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Sombra y sol de Héctor Perea

Apartado: Conferencias

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CASA DE AMÉRICA. MADRID, 2007

Héctor Perea en Madrid, 2007. Foto: P.S

 

Quizá el recuerdo más intenso que guardo de Héctor Perea es, paradójicamente, el viaje de sonámbulo en el que me llevó por Ciudad de México, en mi primera visita, y de madrugada. Terminábamos de aterrizar, en mitad de la noche, y yo padecía un ataque de sueño de niño, de los que me dan a mí, o sea que desde entonces, y de ahí la intensidad de mi recuerdo dormido, tengo la sensación de que me salvó la vida. Si me hubiese quedado dormido en algún punto entre mi aterrizaje y mi hotel, ¿habría sobrevivido? A menudo pienso que no. También le debo mi salvación al consejo de no beber agua del grifo nunca, bajo ningún concepto, y lavarme los dientes con Coca Cola si era necesario, o mejor con tequila, pero jamás acercarme al agua, ni siquiera embotellada, desconfiar de los retretes pues por ahí podían salir cocodrilos, cocodrilos mutantes por todo lo que sucede en los subterráneos de la ciudad más extraordinaria del mundo, y no respirar hondo. Era noviembre, uno de los peores meses de la contaminación marrón que a veces cubre la ciudad como si el cambio climático hubiese empezado allí, y ya hace tiempo.

Luego muchos recuerdos se confunden, en jerarquía e intensidad. ¿Quizá seguiría Lisboa? Como ocurre con la gente viajera de una edad ya provecta, como es el caso de ambos, uno siempre se termina encontrando con los amigos en alguna parte pues el número de buenas librerías, cafés silenciosos, calles extraordinarias y lugares de perdición que merezcan la pena son limitados. O sea que, cierta tarde invernal en que yo andaba por la calle O beco dos surradores, la de llovizna más invisible y dulce de todo Lisboa, entré en un viejo comercio de no sé muy bien qué, sólo sé que era un viejo comercio en Lisboa, no sé si me explico, y ahí me encontré a Héctor, por supuesto negociando con una atractiva bibliotecaria, o algo así: atractiva por una mirada inteligente escondida detrás de una gafas de concha y un jersey de cuello vuelto, disfraz de estudiosa que le daba una suerte de atractivo a juzgar por el entusiasmo de Héctor. Este no desplegaba las estrategias de un bibliófilo sino los encantos de un Casanova. Maduro. Pero Casanova. Eso no se pierde nunca.

Qué negociaba no importa, a los efectos, demasiado: algún mapa, alguna pequeña escultura, alguna de las múltiples litografías eróticas, de época, que Héctor, con el paciente permiso de Carmen, almacena en sus dos casas de la Avenida Gutiérrez Zamora, en la colonia Las Águilas de Ciudad de México. Digo “almacena” pero no es del todo exacto. Recordaba la casa de Pedro Sáinz Rodriguez, el mayor experto y bibliófilo del misticismo español. Como no tenía lugar suficiente, y eso que había comprado el piso de al lado, los libros se amontonaban en columnas, igual que en la casa de Cansinos Assens, el amigo de Borges, creando una suerte de laberinto, tal vez una visión adelantada del Paraíso.

Pues bien, la casa de Héctor y Carmen en Las Águilas lo es también. Quiero decir una especie de Paraíso. Allí no se trata sólo de libros sino de esculturas, dijes, camafeos, plumas antiguas, cuadernos de coleccionista, manuscritos, pequeños dibujos de grandes artistas y, envuelto el todo en los insospechados olores que salen de la cocina, y que en cierto modo, predisponen al goce y abren los sentidos –aromas a cuitlacoche y a cochinita pibil, a chile de árbol y tequila reposado-, envuelto en todos esos aromas que abren los ojos, la legendaria colección de estampas eróticas compiladas por Héctor durante años en las chamarilerías y anticuarios de Lisboa, Roma y París… pero también en los tugurios más duros de Madrid y de Ciudad de México, toda esa zona que aquí se encuentra más allá de tirso de Molina y La Latina y allá por las traseras de Tenampa, en Garibaldi. Una ciudad en la que sólo se adentran los muy valientes, desde luego no la policía, y los grandes vividores. Y entre los grandes vividores chilangos se encuentra Héctor. Yo a veces me lo imagino como uno de esos señores de sombrero de copa y monóculo que iban a ver a La Goulue y que retrataba Lautrec haciendo como que no.

He de reconocer que la colección no me impresionó demasiado. Me pareció algo a caballo entre la ingenuidad de los Tizianos eróticos de Felipe II y la extrema crudeza de las compilaciones de Sergio Rodriguez y otros. Llega un momento en que el erotismo, igual que la violencia, inmuniza.

No: lo que me impresionó fue ver a la bibliotecaria, o lo que fuese, de Lisboa.

Sí, a de gafas de montura gruesa y jersey de cuello vuelto que ahora había perdido en alguna parte –igual se lo habían robado entre el aeropuerto y su hotel-, y que mostraba en todo su esplendor todo lo que, entonces, de algún modo anunciaba su recato, su sobriedad intelectual.

Me sorprendió pero guardé silencio.

Y no sólo por la discreción y buenos modales que me caracterizan sino porque, con la revelación, habían venido otras sospechas.

Fue así como en los meses, años que siguieron, fui averiguando que Héctor es, como todo en México, una apariencia tras la cual se mueven, digamos, múltiples realidades.

O sea que a lo mejor es un astuto coleccionista que sabe encontrar en el Trastevere de Roma y el Marais de París pequeñas antigüedades a precio interesante, pero si uno se fija se dará cuenta de que todos esos objetos sugieren una clave de Morse con destino a alguien. Además los recorridos, diurnos, muy bien podrían ser paralelos a otros, nocturnos, por lugares tan cerrados de día como los anticuarios durante la noche.

Y así con todo. Es público y notorio que Héctor sabe más que nadie de Alfonso reyes, un erudito mexicano que a comienzos del siglo pasado viajaba por toda Europa coleccionando cosas, como Héctor, y era amigo de Borges en Buenos Aires. Ahora bien, yo he llegado a sospechar que Alfonso Reyes no existe, que es un autor inventado por Héctor para vivir del cuento. ¿Por qué no? En el mundo académico, el investigador y el periodístico –los tres terrenos profesionales de Héctor- anidan múltiples vivos que viven del cuento. Además Reyes era amigo de Borges y es sabido que Borges se inventaba a sus eruditos para poder decir cosas importantes sin pasar por pedante ni aseverativo, un delito mayor en su círculo. Y por si fuera poco ¿han intentado comprar ustedes un libro de Alfonso Reyes en España, la cuarta potencia editorial del mundo? Inténtenlo. Verán que es imposible. ¿Cómo es posible que alguien tan importante como Reyes no sea editado por la Cuarta Potencia Editorial del Mundo? Pues lo es. Y si no es posible comprar un ejemplar, convendrán en que lo más probable es que se trate de un invento de Héctor.

Se dirá que exagero, que invento… yo mismo me lo dije: “No sabes qué decir, inventas chismes porque tu insuficiencia crítica y teórica es manifiesta”. Hasta que leí “Los párpados del mundo” que Héctor, con ingenua generosidad, y María Ángeles Vázquez, su editora, me invitaron a presentar. Todo, todo lo que acabo de decir, las pruebas, digo, están ahí: la sensualidad y la libertad, o la libertad en la sensualidad; España y América y el lenguaje de dos mundos; las huellas del cine y las de Cortázar en la especie de lupa que convierte el comportamiento humano en algo fantástico; la sugerencia por fraccionamiento: quiere decirse que sólo vemos una parte; el cosmopolitismo del mejor México y de Alfonso Reyes, ese personaje imaginario; el sentido del humor de un suicida que se encarna en Pantocrator y frustra el espectáculo, algo que podría aparecer en la crónica del Distrito y, de nuevo, una libertad de criterio en lo sexual por la cual es extraño que Héctor, en plena plaza de Cibeles, no haya sido detenido y encarcelado, a la espera de algún tipo de lapidación. Ya la inventarán. Tarde o temprano. Seguro que vendrán a por ti, Héctor.