PUBLICADO EN: UNA INFANCIA DE ESCRITOR. ANTOLOGÍA DE MERCEDES MONMANY. XONDICA EDITORIAL
Yo no sé muy bien dónde nací. La versión que escuché más veces dice que en una casona caprichosa y afrancesada que se encuentra en la esquina de la calle 69 con la carrera séptima, de Bogotá, pero lo cierto es que mis primeros recuerdos de ella se remontan a un día de los primeros años sesenta –o sea que yo ya era un muchacho–, cuando acompañé a mi madre, o ella me llevó para sentirse acompañada frente a sus recuerdos, y me encontré con la inmensidad de las casas vacías y las huellas de los cuadros en las paredes, y, situado sin aviso frente a un baúl abierto, ante evidentes pruebas de que la memoria de uno no se inicia en sus primeros recuerdos, sino antes de ellos, en un sombrero de paja de su madre cuando niña o en la petaca de plata de su abuelo, que aún guarda un resto de brandy.
Después de nacer, justo después, estuve dando tumbos por el mundo como uno de esos aventureros de la primera mitad de siglo, que fueron aniquilados por los viajes en grupo y las agencias de publicidad. A menudo he pensado que me gustaría repetir ese tiempo que mi madre recordaba con escalofríos, mezcla de horror y también de añoranza por tanta frescura, y mucho más el tiempo en que mi abuela tardaba tres meses para trasladarse a su internado en Ramsgate desde las tierras de mi bisabuelo en la Judea, cerca de La Mesa.
Yo aprendí a gatear, a caminar ya hablar (mis primeras palabras fueron en italiano, lo que me llena de gratitud ante mi destino) mientras mis padres viajaban con mi hermano y conmigo a cuestas; es decir, que no vivíamos en un carromato con un mono, una guitarra y una cabra porque mis padres preferían los perros, pero era más o menos lo mismo.
Ese era el tiempo en que había que coger carrerilla para saltar el mar, y el salto se daba en »superconstellation» asmáticos con cuatro motores y un olor que guardo para siempre incrustado entre los ojos. No existían los adelantos que hoy los jovencitos consideran normales, y había que escuchar a mi madre recordar el cambio de mis pañales mientras volábamos sobre las Azores o esperábamos en algún aeropuerto en el borde del Sáhara a que el avión repostara.
Hablar de los motores de hélice y del desierto ayuda a comprender por qué tardé una docena larga de años en volver a la casa afrancesada de la 69 con la séptima. Mi padre, un español trasterrado, superviviente de tantas vueltas al mundo que distinguía un checo de un eslovaco y hablaba árabe y holandés, comenzó un día a andar un poco más lentamente y quiso emprender una última emigración, una emigración como las de antes, con el loro, las ollas de la cocina y los libros; hoy nadie se lleva los libros, que, por lo demás, se deshacen; están hechos para no durar. Antes se viajaba con ellos y por el camino se ampliaba la biblioteca. Entonces –la superstición de que los niños han de ser educados había impuesto cierta estabilidad– vivíamos en Barcelona. Una sobremesa que parecía tan normal como cualquier otra se impuso de pronto la idea de que teníamos que marcharnos. Así suceden las grandes decisiones: un día, a la hora del café. Mi padre propuso: Madrid o Bruselas. Mi madre replicó: Barcelona o Bogotá.
Yo creo que mi padre aceptó Bogotá para poder embarcar una vez más en uno de esos paquebotes en los que el tiempo se mide tan de otra forma que eso ha supuesto su muerte increíble. De modo que con sus últimas fuerzas organizaron una de esas grandes emigraciones, en este caso hacia el suroeste, una de ésas que mi madre decía que para los muebles equivalían a un incendio; no sé por qué lo decía, porque ella empacaba tan bien que no se le rompía plato.
Como nómadas que eran, a mis padres les parecía natural trasladarse con la casa, y no sólo con las cosas buenas, sino también con las que no lo eran tanto pero contribuían a pintarla con los mismos colores, con independencia del escenario. Así, un mueble isabelino contaba lo mismo que una silla de pastor, y un buen grabado, lo mismo que una caricatura improvisada en un quiosco de paseo. Los preparativos duraban semanas y el viaje también. Mi padre, que desde que yo era niño se empeñó en enseñarme una de las lecciones más útiles que yo he recibido, que hay que aprender a marcharse de los sitios, tuvo un momento creo que de flaqueza y mandó llamar a un fotógrafo, y con un extremado sentido de la vanguardia, él, a quien habían formado en el segundo tercio del siglo XVII, hizo que posáramos entre las cajas de embalaje, que, una vez llegados, se transformarían en bibliotecas para dar cabida a nuestros libros.