Si algo ha demostrado el paso del tiempo en Europa en las últimas décadas ha sido la progresiva implantación del inglés en todas partes. Hace treinta, cuarenta años el francés era todavía la lengua pasaporte en la mitad del continente -incluida Flandes, donde hoy es casi imposible que alguien acepte hablarlo-, en tanto que, salvo en Escandinavia, el inglés sólo lo hablaba una pequeña parte de la población, y nada mayoritaria en Alemania, Holanda o Francia, al menos según mi experiencia. Hoy hablan en inglés hasta los franceses -de hecho el francés «moderno» está contaminado de numerosos anglicismos inútiles por puro esnobismo de moda: quién te ha oído y quién te oye-, y el único país que mantiene un considerable y perjudicial retraso en su aprendizaje, como es sabido, es España: este es uno de los poquísimos países del mundo, incluidos muchos en vías de desarrollo, en el que la clase política no habla inglés, salvo la familia Real, Jordi Pujol, Esperanza Aguirre y alguno más, y uno de los más pocos todavía en el que gente alfabetizada y hasta con estudios se da media vuelta si llega al cine y descubre que la película se proyecta en versión original y con subtítulos. Muchos no saben que tal comportamiento es conocido en muchos sitios y se cita como uno de los pintoresquismos del país, igual que los toros, la sangría y el vicio de la siesta que según muchos extranjeros nos tiene enganchados a todos.
Pues bien: en estas circunstancias los sindicatos de la enseñanza han levantado la bandera de la denuncia y la revuelta para protestar por la iniciativa de la Comunidad de Madrid (para algo que hacían bien en Educación) de contratar a unos cuantos cientos de profesores nativos como apoyo en la enseñanza del inglés en los colegios que han comenzado la experiencia del bilingüismo. Los sindicatos, con esa portentosa lógica que les caracteriza cuando se ponen, consideran que si a los profesores españoles que dan inglés se les pide que sepan los dos idiomas -y habría que ver el nivel de inglés que les piden-, a los profesores foráneos también hay que pedirles el mismo conocimiento. O sea, que sepan español.
Me he puesto a hacer memoria y no logro recordar haberle escuchado una sola palabra de español a ninguna de las tres excelentes profesoras de inglés que recuerdo de mis colegios (cinco horas de inglés a la semana). Una era clara y orgullosamente escocesa, Miss Hinkley, y de otra nunca supimos si era o no de origen inglés (el acento era inconfundible), pues se llamaba Mrs. Lecaroz pero Lecaroz era su marido y ella, de soltera, se podía haber llamado White o Lansbury. Y queda claro que pedir un conocimiento igual del español a los profesores nativos es lo mismo que impedirles dar clase, siendo así que son los urgentes y necesarios en un déficit español con muchas más consecuencias de lo que se suele creer. Nadie ha cuantificado por ejemplo las pérdidas de los jóvenes españoles que no pueden acceder a trabajos en la Comisión Europea porque siempre están en déficit de idiomas, comparados sobre todo con los nórdicos.
La petición de los sindicatos me parece tan corporativista y, sí, cerril, que habla por sí sola y no creo que merezca mayor comentario. Lo que, pese a una larga experiencia, me sigue pareciendo asombroso es que esos portavoces del absurdo sigan teniendo este tipo de poder, y que la sociedad española, como siempre ensimismada detrás de los Pirineos, permita que sigan perjudicando a sus jóvenes en aras de no sé qué derechos corporativistas.
Me recuerda la creación de estudios de literaturas comparadas en algunas facultades. Lo suyo era que se hubiesen contratado profesores originarios de esos países para enseñar Literatura Francesa, Inglesa, Alemana y demás. Pues no: esas asignaturas las enseñan, en su práctica totalidad, profesores españoles. Seguramente formidables especialistas de reputación internacional, aunque yo no apostaría a ciegas por su conocimiento incluso del idioma, como no sea cierta capacidad de lectura en la lengua respectiva. Lo cual me recuerda a su vez, no sé por qué, a un estudiante de doctorado en Filología Española que me dijo que él no leía a Borges porque este era Latinoamericano y por lo tanto no entraba en su especialidad. Sí, un estudiante de doctorado. Y es probable que futuro docente.