Diálogos / La colaboración
Llamé a Vargas Llosa a Londres para que comentase unas declaraciones polémicas de Günter Grass, que teorizaban desde el confort europeo sobre la revolución en América Latina, o algo por el estilo, y de paso le hice unas preguntas para una supuesta entrevista, que, sumadas, apenas alcanzan la categoría de tal. Entre otras cosas porque no creo en las entrevistas a distancia, una práctica que hoy casi se generaliza con el correo electrónico, la llamada con imagen y demás aparatitos. Cuando a mí mismo me han entrevistado así, siempre tengo la impresión de estar contestando a una encuesta de mercado, a una entrevista de juguete.
Pero la experiencia interesante fue la paralela. Pues Vargas Llosa, que entonces todavía no escribía en El País, me dijo que le gustaría contestar a las declaraciones, pero mediante un artículo que prometía incluso entregar en horas. La dirección aceptó de inmediato, y al día siguiente, domingo, y visto el atasco que se producía en las cabinas en las que varias secretarias tomaban al dictado las crónicas de los corresponsales (el correo electrónico era todavía ciencia ficción, aunque inminente), me puse yo en una cabina a tomarle el dictado a Vargas Llosa. Una suerte de delito profesional que sólo alguna vez muy rara vi cometer a ninguno de mis colegas. Pero yo me había formado en una agencia de noticias, el frente de guerra en periodismo, y allí la intensidad de los combates no deja lugar a los engreimientos de rango.
Entonces sucedió. Vargas había escrito su artículo con rapidez y pronto ello se notó en algún error indigno de él, que ni recuerdo: alguna cacofonía, alguna rima, algún pleonasmo. No me pude reprimir y se lo dije… y para mi gran sorpresa él lo reconoció de inmediato, cambió la palabra y dijo un humilde «Gracias» que, con sinceridad, no esperaba: si el engreimiento de los periodistas es a veces alto (y enternecedor), no quiero contar el de los escritores, y más en una situación semejante. Y lo alucinante es que la situación se repitió un par de veces más, con el mismo resultado, hasta que en la tercera dijo «no, ahí no tienes razón», con algo de impaciencia que se alcanzaba a percibir en su casi invariable amabilidad, y comprendí que ahí había terminado mi labor de editor.
Pero fue una experiencia útil. Pues me demostró que un buen escritor admite que se puede equivocar, y que incluso un artículo de opinión, el encargo más individual en un periódico, puede ser, y en un periódico serio es, una labor de dos, pues puede y hasta debería intervenir la opinión de un editor en el sentido anglo de la palabra: el que revisa el texto, no en sus contenidos, sino en la forma. Aunque a veces la frontera no esté clara, como es sabido.
Y si eso es verdad en un artículo, cuánto más no lo es en una entrevista. Que es un diálogo, una obra de teatro, incluso un enfrentamiento, a veces. Pero requiere de un acuerdo tácito y no funcionará nunca si uno de los dos no quiere.