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Romain Gary o la elección de la propia vida

Apartado: Lecturas recomendadas por Sorela

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La promesse de l’aube. Romain Gary. Folio.

Escribo esta página, no para descubrir a Romain Gary, que bastante conocido es ya en la literatura francesa, sino para preguntarme por qué sigue siendo tan atractivo, y quizá más que antes, a finales del siglo pasado. Gary se suicidó en 1980 y, como ocurre a veces, el porqué resulta en su caso todavía más misterioso de lo habitual pues su obra está llena de vida y de humor, además de respirar experiencia e inteligencia.

Quizá las razones queden más explícitas en este libro autobiográfico, y entre otras razones, gracias a la originalidad de su planteamiento: aunque hace el recorrido cronológico habitual, no se centra solo en él, el protagonista, sino que este se relata, por así decir, a través de la relación con su madre; una mujer con una determinación de personaje de novela épica, que soñó para su hijo un destino ciertamente glorioso, visto de dónde venía… y, en contra de lo que a veces pasa con los sueños de las madres, lo impuso. De modo que el libro trata, no tanto de la biografía de Gary, aunque lo parezca, sino de cómo Gary luchó para convertir los sueños en realidad. Pero no los suyos, sino los de su madre. Terminaron siendo los mismos.

Y bien mirado, el libro no trata solo de su cumplimiento sino de la descripción de esos sueños, que no eran solo de entonces, la primera mitad del siglo XX, y el intento de explicación, así sea leve, de sus orígenes. Eso es lo interesante.

Abandonados al parecer por el padre, que sin embargo acudió al rescate en momentos límite, Roman Kacew y su madre emigraron de Vilnius (Lituania) y, tras un par de años en Polonia, cuando el hijo tenía catorce años llegaron a Niza, pues como mucha gente de la época la madre consideraba a Francia el lugar del mundo donde se podían realizar los más brillantes destinos. Y el del hijo no debía desmerecer de los modelos de Victor Hugo y otros gigantes literarios, además de embajador y seductor del tipo Ana Karenina.

La promesa del alba (hay ediciones en español) se refiere no solo a la lucha del hijo por ir cumpliendo con los sueños de esa inmigrante lituana, sino al hecho de que, además de cualquier otra consideración filial, se los había ganado. En sus esfuerzos por salir adelante, la madre se había inventado en Polonia la representación de una casa de alta costura de París, y en Niza, antes de ser administradora de hotel, se ganaba la vida revendiendo puerta a puerta vajillas y joyas que según decía eran patrimonio familiar de príncipes rusos exiliados. La misión que se fijó Gary (pseudónimo de sonoridad francesa manifiesta, según las divertidas páginas en que cuenta su búsqueda) fue no solo cumplir con las expectativas de su madre, sino, en el caso de que estas se hicieran esperar, encontrar el modo de que la mujer, una Quijote femenina que vislumbraba la gloria futura en una medalla por un campeonato de ping pong juvenil, no chocara con la realidad y la decepción.

Porque como suele ocurrir la realidad no era como la habían imaginado. Vivir de la literatura tardó en llegar tras la muy esforzada publicación de algunos cuentos en los periódicos de París, cuando Gary era un escéptico y hambriento estudiante de Derecho, como tantos escritores antes que él. Al ingresar en el Ejército del Aire, en el momento en que Alemania se disponía a invadir Francia en los comienzos de la Segunda Guerra Mundial, se encontró con que era el único de los cerca de 300 cadetes de su promoción en no ser ascendido a oficial. Y ello por haberse nacionalizado hacía pocos años, y quién sabe -aunque el caso Dreyfus era ya historia- si también por judío. Ese choque con la realidad también le habría de seguir más tarde cuando, qué sorpresa, la crítica ideologizada y dogmática del medio siglo francés se negó a reconocer su literatura, al igual que la academia, algo que ha cambiado en los años recientes. Previsiblemente, no le perdonaban ni que fuese un hombre de acción, ni la originalidad, ni las grandes tiradas y las películas, ni que estuviera casado con la actriz de cine Jean Seberg.

Este libro es también el estupendo cuento de cómo alguien se empeña en ser algo que en principio no se elige, francés por ejemplo, y lo consigue. Al igual que otros artistas que no nacieron en el Hexágono (Ionesco, Beckett, Semprún, Moustaki…), Gary escribe un francés como muy pocos autóctonos son capaces de hacerlo y demuestra más conocimiento del país y exhibe más amor del que serían capaces muchos compatriotas. Es pues también un ensayo sobre la pertenencia, la identidad y sus múltiples facetas, en una plasmación práctica de la idea de Borges según la cual la pertenencia a un país es un «acto de fe» (Ulrica, en El libro de arena).

Y no se trata solo de patriotismo. Pues, aficionado a los disfraces y las máscaras, el que habría de ser héroe durante la guerra, gaullista sin vacilar (lo que la posteridad le hace pagar caro), y diplomático durante casi un par de décadas, iba a ser el responsable de uno de los pseudónimos más sonoros de la reciente literatura francesa. Y no me refiero solo a Gary, sino al de Émile Ajar, con el que tuvo tanto éxito o más que con el anterior, y que no fue desvelado hasta un año después de su muerte. Pseudónimo sobre pseudónimo, máscara sobre máscara, país sobre país, personaje sobre personaje. ¿Cuántas pertenencias e identidades podemos llegar a tener? Eso es lo que propone Kacew-Gary-Ajar.

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