Diálogos / La frustración
La frustración acompaña al entrevistador igual que al joven encendido que envía (enviaba) ramos de rosas rojas al camerino de la vicetiple. Pues muy a menudo la entrevista se construye a partir de la admiración, o como mínimo la curiosidad, y rara vez estas se satisfacen con un diálogo que hoy, en el mejor de los casos, dura una hora. La situación es todavía peor cuando el entrevistado es un personaje múltiple, que suma un siglo, varios países y una extensa experiencia que no daría para una entrevista sino para un libro o varios días, como pude ver en la televisión italiana con el periodista Indro Montanelli. Ese era el caso de Francisco Ayala, a quien además tuve la mala suerte de entrevistar -en unión de Fietta Jarque- con motivo de uno de los premios institucionales con que España intentaba amortiguar en los años ochenta la mala conciencia del exilio, y antes de que se murieran los (pocos) retornados. Quiero decir que un premio, institucional o no, con sus obligaciones de cita del jurado, pomposas y grandilocuentes -y a menudo falsas- justificaciones, otros finalistas y demás, me parece una pobre pero omnipresente percha para entrevistar a un escritor, que siempre debería serlo por razones menos artificiales y postizas.
Todos esos escritores exiliados que regresaban me traían hondos recuerdos. De mi padre. Y no por la Guerra Civil -aunque dos tíos míos murieron en el frente, y otros dos participaron igualmente, mi padre pasó ese tiempo viajando, como casi toda su vida-, sino porque, al margen de su condición de exiliados políticos, todos ellos -María Zambrano, Rosa Chacel, Sender en una corta visita que hizo, Alberti, Mercè Rodoreda y el propio Franciso Ayala- exhalaban una especie de aura que creía perdida y que quién sabe si retornará con la nueva generación de españoles viajeros: el aura del español trasterrado y convertido en cosmopolita por la fuerza de las circunstancias, que como digo no siempre eran políticas; a veces, también culturales y económicas. Un tipo de españoles que uno se encontraba por todas partes en la segunda parte del siglo XX, y con los que mi padre siempre terminaba charlando, como si encontrara en ellos algún tipo de afinidad. Y no tanto el paisanaje como una suerte de parentesco entre viajeros. Uno de ellos era Francisco Ayala.
Y precisamente por ello, alguien muy difícil de entrevistar, como de seguro habría sido María Zambrano, a quien sólo tuve oportunidad de ver a varios pasos de distancia y aún así me deslumbró por la inteligencia de su mirada y de una única respuesta: Cuando en el aeropuerto le pregunté y un poco desde lejos qué sentía al volver a España, nos miró a los periodistas con los ojos más negros y vivos que recuerdo y nos dijo: «¿Volver? Yo nunca me he ido».
Como cuento en la entrevista, a sus ochenta años -vivió un siglo-, Ayala combinaba rastros de varios países y acentos, además de carreras, ocupaciones y libros muy diversos, y uno no podía por menos que preguntarse cómo ese viejo patricio, que entonces tenía aspecto de senador romano de los buenos (él era letrado en Cortes por oposición) podía haber sido, medio siglo antes, el que Borges describió en su día como «el hombre más buen mozo que había visto en mi vida». Entre otros muchos enigmas.
La entrevista, pues, como pellizco, aspiración, como breve catálogo de insuficiencias.