En el aeropuerto de Barajas me encontré con un crítico literario que no se creyó que fuese a Mónaco a entrevistar a Claudia Cardinale. Le aposté una cena en un gran restaurante a que sí era cierto, y la cena pasó a engrosar la lista de apuestas todavía no cobradas… y la verdad, ya no tengo muchas esperanzas.
Yo mismo no me lo creía mucho. Me encontraba en el periódico cuando alguien llamó ofreciendo una entrevista con Claudia Cardinale, en exclusiva, hablando de cine y otros temas serios, en todo caso no porno rosa ni cotilleos. Y para mi gran asombro, mi redactora jefa, de mi edad, y su lugarteniente, más joven, no saltaban sobre el teléfono para aceptar. Les pregunté si habían tomado algo: Claudia Cardinale era sin duda una de las mujeres del Siglo XX y es posible que en algún momento –Rocco y sus hermanos, El gatopardo, Ocho y medio…- la más bella. Entonces mi jefa se rio y me dijo que si quería hacerlo yo, ahí estaba Claudia Cardinale, esperándome en Montecarlo.
Fue uno de esos viajes que el diablo pone en el camino de los periodistas para tentarles y hacerles olvidar quiénes son. Para empezar, la secretaria de redacción de El País me comunicó, no sin un ligero reproche en la voz, que no había hoteles disponibles en la zona y que tendría que alojarme en uno en Niza (al lado), que resultó más lujoso todavía que el de Claudia Cardinale. Se llegaba en helicóptero desde el aeropuerto (más barato por cierto que el taxi). Ese es el gran peligro, que el periodista puede terminar creyendo que se merece todos esos privilegios y él es uno de los protagonistas de la película.
Y en efecto, ahí estaba, a la hora prevista, una de las mujeres más bellas del mundo, incluso yendo hacia los sesenta –quien tuvo retuvo-, a la que asombrosamente no reconocía ninguno de los muchos hombres de negocios (anglosajones) que llenaban el vestíbulo. Conectamos de inmediato, ahora creo que porque es una mujer con muchas tablas y experiencia, y como complemento de nuestra sorprendente charla sin prisa (tenía mucho más criterio y cultura cinematográfica de lo que yo había imaginado con todos mis prejuicios), me invitó al rodaje de El hijo de la pantera rosa, causa de su presencia en Mónaco.
Pero a la mañana siguiente, cuando sobre las nueve, intenté entrar en el escenario de rodaje -una pequeña ermita al fondo de un paseo de unos cien metros que era un auténtico milagro en esta ciudad hecha de especulación y dinero de un verde sospechoso-, una secretaria de las que llevan teléfonos y cosas colgando del cinturón me impidió el paso. Caminé una hora o dos por entre mansiones y mega yates de mafiosos, o sus primos, y cuando regresé ya me dejaron pasar.
Y me situé al fondo del paseo, con un montón de técnicos y personal de la productora entre la escena que se rodaba y yo, preguntándome por qué había aceptado la invitación pues, salvo para el director y los técnicos de iluminación, hay pocas cosas más aburridas que un rodaje. Pero el director, Blake Edwards, terminó por aprobar la escena -la salida de la iglesia de los novios, con Claudia Cardinale de madre del novio- y decretar una pausa de un cuarto de hora.
Entonces ocurrió: Claudia Cardinale me divisó desde las escalerillas de la iglesia, hizo un vago gesto de reconocimiento, comenzó a bajar las escalerillas, se dirigió hacia el fondo del pequeño paseo, los técnicos se fueron separando como las aguas del Mar Rojo al paso de Moisés y el pueblo judío perseguido por el Faraón, y cuando llegó a mi lado me dirigió esa sonrisa que no olvido y me preguntó: «Ciao, Pedro. ¿Le tratan bien?».
Pensé que, si eso no era triunfar en la vida, se le parecía.