Entrevisté a Seamus Heaney cuando su poesía era ya conocida pero todavía un murmullo, como quizá deba ser la poesía para ser escuchada, y además en un hotel de Madrid sencillo, no lejos pero claramente distinto, como separado por una frontera, de los tres o cuatro grandes a los que llegan las estrellas del rock, la edición y la banca. Y él se correspondía. Quiero decir que era -murió hace poco- un hombre no grande ni bajo pero masivo, de hombros fuertes, con la piel rosa de los que andan por el viento y el pelo alborotado de los marineros. Y amable y tranquilo, más bien tímido aunque luego afilaba los ojos en una línea y no se echaba atrás en ninguna respuesta.
He recordado a menudo la entrevista con Heaney porque aprendí mucho. A veces me ocurría -hablar con ciertos grandes escritores o pensadores a solas y desde cerca fue el mejor privilegio de mis años de periodista-, pero la entrevista con Heaney fue distinta. No sólo porque se tratara de un poeta -que un periódico grande le dedique un par de páginas a un poeta que todavía no es mediático raya en el acontecimiento-, sino porque la entrevista derivó hacia donde no estaba previsto. Quiero decir que, aunque bastante clásica, hablando de la naturaleza de la poesía, de influencias y de literatura irlandesa, en un determinado momento descubrí que Heaney era también profesor, y ese también se convirtió en el centro de la entrevista.
Pues quizá el no informado pase por delante sin enterarse, pero lo que dice a su manera modesta es por completo revolucionario. Eso de no darle «armas de destrucción» a los estudiantes y proporcionarles en cambio algo para amar y construir es, en las universidades de hoy, incluida Harvard, una disidencia que sólo se le toleraba, está claro, porque se trataba de un poeta, un extranjero, y además un poeta al que fatalmente le terminaron por dar el premio Nobel. (Me pregunto si sobrevivió, pues a menudo, como se sabe, y en particular para los poetas, el Nobel y los premios en general son una oración fúnebre).
La conversación sobre la literatura y su enseñanza fue mucho más larga, y esa es la que recuerdo (yo también doy clase), aunque luego tuve que podarla mucho pues se trataba de un suplemento de literatura, no de universidad. Así de limitados son los «géneros» y las «secciones» periodísticas. No lo recuerdo pero imagino que por una vez las leyes del suplemento me impidieron escribir la entrevista en estilo indirecto -me impidieron relatarla, lo que sería el modo natural de contar el encuentro con un escritor-, en la extendida y vieja superstición de que las palabras textuales reflejan mejor la realidad y respetan más a quien las dijo. Algo fácil de rebatir, pero largo. Baste mencionar que si eso fuese cierto, los novelistas, empezando por los realistas, escribirían teatro.
Este fue nuestro encuentro:
La poesía de frontera de Seamus Heaney
No tiene aspecto de poeta, si es que los poetas tienen aspecto. O sí: Seamus Heaney declama sus poemas confidenciales con una hermosa voz de bebedor de café, y entonces parece que sus manos modestas se hunden en el suelo para sacar significados que no se olviden, y parece que costaría derribarle. Tiene las canas peinadas con gran dificultad, por decir que las tiene peinadas, la tez sonrosada del norte y el aspecto macizo de los grandes conversadores que dejan pasar el tiempo en la taberna mientras la lluvia se aburre. Es difícil cazarle en algún ademán de soberbia, o de artista, o de trivial coquetería ante el espejo de las preguntas.
P. Inglés, irlandés, holandés, sueco, alemán, español, francés, polaco… es usted ya un poeta en muchas lenguas.
R. La traducción es impredecible, pues no hay ningún sistema. Alguien elige un texto y lo traduce. Siempre la he mirado como un premio.
P. ¿No cree usted que los poetas han terminado por formar una sociedad paralela?
R. Es cierto que existen nombres-llave: Enzesberger, Paz, Brodsky, Les Murray en Australia… Sí, es cierto, se han constituido en nombres atractivos para los medios…
P. Usted está en el grupo.
R. Sí, pero eso no significa nada: el prestigio reposa siempre sobre la estima de individuos. Es cierto que la poesía traducida ha abierto sendas. Puede haber sido en pequeñas audiencias: piénsese en Eliot, que era un eurocéntrico. Entonces había una cultura alta, intercambio de alto nivel. Creo que los poetas toman valor los unos de los otros, en el sentido genuino. Lo que decía Mandelstam, que su obra estaba inspirada en la «nostalgia de la palabra cultura«. Pero si tomamos a Murray, de Australia (un gran poeta), él propone una metáfora muy amplia: Dice que no cree en Atenas, una ciudad estado central, sino en Beocia, la sociedad rural marginada de la que vino Hesíodo.
P. En cierto modo, lo que trata usted en su último libro, The government al the tongue (El gobierno de la lengua).
R. El título es una frase monástica, y tiene que ver con el control de tus impulsos para hablar. En una segunda lectura, significa que la lengua puede gobernar. Lo usé como una interrogación sobre el significado de la poesía en la vida del escritor y en la sociedad. La pregunta es cuál es la relación entre moral y estética. Si el impulso artístico debería autorizarse a sí mismo para ser gobernado por impulsos cívicos. Lo ideal sería que las sociedades marginadas hablaran hacia el centro. Que la cultura universal no fuera monolingüe sino que las voces de África y de las zonas relegadas se hablaran mutuamente.
Algo acústico
P. Ya sabemos que en el mundo anglosajón están destacando los autores periféricos, pero no parece que nuestras sociedades estén verdaderamente interesadas en las sociedades remotas. Especialmente el Reino Unido.
R. Creo que la poesía es siempre un tipo de arte doméstico. Primero es algo acústico, algo cultural. Y es un equilibrio muy delicado el mantener la fidelidad a esa intimidad primigenia y al tiempo comunicar. Tan pronto el escritor comienza a usar un megáfono, especialmente en poesía, aflora la tensión. Es mejor no ser escuchado mucho. Los británicos han logrado hablar tan bajo que apenas se les oye. Philip Larkin fue el campeón de esa actitud de: «soy un aficionado; escribo sólo algunos poemas durante el fin de semana; ciertamente no voy a leer a alguien cuyo nombre apenas puedo pronunciar, como Borges» [Heaney retuerce Borges]. Creo que la influencia de Larkin fue nociva, no como poeta –que es música de cámara–, sino para las posibilidades de representación de la poesía y la cultura. Él potenció el aspecto filisteo de la cultura británica. Ted Hugues, en cambio, está más abierto a recoger señales y retransmitirlas. Es algo bastante especializado.
P. ¿Es usted un especialista?
R. Me gano la vida como profesor desde siempre, salvedad hecha de cuatro años. Fui el primero de una familia de granjeros en obtener una beca. Nunca pensé que sería un escritor, siempre tendría la enseñanza. A partir de 1972, sobre la base de algún éxito, decidí probarme e intentar la independencia. Me trasladé a un pequeño cottage en la República de Irlanda; tenía treinta y pocos años y era la primera vez que me salía de la cadena de producción. Tuve un programa de radio, hice lecturas de poesía, también en Estados Unidos… Luego volví a la enseñanza, pues me di cuenta de que con un empleo tendría más calma. En 1981 la universidad de Harvard me ofreció enseñar un semestre durante tres años: de enero a mayo. El acuerdo es ahora permanente. El tiempo restante procuro escribir.
P. ¿Qué enseña usted?
R. Dos tipos de cursos. Un curso de literatura tradicional, y soy tan chapado a la antigua -considerado desde la modernidad académica, la nueva crítica, el estructuralismo y todo eso- que hablo de la vida de los poetas y de sus obras. Creo que no se debe asustar a los alumnos. Una vez la mente tiene algunas posesiones, algunos afectos, entonces caben otros experimentos. Pero en la medida en que los estudiantes carecen de memoria histórica y no tienen posesiones, darles lo que es en esencia un arsenal destructivo, eso significa el fin de la cultura, la tradición. De modo que intento darles algo por lo que sientan afecto, algo que entre en su memoria y tenga algún valor para ellos. Y les enseño poesía moderna británica e irlandesa porque creo que, en Harvard, soy el que las conoce con mayor intimidad. Empiezo en los años treinta. Es asombroso hasta qué punto los estudiantes carecen de bases históricas: no suelen conocer por ejemplo la Guerra Civil española, un hecho capital incluso para la intelectualidad británica.
El otro curso es un taller de creación, Tengo un grupo de doce estudiantes, dos horas por semana. Los puedo elegir entre unos sesenta candidatos. Para elegirlos leo unas cinco poesías de cada uno. A no ser que sienta respeto por su trabajo, realmente no puedo hacerlo. Sólo un par de veces sentí que me había equivocado.
P. ¿Cómo se protege usted de los muchos vicios que acechan al escritor-profesor, una especie que abunda?
R. Bueno, no sé si me he protegido: Siempre he procurado enseñar en mi propio lenguaje. Me dieron permiso para ello por el hecho de ser poeta… y por venir de Irlanda: te permiten no competir. Pero también tengo algo de pedagogo en la forma que concibo la escritura: creo en dar acceso a la gente. La aventura de la educación es preciosa: hay un maestro de escuela en mí, como escritor. Te dices: no enseñaré nada que de alguna manera sea ofensivo para la otra mitad de mi familia, que son los fundadores» .
P. Cuando escribe, ¿piensa en cómo le van a leer los otros escritores, profesores, críticos?
R. No lo creo. Es algo muy interesante. A esta altura de mi vida, el reto más interesante es eludir a tus propios censores, que por lo general son poetas muy jóvenes -están ahí para admirar y también para competir–, y atender al mejor auditorio, que suelen ser dos tres amigos. Pero eso también tiene sus riesgos. De modo que debes vivir en una suerte de soledad y libertad, y probablemente cometerás errores.
P. ¿Era usted tan valiente antes? Ahora puede hacer lo que le dé la gana.
R. El valor no sirve ante la página en blanco. El poeta sobrevive -si sobrevive- en medio del pánico. Durante un tiempo le puede satisfacer lo que ha hecho, pero luego el entusiasmo se marchita. Cuando le dieron el Nobel a Isaac Bashevis Singer le preguntaron si estaba sorprendido. Contestó: «Claro que estaba sorprendido. Pero ¿cuánto tiempo puede usted permanecer sorprendido?» (Risas) Creo que los escritores son así: se sorprenden un rato, pero ¿cuánto tiempo? Luego tienen que comenzar de nuevo… Estoy de acuerdo con usted: me ha sorprendido el grado de atención que se me ha dado, pero tengo mis dudas. El complejo de impostor es habitual entre los escritores. Si son honestos. Y aquellos que uno respeta más son aquellos que eluden la atención excesiva. Los amigos son muy importantes para mantener un sentido de las proporciones, y, como digo, la primera acústica es muy importante.
P. Como escritor irlandés tiene usted una muy pesada tradición: Wilde, Yeats, O’Casey (Cassidy), Joyce, Shaw, Beckett… ¿como convive con ella?
R. La literatura inglesa pesa en mí tanto como la irlandesa. ¿Cómo convivir con Shakespeare? Sé que hay una diferencia. Pero en mi primera vida no pensé en mí como escritor. Thomas Hardy y D.H Lawrence eran más importantes para mí que Yeats. En la creación de mi oído, Gerald Manley Hopkins fue más importante, o el idioma anglosajón, que estudiaba, influyó más que el idioma irlandés. En cambio, la actitud del escritor Yeats fue importante. Joyce es completamente diferente: En cierto modo no hay nada que aprender de Joyce, salvo su entrega total a la escritura pura. En cuanto a Wilde, cien años después de muerto su peso crece, con todo el movimiento de liberación homosexual y la colonización de las minorias. Se está volviendo un escritor importante políticamente, pese a su apoliticismo, por la forma en que se rebeló contra la opresión.
El viaje
P. ¿Por qué se marchó usted de Irlanda del Norte a la República de Irlanda?
R. Porque había llegado la hora de probarme. No me fui porque Irlanda del Norte fuese un lugar terrible, o no soportara la violencia, o huyera de enemigos… nada de eso. Tenía 33 años y había publicado dos libros, con cierto éxito. Quería saber lo que era ser un poeta y era el momento de hacer un movimiento independiente. Me animaron dos amigos: uno que es pescador y siempre se ha negado a tener un empleo fijo, y Ted Hugues, quien me advirtió que si no dejaba la universidad, perdería mi idioma. También quería dejar el grupo de escritores jóvenes en el que me sentía arropado. Era en 1972. Fuimos a vivir con mi mujer a una casa de campo, y nos gustó. Crucé la frontera. Amigos míos protestantes pensaron honestamente que los había traicionado, porque yo había sido un liberal de los años sesenta, pero terminé sintiéndome algo así como el rostro sonriente de la comunidad católica y no quise convertirme en una fotografía amable. Nunca me arrepentí.
P. Qué tipo de escritor quiso ser usted? La ambición de Flaubert no es la misma que la de un escritor de éxitos.
R. Soy una mezcla de aficionado y profesional, con una ideología de aficionado. Sé que estoy aprendiendo siempre. Aprendiendo a terminar. Y a empezar.
(Babelia, 19 de diciembre de 1992. Copiada aquí porque todavía no está digitalizada.)