La ocasión más destacada que recuerdo en que mis jefes prefirieron no publicar algo -y con razón- porque no era el momento adecuado, durante los catorce años que trabajé en El País, fue con motivo de la concesión del premio Nobel a Camilo José Cela. Como ocurría a veces en ese tipo de grandes ocasiones, se me encargó una encuesta entre escritores españoles, y cuando le mostré el resultado a mi redactor jefe, Juan Cruz, él comentó de inmediato: «No podemos dar esto. No el día en que Cela gana el premio Nobel». Y aunque eso inutilizaba mi trabajo del día, lo cierto es que sentí cierto alivio pues también me había costado tomar esas notas. Y la encuesta no reflejaba la habitual envidia hispana, o no sólo. No recuerdo que nadie protestara por el Nobel a Vicente Aleixandre, pocos años antes, y eso que Aleixandre estaba marcado igualmente con una etiqueta política, en su caso como representante del exilio interior.
Me parece que Cela atraviesa ahora el habitual purgatorio que la posteridad le reserva a los artistas después de muertos, pero bastará recordar que hasta su muerte Cela dividía a la opinión pública entre los defensores de su Pascual Duarte, La Colmena y otros libros suyos muy arriesgados (y el más interesante). Los cortesanos que le rodeaban al final y que valoraban las aportaciones crudas y desfachatadas de cierto sentido del humor muy peninsular (y que consideraron a El País un periódico «enemigo» tras el Nobel porque entre otros muchos artículos ditirámbicos había publicado uno irónico de Julio Llamazares sobre El arzobispo de Manila). Y los que en cambio recordaban el lamentable episodio -ya muy documentado- en que Cela se ofrecía como espía en el gremio, tras la guerra; la olvidable dedicatoria de San Camilo 1936 (ninguneando la participación de extranjeros en la guerra de España); y el mandarinato en régimen de casi monopolio que en cierto modo Cela ejerció en la escena literaria durante buena parte del franquismo. El comentario de escritor que más recuerdo de la encuesta censurada por sus abrumadoras descalificaciones era el de quien lamentaba el Nobel pues «ahora, durante unos cuantos años más, en el exterior van a pensar que la literatura española sigue siendo eso». Años antes Italo Calvino había escrito en una carta que «Cela es el personaje más antipático de la escena literaria internacional».
Yo no tuve esa percepción, pero una vez más acepto que tal vez ello se podía deber a que escribía en un periódico poderoso. Las tres veces, creo recordar, que entrevisté a Cela, una de ellas en Bruselas con motivo de un Festival Europalia dedicado a España, me pareció un tipo rápido, sagaz, con unos objetivos muy claros en la vida, y muy bien educado pese a sus ocasionales tacos o altisonancias que no eran tales porque siempre venían a cuento y se soltaban con buena dicción, aunque a través de ellos se pudiese intuir una cierta facilidad para la crueldad. Al tiempo Cela se apeaba del pedestal y parecía ofrecer cierto lado, si no a la amistad o el compadreo, sí a cierta complicidad en la literatura.
Y era, al tiempo y pese a todo, una de las personas más difíciles de entrevistar. Con el tiempo comprendí que se trataba de un arquetipo: el de quien ha sido entrevistado ya tantas veces que ha dejado de buscar respuestas a esas preguntas -ha dejado de oírlas- y simplemente va sacando del cajón las que han ido quedando bien, o eso parecía, en otras muchas entrevistas. Es algo de lo que me di cuenta cuando a su vez fui acumulando entrevistas por mis libros. Aunque me sucede una infinidad de veces menos que a Cela, también me cuesta más dar respuestas originales cada vez que me formulan la misma pregunta.
La primera entrevista que reproduzco es una que le hice con ocasión de una de sus novelas experimentales y más interesantes, Cristo versus Arizona, un año antes del premio Nobel. Y luego la que le hice al día siguiente de la concesión del Nobel, en compañía de Joaquín Vidal, el mejor crítico de toros del último medio siglo en España y uno de mis mejores compañeros en el periódico. Juan Cruz nos había enviado a los dos, como si un artista pudiese ser interrogado por dos personas al tiempo -yo creo que no: una entrevista a un escritor es un acto de seducción y nadie puede ser seducido por dos personas al tiempo-, y de todas formas Joaquín, al no escribirla, no quiso después firmarla.
Vista con distancia fue una experiencia divertida pero en aquel momento no lo fue. A medida que la casa de Cela en Guadalajara se iba llenando de gente -casi ningún artista, escritor o editor, más bien amigos de Marina Castaño, la segunda mujer de Cela-, yo tenía la progresiva sensación de que la entrevista iba a naufragar en cualquier momento y tendríamos que volver a la redacción diciendo que había sido imposible entrevistar al premio Nobel español (en cuyo caso sería sin duda mi última entrevista en El País).
El que la sacó adelante fue Cela. Inasequible al caos del festejo y las felicitaciones que interrumpían a cada rato, el hombre fijaba sus ojos en los entrevistadores y decía: «sigue, sigue». Y eso hacíamos.
Luego, a la salida, Marina Castaño nos preguntó sobre las fotos de las celebraciones del día anterior, tomadas por uno de los fotógrafos del periódico, de las que Juan Cruz le había prometido un juego. Y aunque le dije que si Juan se las había prometido, sin duda se las enviaría, ella no me debió de creer porque me volvió a preguntar otra vez, y otra, y al final se puso pesada y me dio la impresión de que estaba exigiendo.
Y me pregunté una vez más si unos periodistas deben hacerse amigos de un entrevistado, o de su mujer, y prestarse a enviar fotos de fiestas. Aunque sean las de la alegría por un premio Nobel.
Conversación en Guadalajara con un flamante Nobel
22 de octubre de 1989
El novelista baja al pequeño salón cuando la tarde ya termina y es preciso encender las luces. Va recién peinado y bañado tras la siesta, parece descansado, saluda correcta, incluso amistosamente aunque no parece que reconozca a nadie, se sienta en un sillón que claramente preside la pequeña salita y dice: «Empiece». Y luego: «Empiece, empiece, que luego esto se va a llenar de gente». Es viernes, Cela lleva unas 30 horas como premio Nobel, el teléfono no para y quizá cien telegramas se apilan ordenadamente en una caja junto a su sillón. ¿Cómo se siente? «Gozosamente agobiado», dice, y se ríe con esa risa breve de un sólo ja que puntúa a veces sus respuestas.
Cela esperó toda la vida con ansiedad el premio Nobel, como él ha dicho. «Pensaba… soñaba, sí, soñaba con que pudiese ser verdad». Lo es, pero no se lo han regalado: ha tenido que escribir 100 títulos, algunos de los cuales tienen la innegable vocación de cambiar las reglas del juego en la novela y no simplemente entretener. «Toda novela a la que se le pone apellido es casi siempre una mala novela. Novela de misterio, novela negra, novela social… todo ello es subnovela, dicho sea con todos los respetos. Una novela es simplemente buena o mala. Una señora me preguntó una vez qué prefería en pintura, si la figurativa o la abstracta. Le dije: mire usted, yo prefiero la pintura buena». Lo abstracto en literatura sería el surrealismo, «que es un ingrediente en mi manera de hacer: en Oficio de tinieblas (1973), antes, en Mrs. CaldweIl habla con su hijo (1953), y en los versos primerizos de mis 19 años, Pisando la dudosa luz del día (l935)». La obra de Cela, la más hermética, abunda en misterios. Toda nueva generación de estudiantes de literatura se vuelve a preguntar inevitablemente qué es Oficio de tinieblas, 5, qué quiso decir un autor que para escribir esa obra oscura se encerró en una habitación ciega para crear se la ansiedad, la angustia precisas.
El misterio
«Yo no quise hacer nada», dice Cela en otro de sus abundantes desmentidos. «Mire usted, en los libros yo no intento hacer más que aquello que hago, y a veces ni siquiera eso consigo, que ese es otro problema. Intenté hacer experimentación para ver hasta dónde llegaba. Es curioso que ese libro tenga muchos detractores, y que sus escasos defensores lo sean a ultranza. Alguno me llegó a decir que es como el Kempis, que se puede abrir por cualquier página, y quizá sea verdad». Eso siempre ocurre con las obras abstractas del siglo XX, como el Ulysses, de Joyce, concede, y a la insistencia de que en cualquier caso es el suyo un libro envuelto en misterio, responde: «¿Y usted no cree que el misterio es un elemento literario?». Sin duda, es casi indispensable. «Probablemente sí… probablemente», dice. Ha estado explicando que la novela del XIX se caracteriza por su diafanidad y cómo no es posible escribir hoy novelas como lo hacían estupendamente Dickens, Balzac, Galdós y la Pardo Bazán, con planteamiento, nudo y desenlace, y propone: «La literatura es una carrera de antorchas. Cada generación lleva el testigo hasta donde puede Cuando me preguntan por quién me siento influido, respondo: por todos los que han escrito en castellano antes que yo, y por muchos otros aunque hayan escrito en otras lenguas».
Tampoco admite Cela fácilmente que determinadas vivencias hayan producido ciertas obras, y tiende a creer que el náufrago o el cazador que cuentan sus experiencias son sobre todo cronistas, no novelistas. «El verdadero novelista es aquél que tiene la capacidad de desdoblarse en los sucesivos personajes que va necesitando». Cela ha dicho alguna vez que sus libros no contienen una historia, sino muchas, y algunas sin terminar porque la vida no es nunca una historia, y concede que a menudo en sus libros, como en La colmena, el personaje es colectivo. Y cuando se intenta profundizar en la naturaleza de sus personajes, se marcha. «Uno no se puede objetivar a sí mismo», asegura. Pregunta frecuente con Cela es también qué experiencia brutal puede haber nadie para escribir a los 25 años una novela como La familia de Pascual Duarte. «Si le parece poco brutal una guerra civil… Yo no he conocido a ningún Pascual Duarte que diera pie a mi ente de ficción; ahora bien, sí he conocido, en la guerra y en la inmediata retaguardia, chicos que hubieran podido ser él». «Lo que no sé», dice más adelante, «es si hace falta una motivación inmediata cuando se escribe una novela, si una novela puede ser algo que sólo pase por la cabeza del escritor». En Pabellón de reposo (1943) la influencia de la realidad fue clarísima, Cela se inspiró de su paso por un sanatorio para tuberculosos; ya estaba escrita La montaña mágica, de Thomas Mann, sobre el mismo fondo, pero Cela no la había leído.
¿Ingenuo?
Cela cuenta entonces la fechoría de un crítico que le dijo que su obra tenía bastante en común con la de determinado finlandés, lo que, una vez leída la obra en cuestión, no resultó ser cierto en absoluto. «Eso le confunde a uno, joven e ingenuo escritor…» «¿Pero usted ha sido alguna vez joven e ingenuo escritor?» «Creo que sí.» «Joven, quizá, pero no existen noticias de que usted haya sido ingenuo jamás.» Ríe.
Ahora ya no le importa tanto lo que dicen los críticos, o eso asegura. «Los críticos, que digan lo que quieran, que para eso están. Les asiste ese derecho a acertar o a equivocarse». Apenas les lee. «¿No es vanidoso?» «No, no me siento muy vanidoso; al contrario. Tampoco me siento nada humilde…»
Este es el momento en que una señora cruza la puerta y pregunta con voz muy alegre «¿Se puede?» y se une a un grupito que ha ido aumentando en una salita al lado, como una música de fondo, y que aumentará en la siguiente media hora hasta crear la necesidad de que algunos nos marchemos para dar cabida a los que llegan. «Siga, siga», ordena Cela.
«Uno escribe probablemente para sí», dice, «o para descargarse. Evidentemente lo que no escribo yo es para arreglar el mundo. Entre otras cosas porque el español en España es un presunto hereje». «Mas usted no ha sido un hereje…» Recuerda entonces Cela las dificultades de La colmena, la retirada de La familia de Pascual Duarte en la segunda edición, la necesidad de escribir en notas a pie de página, en las obras completas que se publicaron durante la dictadura, lo que había sido tachado por la censura… «Pero usted ha sido siempre un personaje». «Yo siempre que perdí una batalla con un censor lo consideré un fracaso mío y traté de luchar. No olvide que vengo de una familia bien inglesa, y victoriana, y la derrota se considera un fracaso y una descalificación. En mi familia, como alguien pierda lo meten en vía muerta. Si hubiera sido un perseguido me hubiera dado una vergüenza horrible. Y se intentó perseguirme». Recuerda aquel director general de propaganda que se jactaba de haberle tachado La colmena, y que se juró que mientras él fuese director general, el señor Cela no publicaría jamás una novela. «Si usted no llama a eso persecución, llámelo como quiera. Cuidado».
¿Política? «¡Para eso están los políticos!» exclama este antiguo senador por designación real que peleó porque la constitución fuese redactada en castellano. «Hago mías las palabras de Camus cuando dijo que él no estaba con quienes hacen la historia sino con quienes la padecen». «Pero es que durante la dictadura no había políticos». «Cómo que no! Estaban todos colaborando con el régimen». «También había algunos en el exterior». «En cuanto usted saca a una persona de su contexto, ya no funciona. Los exiliados no sirven para nada». «Victor Hugo escribió Los miserables en el exilio». «También escribió Cervantes El Quijote en la cárcel, y no por eso conviene encarcelar a los escritores, a ver si les sale El Quijote; lo más probable es que no les salga».
Uno de los libros dificiles de Cela, San Camilo, 1936 (1969) lleva la siguiente famosa dedicatoria: «A los mozos del reemplazo del 37, todos perdedores de algo: de la vida, de la libertad, de la ilusión, de la esperanza, de la decencia. Y no a los aventureros foráneos, fascistas y marxistas, que se hartaron de matar españoles como conejos, y a quienes nadie había dado vela en nuestro propio entierro». «La mantengo», dice Cela de inmediato. «¿Que por qué? Porque si nos hubieran dejado solos, eso se resuelve en quince días. Como si a los vietnamitas los hubieran dejado solos, también se acaba aquello. Fue vergonzoso que hiciesen de España campo de prueba de las armas de todo el mundo». ¿Acaso no fueron idealistas? «¡Qué coño iban a ser idealistas! En las Brigadas Internacionales un X por ciento sí lo serían, el resto eran aventureros. Y en las brigadas fascistas eran todos reclutados… ¡Aquí estamos asistiendo a la idealización de la derrota! Hay que leer más Nietzche y menos encíclicas. La izquierda española se nutre demasiado de las encíclicas, y esto es vergonzoso».
La tenacidad
Cela, que iba para médico y después para abogado, cree que la literatura no se aprende en ninguna parte, aunque él, con esa tenacidad y disciplina que caracteriza su vida de escritor, leyera los 70 tomos de una enciclopedia de su padre, página por página. «Hay dos cosas que desprecio, y son la inspiración y la improvisación. Aunque no se me ocurra nada, no me levanto. El padrecito Dostoievski decía que el genio era una larga paciencia». Español con familia inglesa, italiana y belga, Cela cree que él ve a España como un hispanista, «y por eso», dice, «me gusta la España que después cuando lo pienso no me gusta, que es de las moscas, los curas, los toreros, las plazas de pueblo».
«¿Y ahora qué? «Seguir escribiendo, que es lo que hay que hacer y lo que me importa» «¿No teme que el Nobel sea una losa, como se dice?’ «Bueno… ¡Bendita losa!» «¿Qué pasa con Madera de Boj? ¿Por qué le está costando tanto?» «Me cuesta tanto porque no trabajo» (Una señora que acaba de llegar anuncia que va a ir a darle un beso. «No! No!», se defiende. «¡Ya me lo daréis después todos!») «¿Tiene miedo a la muerte?» «No, ninguno; es una vulgaridad. Lo único que ha hecho el ser humano desde los orígenes ha sido morirse. Es una vulgaridad. Uno no desea la muerte, si la desease me habría pegado un tiro». «¿Y no tiene miedo a la soledad?» «No». «¿A la vejez» «No». «¿A la enfermedad?» «No, no. Sí, claro, a una enfermedad dolorosa, a eso sí. Oye, Marina» -llama-: «¿querrías darme un whisky?»
La opción
No es fácil entrevistar a quien es célebre desde que en 1942, hace 47 años, publicase La familia de Pascual Duarte y se convirtiese en un fenómeno editorial, y no es fácil porque desde entonces le han hecho miles de entrevistas y, aunque no quiera, tiende a tener una idea y su correspondiente frase para casi cualquier pregunta. Cela podría corresponder también en parte al tópico sobre el gallego, y cuando quiere es hermético como una joven ostra. Se escuda en el taco, el ingenio, la cita, la anécdota, y no hay forma de que se moje en según qué temas. En otros, en cambio, se pasea sin paraguas bajo el chaparrón.
Estos días, además, Cela es el campo de batalla de una peculiar guerra que para él es gozosa. Guerra entre el acoso de la súbita gloria del Nobel -gloria que había empezado a intuír hace unos siete años, según dijo-, y el cumplimiento de una serie de pequeños deberes que en España se le excusarían a cualquier ganador de una quiniela pero que él se empeña en cumplir como un personaje de Kipling: atiende amablemente a todas y cada una de las llamadas, a todos y cada uno de los periodistas, a cada uno de sus amigos y a cada uno de los pelmazos que atrae la fama como a los osos la miel, muchos, y no se permite impaciencias. Él dice que en su familia inglesa se profesa la religión victoriana del self-control, según la cual exhibir sentimientos es una vulgaridad, pero quién sabe si no sea ese el único instrumento a su disposición para aguantar. Al final, cuando hizo falta marcharse para dejar espacio a quienes llegaban, Joaquín Vidal le pidió que firmase una foto. Habíamos vuelto a lo de la honradez del escritor y su ambición. Cela firmó la foto escrupulosamente con su mano grande y su letra pequeña, le puso fecha del día anterior, fiesta en adelante en Padrón, su pueblo, se quedó pensando y murmuró: «Sí, hay que escribir con honradez. Si no, para qué». Luego firmó.