Si usted no ha oído hablar mucho de Bogotá, no se preocupe: dentro de algún tiempo lo hará. La pregunta –una vieja pregunta– es cuánto tiempo. Pero lo que es impepinable, como dicen allí, es que usted va a oír hablar de Bogotá. ¿Y cómo no? Con Buenos Aires y Ciudad de México, y con São Paulo, si se quiere, es ya una de las capitales de América Latina, y desde luego no tanto, en contra de lo que dicen, en inseguridad: ahí sólo se lleva una fama casi tan justificada como lastrada por la exageración y los clichés. Sin clichés viajar sería demasiado fatigoso. Pero qué difícil escribir una crónica sobre la nueva Bogotá sin caer, también, en el más viejo de los vicios atávicos de Colombia y América: la lectura de lo que le afecta en clave de retórica siempre nacionalista.
Ya sucede en Ciudad de México, por ejemplo, entre personas relacionadas con el urbanismo, y que, según me dijeron, estudian ciertas propuestas como una especie de vía bogotana a la civilidad. Porque una de las razones del cambio extraordinario de Bogotá, o su crecimiento en todos los sentidos, es que en los últimos veinte años la ciudad alineó un par de alcaldes honrados además de ingeniosos: Peñalosa y Mockus, un matemático que se había hecho célebre con sus originales (y eficaces) modos de gobernar la hasta entonces levantisca Universidad Nacional, y que dedicó parte de su mandato a educar a los ácratas bogotanos en leyes tan sencillas como respetar un paso de cebra o parar los autobuses en donde corresponde, y prefiriendo a las multas la astuta pedagogía de payasos y doctos mimos repartidos por la ciudad.
Ni que decir tiene que la campaña fue recibida con sarcasmos… hasta que se vio que funcionaba. Más aún: todavía lo hace…
No es esa la única causa, pero la sorprendente situación, un par de décadas después, es que el cachaco (bogotano), que no se caracterizaba por su optimismo, es hoy un capitalino orgulloso de su ciudad, y no sin razón: lo más sorprendente es que la que es ya una de las megalópolis de América (nueve millones de habitantes según algunos cálculos) es, con todos sus muchos problemas, una ciudad más ordenada y homologable que cuando tenía sólo un par de millones. Hoy las chabolas de entrada a la ciudad desde el aeropuerto han sido sustituidas por una gran avenida llena de rascacielos y flanqueada de barrios no forzosamente angustiosos de clase media (lo que ya los individualizaría en muchas partes), y Bogotá comparte con otras grandes ciudades algunos problemas, sobre todo, de desarrollo: el tráfico, por ejemplo, puede llegar a ser muy pesado, y eso que los coches circulan en función de su número de matrícula. Todo lo cual no deja de ser extraordinario si se piensa que se ha hecho encauzando una explosiva inmigración campesina: en buena parte, losdesplazados por la violencia. Como me dijo un experto en ésta, “¿qué tal si hubiésemos intentado poner muros y barreras como se hace cada vez más en el mundo así llamado desarrollado?”
Y sí, la inseguridad no es lo que era. Esa es la pregunta que todo el mundo hace en primer lugar. Bogotá no es Lausanne, desde luego, pero tampoco encaja, ni mucho menos, en el tópico de su leyenda. Hoy por hoy hay en toda América una media docena de ciudades más violentas e inseguras que Bogotá, incluida Los Ángeles, pero ésta es la que se lleva la fama… O se le pega la del país, que en quizá una cuarta parte de su territorio vive una guerra de definición muy compleja: aunque parezca una guerra clásica contra una guerrilla en teoría izquierdista y revolucionaria y el paramilitarismo contrario, en realidad se trata en buena parte de la lucha contra el mercado de la droga o la complicidad con él. Lo cual sin duda determina la vida del país y de la ciudad –¿cómo obviar un ingreso anual de 10.000 millones de dólares de dinero negro?–… pero en el que, por primera vez, se aprecia una resuelta actitud de combate por parte de la administración.
Mas el debate sobre la violencia y la droga amenaza como siempre con ocultar las otras realidades, como se quejan los colombianos, con razón. Para volver a la ciudad, la transformación de valores que se trasluce en el cambio de su imagen. Durante casi todo el siglo XX, Bogotá fue un verdadero museo de arquitectura y urbanismo, con sus barrios colonial, ingléso estadounidense,correspondientes a sucesivas influencias. Pero también a Bogotá llegó el negocio del masivo tráfico de ladrillos, que como es notorio no sólo es uno de los mayores –y creciendo–, sino uno de los más eficaces lavaderos de dinero negro. Con un misterioso entusiasmo que no se puede terminar de comprender ni siquiera por las consabidas razones de seguridad, los bogotanos aceptaron cambiar sus casas por pisos –mejor protegidos–, aunque uniformándose en los edificios de ladrillo visto y grandes ventanales que triunfan por todas partes bajo la fórmula del apartamento de tres dormitorios y salón-comedor. Y no sólo en el norte residencial sino en toda la ciudad, incluidos barrios históricos como Teusaquillo o La Soledad. La ausencia de resistencia para aceptar ese cambio no deja de ser sorprendente, pues a fin de cuentas no se trata sólo de estética sino de una forma de vivir el espacio y estar en el mundo, y en algo que afecta de forma directa a la religión de la libertad que cruza el continente. De ella queda un atisbo en las viviendas que se han subido a la cordillera y que con su vista sobre el extenso mar de luces que cubre la Sabana sí proponen el espacio, es decir la libertad, como horizonte vital.
Las consecuencias de cambiar casa por piso atañen a toda la vida del bogotano medio. Antes la vida se desarrollaba en las casas, incluidas las fiestas obligatoriamente bailables que el bogotano está recuperando, tras la guerra de los cárteles, pues el colombiano vive en el baile como otros pueblos viven en la comida, en el fútbol o en la religión. Ahora, sutilmente, esa vida social se ha trasladado en buena medida a los centros comerciales con franquicias internacionales, como en todas partes, a una tímida red de parques y de avenidas reconvertidas los domingos en velódromos y pistas para correr, a una notable red de restaurantes, y también, en un cambio decisivo, a las terrazas. Símbolo de una nueva concepción del ocio –era en efecto incomprensible que Bogotá careciese de terrazas, con una primavera eterna que los colombianos consideran invierno–, las terrazas de Bogotá son también una de las evidencias más apabullantes del cambio climático.
Porque Bogotá era la imagen misma del invierno. Al menos para los colombianos. Situada cerca del Ecuador, pero a poco menos de tres mil metros que le garantizan una temperatura fresca todo el año, y con una temporada de lluvias que le ganaron una pésima reputación entre los colombianos de tierra caliente (la mayoría), Bogotá era, con sus chimeneas, sus ruanas (poncho corto), las sopas calientes y los trajes de paño de sus profesionales, que parecían haber llegado todos a jueces del Tribunal Supremo nada más terminar la carrera, la imagen misma de un otoño escocés, suave pero eterno, frío por las noches. Eso ha cambiado. A mediodía, bajo el sol vertical de lo que pese a la altura sigue siendo trópico, los bogotanos se quitan la ropa y aparecen jovencitas con camiseta de tirantes e incluso pantalones cortos, y ya no es una ley que las bogotanas tengan que usar medias. “Antes, si una no se ponía medias, la miraban como una calentana”, me explicaba una joven cachaca con un rencor acumulado en vete a saber qué agravios. “Eso ahora ha cambiado”. Y me lo decía mientras nos tomábamos un helado gigante en una terraza, y sobre la acera permanecían tiradas media docena de bicicletas de un grupo de chicos: algo inimaginable hace algunos años. O sea que a mediodía hace un tibio calor, y por las noches frío: hasta siete grados bajo cero viví yo en una finca de la Sabana, una noche del pasado mes de febrero, en un día que había subido hasta los veinticinco grados. Ni que decir tiene que los periódicos daban cuenta al día siguiente de los récords de temperatura por las dos puntas… y la ruina de no pocas plantaciones de flores y papa (papa sabanera, que un día tendrá denominación de origen).
El viajero ausente largo tiempo se queda tan sorprendido por los cambios que duda si no se habrá extraviado. Pero además del pan de yuca, el agua aromática (infusión) y la elegante suavidad de las mujeres, otras cosas le devuelven el pasado. La prensa, por ejemplo, que no cambia. Y no sólo porque las historietas siguen siendo las mismas de hace treinta o cincuenta años (o más), sino porque los columnistas y los titulares de la sección política son también los mismos. O al menos los protagonizan los mismos apellidos. Nunca he encontrado a nadie que lo acepte pero si en Colombia la vida política no está determinada por la media docena de dinastías republicanas de políticos y periodistas que ya van por la cuarta o quinta generación, entonces lo finge muy bien, y eso pese al revolcón de clases sociales que ha vivido el país en los últimos cincuenta años. El único problema es que esa clase siempre idéntica a sí misma bajo ningún concepto se corresponde con el país dinámico y pilo que es hoy Colombia. Algo parecido sucede en varios terrenos, como por ejemplo la pintura: mientras excelentes y arriesgados artistas proliferan, los medios siguen hablando de Botero y su fábrica de carteles para millonarios de un modo que sólo se explicaría por una admiración sin límites hacia la capacidad del pintor de hacer dinero. Como dice Vladdo, el dibujante político: “Botero es el caricaturista mejor pagado del mundo”.
Así que una última sospecha asalta al viajero que no pasaba por ahí desde hacía años. Visto que el país va a toda velocidad pero hay zonas y gente que siguen exactamente igual que hace medio siglo y hacen las mismas cosas y hablan igual, la sospecha se impone por sí sola: ¿Y si el tiempo, allí, no pasase? Bueno, pasa, como en todas partes, pero para algunos, cuando pasa, va siempre al mismo sitio.
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