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El caso de la ciencia ficción que resultó ser real (y terrible)

Apartado: Lecturas recomendadas por Sorela

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Los cuatro libros. Yan Lianke. Prólogo y traducción de Taciana Fisac. Galaxia Gutenberg, 2017

Cómo, en qué clave hablar de una novela que presenta hechos que parecen de ciencia ficción y sin embargo -sabemos ahora aunque muchos sigan mirando para otro lado- fueron ciertos. Y terribles. Cuentan lo sucedido en un campo de reeducación chino cuando la revolución maoísta, ya de por sí radical, cayó en manos de una facción fanática y muchos miles de intelectuales, simples mecanógrafos en algunos casos, músicos o administradores de colegios, fueron enviados al campo para entrar en contacto con el pueblo más genuino, los campesinos, y ser reeducados en contacto con el proletariado.

En realidad muchos fueron internados en campos donde fueron sometidos a toda suerte de tropelías que, en ocasiones, incluso al curtido ciudadano informado del cambio del siglo le cuesta creer. Además, padecieron en primera línea del frente las consecuencias de unas decisiones delirantes, como las del Gran salto adelante, cuando se decidió fundir todos los objetos metálicos del país en busca de acero. O cuando tuvieron que sufrir sin ayuda, comiendo hierba y raíces, y disputándole los granos a los pájaros, las terribles hambrunas que, unidas la climatología que en China puede ser implacable, mataron a millones.

La época y lo que supuso está a la altura de los otros horrores del siglo XX pero por alguna razón, según he podido comprobar, incluso en la China contemporánea es más fácil obtener información sobre la época que en Occidente, y en particular en España, donde se cuentan con los dedos los libros que hablan de ello. Y en muchos casos, como en el caso de La montaña del alma, que le ganó el premio Nobel al autor, Gao Xingjian (exiliado en París), en clave más bien poética, o alegórica. De ahí la importancia de la publicación de Los cuatro libros, de Yan Lianke, traducido y prologado ahora con gran naturalidad por la más conocida sinóloga española, Taciana Fisac, que no habla en modo alguno de forma alegórica y por eso mismo parece una tragedia griega.

Como hijo de la tardía posguerra mundial y del siglo XX, hipnotizado pero también por un sentido del deber, intentando comprender lo incomprensible, o informulable, creo haber leído casi todos los clásicos del horror concentracionario del siglo pasado: No pocos libros sobre Auschwitz y aledaños, encabezados por la trilogía de Primo Levi y los dos principales de Jorge Semprún. El libro que más me impresionó es uno no traducido al español y que leí en Polonia mientras visitaba Auschwitz, This way to the gaz, ladies and gentlemen, escrito por un preso político polaco, Borowski, que se suicidó a los 29 años. El Gulag soviético me fue descubierto (y al mundo) por Un día en la vida de Ivan Denisovich, de Soljenitsin, que más tarde publicaría, sin réplica posible, Archipiélago Gulag: una geografía de la represión (pero no en primer lugar exterminio, a diferencia del nazi) del sistema soviético. Que, como demostró en su libro Anne Applebaum, comenzó antes de Stalin, en los primeros tiempos de la revolución, y se prolongó hasta la caída de la URSS. También aprendí mucho en el libro de Gustav Herling Un mundo aparte, pero lo que me reveló la naturaleza de esta represión a cincuenta grados bajo cero fueron los relatos de Kolyma, de Shalamov, que además merecen por derecho un lugar en la historia de la literatura.

Escribir sobre los campos de exterminio plantea al escritor un problema al que nunca se había enfrentado: ¿Cómo contar lo incontable? ¿Lo que parecía imposible y además inimaginable? Es sabido que los nazis confiaban en que nadie iba a creer el relato de lo que habían hecho, y es posible que hubiese sido mucho más difícil imponer la verdad de no existir las filmaciones que realizaron las tropas de Patton nada más liberar algunos campos. También en eso confiaba el régimen de Pol Pot, que exterminó a la tercera parte de la población de Camboya y, entre otros, imagino que el régimen chino, que contaba en esos años con la simpatía de la comunidad internacional: ellos eran distintos de los bolcheviques… y además las cosas sucedían lejos de las ciudades en lejanos y pacíficos campos aislados.

Y la prueba de que escribir sobre ello es un desafío es que muy pocos, si alguno, se han atrevido a meter las cámaras de sus películas en las salas donde los presos eran gaseados, y mucho menos en los hornos: lo inconcebible. Lo informulable. Lo nunca contado antes. Tan solo alegóricas chimeneas y cenizas como las que caen en los aledaños de Cracovia en la obra maestra de Spielberg -y elijo el adjetivo-, La lista de Schindler. Todo era imposible de contar hasta que el italiano Primo Levi, que estuvo allí un año, dio con la fórmula (aunque le costó una década persuadir a nadie de que esa era): había que contarlo con extremada neutralidad. Ateniéndose a los hechos. Así lo hizo y por eso su trilogía que comienza con Si esto es un hombre gana autoridad de día en día y se lee en las aulas de media Europa. No es casual que Primo Levi fuese químico de formación.

     Las cifras de víctimas del maoísmo, directas o a consecuencia de su incompetencia, crueldad o simple falta de solidaridad, son de las más difusas y elásticas entre las que conozco de los exterminios del siglo. Y no es lo mismo contar las muertes por la acción directa que por la indirecta. Los cuatro libros cuenta en primera persona, a través de la voz de un personaje escritor, lo que sucede durante la Revolución Cultural, en el «campo 99», en la ribera del río Amarillo. Y no voy a ser yo quien cuente la historia, como hacen tantos pretendidos críticos en la idea de que no es eso lo que importa, pero diré que sólo en el último libro el escritor, que sobrevive a base de relatar lo que hacen sus compañeros -es decir, sobrevive a través de la delación- se tiene que enfrentar a lo informulable.

Que una vez leído deja al lector sin saber qué decir. Salvo, una vez más, su asombro de que algo así sucediera en vida nuestra, sin que nadie dijera nada. Y que con toda probabilidad está sucediendo ahora en algunos lugares. Ya dijo Anne Applebaum que había escrito su historia del Gulag, no para impedir que se repitiera -ella ya sabía que se iba a repetir-, sino para que reconociéramos los síntomas y lo viésemos venir.

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