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Fronteras de Tres de Marzo (Texto patriótico)

Apartado: Conferencias

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FERIA DEL LIBRO DE VALLADOLID, 2007

Hace unos años, con motivo de la publicación de mi novela para chicos Yo soy mayor que mi padre, mi editora me pidió que cambiase el nombre de la ciudad de donde partía la acción, Tres de Marzo, por el de Bogotá, que era el que reconocerían nuestros jóvenes lectores… y era el que le correspondía en realidad, según yo mismo había terminado por ver. La ciudad de Tres de Marzo aparecía esporádicamente en cuentos y otras novelas mías (no en todas): en Huellas del actor en peligro Viajes de Niebla, y ahora también en la última: Ya verás. Al principio pensé que la había inventado, como los escritores hacen casi siempre, para poder hablar con libertad de cualquier parte sin que le corrijan de forma constante los pequeños patriotas, los dueños del lugar: esto no es así, no es verdad que tal casa está en tal o cual esquina, las nubes de esta ciudad no van de norte a sur sino de este a oeste, no es cierto que al padre fundador de la patria le gustase el té: en realidad era un gran bebedor de café.

p.S.

Y no pude. Quiero decir que no pude atender al ruego de mi editora de cambiar el nombre de Tres de Marzo por el de Bogotá. Le pedí un verano de plazo, lo intenté, me imaginé mi ciudad con otro nombre… y no pude. Y así se publicó la novela, con la acción en Tres de Marzo y tresmarinos como personajes… Y, aunque no muchos lectores protestaron por el nombre, y aparte de la lección de que hay que tener cuidado con lo que se bautiza, porque se queda, como es natural, la razón por la cual no pude realizar el sencillo cambio del nombre de Tres de Marzo por el de Bogotá no ha dejado de intrigarme.

Al cambiarle el nombre a la ciudad, yo también quise, como otros autores, que esa creación, Tres de Marzo, fuese más. Que fuese otras ciudades. Que abarcase a Lima y Quito, a Santiago de Chile, la Paz y Ciudad de México e incluso Guatemala, ciudades todas en las que había encontrado ecos de Bogotá. Como sin duda tienen: basta mirar la altura del cielo, la caravana continental de las nubes, que van de norte a sur a lo largo de la cordillera, los omnipresentes eucaliptos cuyo olor es ya una nación y sobre todo basta mirar y mirarse en la mirada trágica de la gente andina. Y quería que fuese otras ciudades con la idea de comenzar a salir, en mi modesta contribución, de esos estrechos nacionalismos, de esos patriotismos caseros que a mi juicio asfixian a Latinoamérica –a casi todo el mundo en realidad-, y que tanto impiden ver el paisaje en toda su grandeza.

Yo no lo sabía entonces, pero era también un deseo de salir, simplemente, pues a mi llegada a Colombia, sobre los once años de edad, me había sentido encerrado. Yo nací en Bogotá, hijo de un español y una colombiana, pero me sacaron del país a los seis meses y, tras vivir en Italia y sobre todo en España –en el mundo inmóvil y en apariencia tranquilo de la Barcelona y la Mallorca de aquellos años-, mi familia regresó a Colombia cuando yo tenía unos once años.

Y allí, de inmediato, me sentí encerrado, y no sólo porque Colombia estaba muy lejos. A diferencia de mi hermano, que descubría el Nuevo Mundo con un alborozo más de Humboldt o de Mutis que de Pizarro, deslumbrado por la posibilidad de coger culebras inofensivas en el jardín de casa, y tener perros y hamsters casi a discreción, yo me sentí en un callejón, casi preso. Explicar por qué me tomaría una vida, y como hoy no tenemos tanto tiempo, diré que básicamente por tres razones: mi padre había comenzado a enfermar, la familia iniciaba una lenta y discreta ruina que ya no nos permitía la vida de nómadas que había sido bastante la de mis padres y la de las crónicas familiares –eso es muy importante-…, y también por los ojos de la gente. Quiero decir, en la Bogotá de 1963, en un país que salía del periodo conocido como “La Violencia”, un eufemismo, como tantas cosas en Colombia, algo sucedía en los ojos de la gente, en la calle, en el centro de Bogotá, que daba miedo. Todavía me lo da, en el recuerdo.

¡Ah! Y se me olvidaba: por las montañas. Las montañas de Colombia son magníficas, las de todo el continente lo son, pero según el punto de vista que se adopte uno puede tener la impresión de que se van a caer sobre la ciudad en cualquier momento. Y si no la montaña, al menos los barrios de chabolas que entonces se podían ver desde casi cualquier parte. Y desde Bogotá, en la falda de la cordillera, sin duda “los cerros”, como los llaman, pueden parecer un obstáculo para viajar. No por casualidad en algún sitio Dostoievski llama a Bogotá el lugar más lejano de la tierra.

Yo inventé Tres de Marzo para ensanchar pues los límites de Bogotá, para poder viajar con una facilidad que por otra parte había vuelto a recuperar, pues ya vivía de nuevo en España, y para incluir a otras ciudades del continente en las que me había sentido muy cómodo… y a las que de algún modo también pertenecía.

Sin embargo con el tiempo me fui dando cuenta de que no era tan sencillo, que no por cambiarle el nombre a una ciudad esta cambia. Que haberle inventado un pasado heroico a Tres de Marzo, un incidente libertario a la vez que fundacional, no cambiaba la sustancia. La realidad se vengaba, incluso la realidad indestructible de la memoria, y los minúsculos puestos de comercio de la carrera 13 que vendían cabecitas de crías de caimán junto con frunas y bolígrafos, el olor de la gasolina de los buses de Bogotá (el mismo olor de Moscú, mira por dónde), o el sabor del pan de yuca o del chicharrón, se imponían e individualizaban a Bogotá no sólo en la cordillera sino también en el país. Incluso en Colombia Bogotá es una ciudad única: ahí es nada, una ciudad fría en un país cálido.

Y poco a poco, y a medida que he ido frecuentando las otras ciudades que yo había querido participasen en el espíritu de tres de marzo, es decir Ciudad de México, Lima, Santiago… me he ido dando cuenta de que mi ambición había sido grande y temeraria. Puede que la calle Viena, en México, se parezca a algunas calles del norte bogotano en los sesenta, pero desde luego en ninguna casa de Bogotá se encuentran los colores ni los muros de la Francisco Sosa de Coyoacán, en México, ni la grandeza virreinal de ciertos edificios de Lima, ni el colorido de los vestidos de las indígenas y de los pájaros en Guatemala, ni… Es inútil. No se pueden crear “tipos”, ni identidades, ni… Si cada ciudad es intraducible, en Latinoamérica como en cualquier otra parte, es no sólo porque es única sino porque cambia a toda velocidad.

Y eso es lo que me ha ocurrido con la mía, con la de mis recuerdos. Con el tiempo ha quedado fijada en una ciudad imaginaria, o por lo menos histórica, como me han dicho varios lectores a propósito del Tres de Marzo que se lee en mi última novela, Ya verás. Y en efecto, esa ciudad de un millón y medio de personas, y construida por la memoria, que es muy novelista, a partir de fiestas cuya música sigo escuchando en las casas de la carrera séptima que yo recorría para ir a mi colegio, el Liceo Francés en la calle 87, -y por cuya destrucción unos cuantos constructores de edificios sin escrúpulos irán al infierno-, tiene poco que ver con la megalópolis que acabo de ver en Febrero tras una década sin ir a Colombia. Una megalópolis por muchas razones magnífica y a punto de acabar con su leyenda de ciudad maldita por la violencia y desvelar todo lo que tiene de extraordinario -en cuántas cosas Bogotá está comenzado a ser una verdadera capital suramericana, y muy pronto oiremos hablar de ella-… Pero que ya se parece menos a Tres de Marzo: hay que escarbar para encontrarlo. Lo cual, a mí al menos, me deja muy pensativo y hasta temeroso sobre los poderes del tiempo… que en Suramérica cambia las cosas a mayor velocidad que en ninguna otra parte.

Pero quizá esta evocación de Tres de Marzo y sus causas no quedaría completa si no contase que, antes de aparecer en mis novelas, éstas ya habían hablado de otro espacio imaginario. Se trata de una mansión llamada Gádor que aparece en mi primera novela, Aire de Mar en Gádor…y que luego reaparece en otras varias. Reaparece la casona en tanto que tal, o aparecen sus moradores, los miembros de la familia Gayán de Gádor que, por cierto, creo que ya está extinta, o aparece gente relacionada con ellos, como en la novela que escribo ahora.

Lo que quiero contar aquí es que esta mansión se encuentra en Madrid –la Mar de Aire de Mar en Gádor es una joven que toca el piano y cuyo nombre se escribe con mayúscula-, y creo que es fácil deducir esa mansión en esta ciudad y fácilmente deducir sus momentos históricos… Y sin embargo los modelos de la casa están en Tres de Marzo, en Bogotá, incluso en alguna que no conocí, la casa en la que nació mi madre y que ella me contaba, y también en la que nací yo y que aún se conserva como para demostrar que Tres de Marzo sí existió.

Podría hablar mucho tiempo sobre Gádor, de hecho ha ocupado páginas de varios libros. Pero lo que me ha sorprendido –y prometo que lo he terminado de descubrir ahora: escribir es un modo de pensar, de investigar y de recordar-, es que Gádor, esa mansión reconocible en Madrid, cuyos modelos se encuentran sin embargo en Bogotá, es un territorio muy parecido a Tres de Marzo.

Y la pregunta que se me impone es: ¿por qué los escribí? ¿de qué profunda necesidad surgieron?

Pues la respuesta es la vez sencilla y no lo es. Tres de Marzo, Gádor, la escritura misma fundan un tercer país, constituido por los territorios de la imaginación.

De la imaginación, no de la fantasía, la imaginación nace de la realidad y de la necesidad.

Esos territorios surgen por el impulso vital del escritor, del hombre, nacen de su profundo deseo de no ser apresado en etiquetas, en rudimentarios pasaportes que pretenden deslindar líneas no por eficaces y custodiadas por la policía menos imaginarias. Nacen del deseo de no ser la coartada, la moneda de cambio en el negocio identitario, el más eficaz e implacable que nadie ha podido inventar y el más grande y rentable de la historia. Si por algún azar cósmico se acabase el negocio de la identidad, la mitad de la humanidad, millón de personas arriba o millón abajo, se arruinaría y tendría que salir a pedir limosna.

Lo que busca ese escritor al crear esos territorios libres no es llevar una doble vida, como proponen ahora los jueguecitos electrónicos de moda, que lo que hacen es apostar sobre la frustración del hombre por el que cree su destino mediocre, o ser a la vez rey y súbdito. Lo que busca, como una suerte de Ulises siempre en la mitad de su viaje, es encontrar su propia patria –y perdón por este lenguaje retumbante, pero no he podido encontrar otra forma de ponerlo-. Y como la escritura, la imaginación, la patria no es y no puede ser más que individual, nómada y, ni qué decir, solitaria. La patria del hombre es la que él se inventa… y siempre y cuando no llegue a puerto, no la encierre, no le ponga una bandera en lo alto de la colina más alta.

Si lo prefieren, la patria es el acto mismo de crear.