es una mirada directa, respetuosa y que busca el mejor ángulo del escritor, pero en blanco y negro y ajena a todo tipo de arandelas: es un mundo en el que no hay premios, ni gabinetes de prensa, ni rivalidades, ni celos, ni agentes, y todos estos escritores han recibido, por así decir, el mismo adelanto: La editorial no propone su catálogo sino que pone en primer plano a cien escritores y se coloca en segundo término, como ocurría cuando la literatura importaba más que ahora. Son cien escritores con sólo su nombre y su imagen y, tácitamente, la invitación a leerles o recordarles.

Mi amiga me contó que, en unión de otros amigos literatos, jugaron con otro juego de postales a reconocer a los escritores, en una cena de Nochevieja, hasta que llegó el momento en que con tanto champán ya no podían reconocer ni a Sartre. En realidad no hace falta beber tanto para no poder acertarlos a todos: ¿qué escribió la casi desdibujada Flora Thompson? ¿Y Robertson Davies, con su barba blanca de profeta?

Además las fotos corrigen nuestra visión, nuestros recuerdos: Saint-Exupéry me resulta familiar, pero eso es porque conozco creo que casi todas las fotos que se le hicieron, Karen Blixen (Isak Dinesen) anciana resulta inconfundible en su elegancia, aunque tengo que mirar el nombre para reconocer a ese cuarentañero Nabokov que asoma por la ventanilla del coche como un moderno playboy. Lo que es incuestionable es que el efecto al mostrarnos sólo la mitad de un Calvino o un D.H. Lawrence casi visto de espaldas, todos ellos en excelentes fotos de estudio (menos Sábato), es que lo que nos apetece es ir a nuestra biblioteca y volverlos a leer. Poderes de (algunas) fotografías.