Cuando estudiaba en la universidad, a unos amigos míos de Arquitectura les pidieron un proyecto para una «Ciudad de Artistas» -un gueto donde los artistas encontrasen la paz de espíritu que según esa visión de mesa camilla era la necesaria para su arte-, y recuerdo muy bien que mi asombro fue diverso:
a) Porque a un profesor al parecer alfabetizado, y miembro de una universidad con algún renombre, se le ocurriese una idea tan estúpida. Yo era muy joven y aún creía que un profesor gozaba de una inmunidad, así fuese parcial, al virus más extendido sobre la tierra.
b) Porque mis amigos arquitectos entrasen al trapo, todos sin excepción (aunque qué remedio les quedaba), y se lanzasen a diseñar todo tipo de utopías sobre esos grandes papeles cebolla o mantequilla, y con gran variedad de reglas de cálculo y escuadras y cartabones que les otorgaban a sus proyectos un carácter de probable verosimilitud (o verosímil probabilidad o algo por el estilo). Cualquier delirio estalinista puede adquirir con esos materiales y el lenguaje que suele acompañarlos una capacidad de persuasión comparable a las que Albert Speer diseñó para Hitler, o Ceaucescu mandó construir en el centro de Bucarest, para destruirlo.
y c) (entre otras): Que entre esos mismos amigos figurasen algunos que hacían teatro conmigo en el grupo de la universidad. Con los que coincidía en los conciertos de la Sociedad Filarmónica de la pequeña ciudad en la que estudiábamos. Y que participaban en los encendidos debates que tengo asociados a la universidad -a la mía, al menos, pues soy muy consciente de que ya muchos estaban ahí exactamente igual que los bañistas que se tienden sobre las toallas en junio y no se vuelven a levantar hasta el otoño-, y sin decir más tonterías que los demás. A veces, incluso, tenían ideas. (Y no me meto en si leían o no porque ya entonces era mejor no preguntar).
En síntesis, como dijo mi amigo Dimas Foz, el único que siguió haciendo teatro después: «¿Cómo es posible -les dijo en una de aquellas tenidas en tabernas de mesas largas-, que hagáis teatro y escuchéis música, y al mismo tiempo penséis que se puede construir una ciudad para artistas? ¡De qué artistas estáis hablando! Qué carallo creéis que es un artista, que se le puede almacenar en una esquina como un brick de leche en un supermercado». Dimas es originario de Betanzos, un pueblo entonces de cuento de La Coruña, y aunque durante todos estos años ha viajado hasta volverse políglota (yo creo que por llevar la contraria), por entonces usaba palabras melodiosas como «carallo». Hoy, pasados los años, lo que me asombra es nuestra ingenuidad. Pero no la de los estudiantes de Arquitectura sino la de Dimas y mía, y alguno más.
Porque basta entrar en cualquier ciudad, tras haber rodado unas pocas horas por la península, para comprender quién, a la postre, sabía de qué hablaba: Era el profesor. El profesor y su inconcebible estupidez.
Resultó que sí era concebible, y que quienes jugábamos en fuera de juego éramos Dimas y yo… y alguno más. El profesor y sus discípulos fueron los que terminaron diseñando ciudades, no para artistas sino para todo lo contrario. Por eso, imagino, de vez en cuando Dimas desaparece. Cuando no puede más, desaparece durante una temporada, y al regresar de su enigmático viaje, que puede ser una gira teatral, parece más calmado. Como si hubiese hecho provisiones de belleza o paciencia, parece dispuesto a aguantar una dosis de fealdad durante otro invierno.
Pues cualquiera que se mueva un poco por la península sufre otra estupefacción recurrente, en las ciudades y sobre todo en sus alrededores:
¿Quién ha podido hacer esto?…
Más aún: ¿Cómo es posible que pretendan meter a la gente aquí?…
Y todavía más: ¿Cómo es posible que la gente viva aquí, que sobreviva?
Aquí son esas manadas de edificios verticales, grises, idénticos y sin imaginación que cercan las ciudades en cuadrados cada vez más amplios e invencibles: está claro qué concepción del hombre tienen quienes construyen el asedio, y a qué pretenden reducirlo al meterlo ahí para que sobreviva. O lo intente. Últimamente buscan coartadas edificando «chalés»: chalés alineados, horizontales, idénticos y sin imaginación. Cómo es posible que nadie vea el efecto de borrón que hacen esas hileras de casamatas. ¿Será cierto que no lo ven, que no ven la fealdad? Suena tan inverosímil….
Y sólo entonces se comienzan a comprender: desde los divorcios al galope -nada puede crecer en esas cajas con ventanas, y menos aún una pareja-, a la emigración, que vuelve a comenzar, de los jóvenes hacia lejanas tierras. Muy importante que sean lejanas.
Lo más asombroso de todo es que esos mismos tecnócratas, que de jóvenes pretendían construir Ciudades para Artistas (las han hecho ya en algún sitio, y con gran entusiasmo de la Sociedad Internacional de Bombos Mutuos) hayan conseguido sentarse en sillones de poder real, ya sea en ayuntamientos o gobiernos tribales, ya en grandes empresas lo bastante poderosas como para imponer que seres humanos vivan en bricks. Mucho poder es ese. Sólo si se parte de una ignorancia absoluta de la belleza e indiferencia hacia lo que es un hombre, sólo así son comprensibles paisajes como en Madrid el centro empresarial «Parque Norte», por San Sebastián de los Reyes. Algo con cúpula vaticana y lleno de mármoles de un hortera improbable, de record, tiendas de uniformes y enormes explanadas que parecen un invento terrorista para ganar en una especie de guerra sicológica. Si es así, llevan ventaja: tardaremos siglos en destruir toda esa fealdad y volver a empezar de nuevo. Al tiempo.
Pero lo más asombroso de todo es que esos tecnócratas comparezcan sonriendo cada lustro para pedir el voto. Cómplices necesarios y no siempre corruptos en dinero o en enchufes -es peor: muchos son tan solo ciegos a la fealdad y muy, muy ignorantes-, sé que quieren continuar con esa guerra de desgaste, y tengo edad para ya no hacerme ilusiones: lo harán. ¿Cómo es posible que no haya un tribunal al que acudir?