Diálogos / La igualdad
Una entrevista es un diálogo que se desarrolla sobre la base de una serie de condiciones, a veces explícitas. La más habitual: ciertas zonas de reserva, ciertos temas que no se deben tocar (y está bien que así sea). Una vez aceptadas esas condiciones, la primera de las condiciones del diálogo debe ser la libertad y la igualdad entre quienes dialogan. Si no hay libertad ni, sobre todo, igualdad, lo que se produce no es un diálogo sino un acto de sumisión y de propaganda. El periodista está entonces a sueldo, no de quien le paga, sino de alguien que irradia sobre él parte de su fulgor y destellos de gloria. O eso parece.
Hay pocas secciones en un periódico en las que se puedan ver más los puntos flacos del periodismo como la entrevista, y sobre todo la de Cultura o de Espectáculos, cuando el periodista se las ha de ver con eso tan resbaloso y traicionero como es «la fama». Y no es fácil. Pensemos que en el 99% de los casos, el periodista es un peatón que tiene que hacer la compra los sábados y suele ir de rebajas. Y de pronto se ve sentado frente a alguien que la gente reconoce por la calle, que va a figurar en breve en los libros de historia o al menos en los resúmenes del año y las listas de candidatos a, y muchos quisieran sustituirle para poder hacerle una vez más la pregunta a la que ya ha contestado mil veces: «Maestro ¿es cierto que…?»
Recuerdo muy pocos entrevistados, ya lo fueran por mí o por otros, que mantuviesen una actitud superior o tan siquiera neutra en el encuentro. Prácticamente todos, y ahora ya hablo por mí, y con alguna excepción, se ponían todo tipo de máscaras para seducir al periodista, no sólo por cortesía mediática por así decir sino -y ese es uno de los pactos implícitos- para que así este accediese a dar de ellos el mejor retrato posible. El más amable. El más seductor. (Aunque una vez entrevisté a un escritor italiano, Aldo Busi, que se empeñó en toda la entrevista en suministrar titulares escandalosos. Y se enfadó mucho cuando, en lugar de picar en ese anzuelo, yo obtuve de mi jefe Félix Bayón el permiso para hacer la crónica de sus métodos. Se enfadó mucho y tuve el honor de merecer una columna con sus invectivas en una revista italiana. Lo cuento en otra entrega de esta misma sección: «Entrevistar al revés»).
Ni que decir tiene que ese es uno de los mayores peligros para el periodista, y de ahí que el entrevistador haya de ser alguien muy consciente de cuál es su sitio y poco vulnerable a esa moderna forma de soborno que es, no el sobre con dinero o invitaciones a tenedores y estrellas, sino la sonrisa. Que, como digo en mi novela El sol como disfraz, y perdón por la autocita, «los periodistas no tienen amigos. Los que tienen amigos son los periódicos».
Si he elegido mi entrevista a Martin Amis para acompañar esta reflexión no es porque él fuese particularmente amable ni seductor conmigo, sino precisamente porque no lo fue. Tampoco antipático, ni pedante, ni superior, ni… Fue profesional. Más o menos de mi misma edad y ya un poco joven astro de las letras británicas -ahora lo es mucho más- lo que sí recuerdo fue la sensación de que, una vez producida la mínima y rápida seducción requerida entre entrevistador y entrevistado artista, me acogía en un pie de igualdad, y que así escuchaba mis preguntas. Quien lo haya vivido sabe que esa es una de las condiciones cruciales.