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Del ninguneo como género crítico y nueva censura

Apartado: Periodismo

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Supongamos por un momento un país en el que la gente ya no lee y sin embargo se siguen produciendo libros. Y supongamos que es una situación imaginaria pues imaginario es una palabra fetiche con la que de inmediato adquirimos cierto margen, cierta flexibilidad en la exigencia de la carga de la prueba. Esta, como es sabido, suele ser requerida en las actividades académicas pero a veces, a menudo incluso, con toda la buena intención del mundo la dicha carga lastra de tal modo la que podría ser una buena intuición inicial que termina por hundirla: aquella ya no es una intuición, con toda su revolucionaria capacidad de sugerencia -la sugerencia es revolucionaria porque es inmanejable, inabarcable e impredecible-, sino un obstáculo más entre la retórica académica y, ya no la verdad, sino la simple comunicación.

Así que en esta sociedad que ocupa más o menos la tercera o quinta plaza en la producción de libros en el mundo, puesto más, puesto menos en la lista –o sea, un mercado en torno a los 350 millones de personas-, la gente ya no lee. Es una forma de hablar, claro, pues resulta evidente que no pocas personas leen en el metro, y en las cafeterías (el periódico casi siempre), en la playa y es presumible que también en sus casas. Pero es también evidente (véanse concursos de televisión, o juéguese al Trivial, o háganse preguntas directas), es evidente que la gente ya no lee lo que leía antes, o que no lee lo que, antes, se suponía que debía leer, según los cánones descritos, por ejemplo, en El mundo de ayer, de Stephan Zweig. Un estudiante universitario ya no lee las 250 páginas semanales que según los criterios de la UNESCO se suponía que debía leer hace treinta años o, siempre de acuerdo con la hipótesis imaginaria, quiere decir que un profesor universitario puede no leer ni un solo libro más de los necesarios para conseguir un trabajo fijo. En ese mundo sin lectura, demencial (pero hipotético), que roza la propuesta de vanguardia, los estudiantes leen, pero no leen nada nuevo sino que repasan apuntes, y estos apuntes están a veces incluso plastificados, como conocimientos inamovibles, por profesores que los repiten a modo casi de mantras desde hace años.

En cuanto a los libros que se ven en el metro, si nos acercamos un poco e incluso conseguimos que nos presten uno, y lo sometemos a ciertas pruebas de autenticidad (sí, tratándolos como si fuesen billetes de banco u obras de arte), podemos ver que, con frecuencia, tampoco son verdaderos libros: en realidad son copias de copias de copias de libros antiguos a los que simplemente, en el caso de las novelas, que es lo que más se lee en el metro, se han cambiado los nombres de los protagonistas, los lugares de la acción y hasta los colores de la cubierta –muy similares de todas formas-, y no son verdaderos libros, si se entiende por tal algo distinto y nuevo, sino reformulaciones de tres o cuatro historias y unas cuantas ideas que, remodeladas una y otra vez, como plastilina, se publican sin descanso.

Pero ¿cuál es la utilidad?, se podría preguntar. ¿Por qué es necesario vestir una y otra vez los libros y los apuntes de apariencias distintas? ¿Por qué no repetirlos, simplemente, como se hace con las oraciones o las recetas culinarias? ¿Qué tiene de malo la repetición?

Imaginemos, pues, un país en el que la gente ya no lee pero se siguen produciendo libros en gran cantidad. El “ya no lee” es una expresión ambigua y optimista pues la verdad es que la situación tiene ya tiempo y, como en una enfermedad crónica, han aparecido síntomas un tanto inquietantes. Es tan generalizada, por ejemplo, la incapacidad para abstraer –desglosar las categorías de la pegajosa masa de las anécdotas, abandonar los casos personales para pasar a la discusión de las ideas…- es tan difícil que sería más fácil formularlo de otra forma: en ese país se lee y en los últimos tiempos se ha leído tan poco que los capaces de abstraer son ya excepciones.

Otras consecuencias no son menos graves: huérfanos de lectura –es decir de silencio y del ejercicio de la abstracción que es por principio todo acto de leer-, y como enganchados en las modernas adicciones del cine, el zapeo televisivo y la navegación internáutica, entre otras cosas, la gente ha perdido no poca capacidad de concentración, algo indispensable, como se suele reconocer, para cualquier pensamiento digno de ese nombre.

Sucede que también se ha visto muy recortada la capacidad de imaginar.

Pues la capacidad de imaginar, si se piensa, se encuentra en estrecha relación con la lectura, o por lo menos la palabra. Es la palabra, más que ninguna otra cosa, la que provoca y estimula la imaginación, y la que la lleva de un lugar a otro. No es la imagen, que tiende a cerrar la imaginación, toda vez que ante todo se propone a sí misma, muestra copia, inclinándose a cerrar otros caminos, sino la palabra, que indica sugiere y en definitiva abre los caminos.

Así que lo de verdad grave, en esta situación (hipotética), no es tanto que la gente no lea, sino sus consecuencias: se concentran menos, abstraen (piensan) menos, imaginan menos. Pues si bien se mira, más que tener dos piernas y dos manos, circunstancia que compartimos con los monos, más que aspirar al poder y temer la soledad, algo que compartimos con los lobos, y podríamos seguir, lo que nos define como hombres, lo que nos diferencia ¿no es acaso nuestra capacidad de abstraer e imaginar? Nos define: en la abstracción e imaginación reposa nuestra libertad.

 

El miedo a los animales, novela en clave en la que el escritor Enrique Serna se ríe con ácidas carcajadas de la sociedad literaria mexicana, propone entre otras cosas el escenario de enormes silos donde se guardan infinitos libros que han sido editados pero nadie lee –ese almacenaje es uno de los principales costos de la industria editorial- y el asesinato de un columnista del Distrito Federal por razones en apariencia muy misteriosas hasta que el detective descubre la razón: el columnista se había permitido determinadas osadías por escrito, pero el móvil permanecía hermético y oscuro… toda vez que nadie leía nunca su columna. Unas circunstancias verosímiles, junto con la de los silos de libros, durante los muchos años de cultura y prensa subvencionadas en México bajo los gobiernos del PRI.

La novela en clave de Serna no está tan lejos como podría parecer de la situación –hipotética- del país del que hablamos, y es incluso bastante similar. Con una significativa diferencia: la cultura de este país teórico no está subvencionada, y su enorme producción de libros responde a ingentes inversiones en euros concretos. Los intereses en juego no son pues nada virtuales.

Ahora bien, las inversiones son enormes… y no tan enormes. Quiere decirse que la cifra global es enorme, pero luego, obra por obra, los costos no cesan de bajar: producir un libro es bastante más barato que hace años (y el costo sigue bajando), al igual que un disco o una película. En el caso de los libros, ello quiere decir que cada vez se editan en mayor número, y en general se puede decir lo mismo de discos y películas que no supongan una gran producción.

Con independencia del nivel de lectura, o de audición de música, o de asistencia a las salas de cine de una sociedad determinada, la conclusión casi obligatoria es que el grueso del esfuerzo económico ya no se encuentra en la producción y distribución sino en otras circunstancias, en un tiempo prescindibles, que son las que ayudarán de forma decisiva al éxito o fracaso de la obra. Y en primer término, como es obvio, en la publicidad. Por ejemplo, en una película de gran presupuesto de Hollywood… más de la mitad va destinado a la promoción de la película (y estamos hablando de cientos de millones de dólares).

La situación es, pues, que en el país que no lee, se producen sin embargo cada vez más libros, películas y canciones. Eso quiere decir que, además del talento de los artistas (que no entramos a cuestionar, aunque es obvio que todas estas circunstancias determinan su naturaleza[1]), son necesarias grandes sumas y estrategias de todo tipo para que unos destaquen entre todos. O para que simplemente existan, pues sabido es que una película o un libro no existen si no se publicitan, si no se distribuyen en los lugares adecuados, y si no disponen de un público capaz de recibirlo (igual que en la novela de Enrique Serna).

Es imposible eludir el hecho casi físico de que en medio de toda esa pugna en la que sólo los más ruidosos sobrevivirán, en el centro mismo de la tormenta o de la grilla como dirían en México, se encuentra el intermediario. El encargado de hacer de puente entre unos y otros; de informar… o mirar para otro lado y disminuir… o silenciar. El periodista. Le guste o no, se encuentra el crítico.

 

¿Cómo dar cuenta de la situación sin resultar reiterativo? Porque sucede que si en un país no se lee, además de las consecuencias generales que ya vimos se produce otra más, también con cierta trascendencia: los críticos han de ser elegidos entre muchas menos personas, de la misma sociedad que sus lectores… que no leen. El resultado es que, una vez elegidos… de forma inevitable ha bajado su nivel: si ellos tampoco han leído, lo raro sería que estuviesen bien preparados para el diálogo privilegiado que supone la crítica, pues es apenas evidente que el diálogo de la cultura se retroalimenta de su público. ¿Existe algún momento en que hayan coincidido mediocres creadores con perspicaces y estimulantes críticos? Los unos suelen ser síntomas de los otros. La paradoja es que precisamente en esa sociedad abrumada por laproducción y desarmada, los críticos son más necesarios que nunca.

En el país hipotético por lo general ya no hay una censura moral o política –no torpe y visible al menos-, pero la nueva situación es a todas luces tan grave, generalizada y confusa que ha sido bautizada a veces como una nueva censura. Se suele decir que se trata de la fría censura del mercado, pero va más allá: en realidad es uno de los síntomas de un desarme cultural que, no sin ligereza quizá interesada, también se suele liquidar diciendo sin más que es una de las señas de la posmodernidad.

En esa sociedad en la que no se lee, pero en la que sin embargo se producen tantos libros, es evidente que la supervivencia depende de remotas casualidades: súbitos y con frecuencia misteriosos éxitos, por ejemplo, que con grandes beneficios para un sólo libro compensen de las pequeñas pérdidas de muchos (pérdidas o simples ausencias de lucro, visto que ya cuesta mucho menos producirlos). El editor vendría a ser como una suerte de jugador de casino, que confía en recuperar de golpe, con un pleno de ruleta (pago de 36 veces la apuesta, si no recuerdo mal), las múltiples pequeñas pérdidas de la noche.

 

Cuando he hablado de “súbitos y misteriosos éxitos” ha sido con intención. Pues resulta apenas deducible que en el país de los muchos libros, pocos lectores y críticos de preparación discutible cunde la desorientación –sería un país invertebrado, en la acepción orteguiana[2]-, lo que favorece el retorno de los brujos.

Ahora bien: ¿quiénes son los brujos, en la industria cultural? Podríamos enarbolar el báculo apocalíptico y empezar a maldecir el porno rosa, la frivolidad televisiva, el desarme educativo, las maniobras políticas de distracción, la alienación cinematográfica… No terminaríamos nunca. En el campo que nos ocupa, el retorno de los brujos se concreta en un retroceso que hace unos años hubiese parecido impensable: la confusión entre información y agenda, entre orientación e inducción, entre crítica y publicidad.[3]

Pues resulta apenas evidente que el espacio reservado a la crítica es cada vez menor, como ha demostrado Mario Roche respecto a la crítica de teatro en la sociedad española, por ejemplo, bastante parecida a la de nuestro país hipotético.[4] El crítico tiene cada vez una menor importancia –en el caso del crítico de teatro ha pasado de ser uno de los principales escritores del periódico a en muchos casos simplemente dejar de existir-, pero en cambio la información cultural (y de ocio) va ocupando un espacio proporcional al que ocupa en la vida de sus lectores. En los primeros años de la década de los ochenta (antes de las más dramáticas subidas en el precio del papel), el periódico El País, de Madrid, dedicaba unas cien páginas semanales a la información de Cultura y espectáculos. Ahora destina la mitad, o menos. Quiere decirse que la importancia informativa de la cultura y los espectáculos tiene una relación directa con el interés de las audiencias –que ya tenía en otras épocas, véase la Viena anterior a la Gran Guerra[5] o la Grecia clásica, en citas casi al azar-… y también al volumen del negocio. Como dijo delante de mí un alto cargo periodístico a comienzos de los 90: “La cultura ya no se lleva. Ahora lo que se lleva es la pasta”.

No hace falta ser un experto en economía y sociología para comprender que, en ese país que no lee, abstrae e imagina menos, pero consume cada vez más productos de la industria cultural (así se llama a los libros en muchas editoriales de hoy como cuentan en reveladores testimonios los editores André Schiffrin y Mario Muchnik), es enorme la presión en demérito de la cultura y en beneficio del espectáculo, en perjuicio de la crítica para favorecer la agenda, en detrimento de la información para subrayar la propaganda.

 

Sucede que, en estas grandes y casi globales dimensiones, los términos de la discusión ya no dependen de la retórica de la crítica sino de las estrategias de la mercadotecnia y la estadística. En los informes sobre el seguimiento de sus libros que las editoriales envían a los escritores, el único dato que incorpora la agencia encargada del seguimiento, y que equivale a una valoración, es la superficie en centímetros cuadrados que ha ocupado la mención de la obra. Da igual que se trate de informaciones, críticas… o espacios publicitarios. Aquí es donde se comprende la lucidez anticipatoria de un Wilde al decir: “Lo importante es que hablen de uno, aunque sea bien”. Y también: “Sólo hay algo peor en la vida que ser criticado: ser ignorado”.

Todo lo cual ayuda a comprender tantos comportamientos en busca de los “15 minutos de fama” (Andy Warhol), a la vez que escasean cada vez más los ejemplos de sobriedad en el trato con los medios de información, administradores de esos minutos de fama, y se cuentan con una mano los ejemplos de radicalismo en esa militancia: Salinger, Pinchon, Julien Gracq o Samuel Beckett, que cuando le dieron el premio Nobel exclamó: “¡Qué gran desgracia!”… y desapareció. Con ejemplos de la obscenidad se podrían erigir catálogos enteros. De la sobriedad, apenas una delgada plaquette.

Porque en una sociedad sin lectura, el orientador deja de tener importancia –no hay valoraciónporque la lectura apenas existe-, y en todo caso le cede buena parte de su puesto al informador, la simple agenda que se limita a dar noticia de la existencia de algo, y desde luego al publicista. Nada más gráfico a este respecto que lo que me contaba no hace mucho el escritor húngaro Stephen Vizinczey, autor de la muy exitosa novela de iniciación En brazos de la mujer madura:La edición francesa de su libro no había terminado de despegar, pese a contar con críticas favorables en los principales suplementos, hasta que su editor tomó la iniciativa de incluir esas críticas en anuncios en la prensa. Entonces el libro “despegó”.

 

Los indicios de que, en nuestra sociedad hipotética, la crítica, en el mejor de los casos, está pasando a ocupar un papel secundario –igual sucede con la crítica académica-, son abrumadores. Una nueva crítica, sin embargo, la sustituye, y es la que administra el espacio de los medios para simplemente dar cuenta de la existencia de tal o cual obra, a ser posible en términos hagiográficos (“la escritura de la vida de los santos (…) a menudo inspirada por la veneración”)[6]. Es significativo que las últimas obras de García Márquez, como ejemplo máximo de escritor consagrado en el idioma castellano, no hayan motivado tanto la publicación de críticas, en los suplementos literarios españoles (muy parecidos a los de nuestro país hipotético), como el deadelantos o reportajes y testimonios de amistad de amigos del escritor.

Así las cosas, está claro que el nuevo crítico, el personaje que viene a sustituir al antiguomandarín que hacía y deshacía incluso una literatura nacional (Flaubert dijo alguna vez que había escrito La educación sentimental para que la leyese Sainte-Beuve, Proust escribió su Contre Sainte-Beuve para rebelarse contra esa omnipotencia)… está claro que ese nuevo crítico es el administrador de los espacios: Cuánto espacio –no de juicio sino literalmente- se le administra a qué autor, qué obra, dónde, y en qué momento. Seguro que alguien propondrá en breve una clasificación de esos nuevos tipos de espacio.

En El laberinto de la soledad, Octavio Paz habla del ninguneo como variante mexicana (y herencia) del calificativo español “don nadie”. O lo que es lo mismo, el uso deliberado y agresivo de esa arma a la que alude Wilde en sus aforismos, que vueltos del revés vienen a decir: El artista sueña con silencio cuando tiene pesadillas.

El que posee la única crítica eficaz en nuestro días –y él lo sabe, y lo sabe la industria y actúa en consecuencia-, es el que tiene el dedo en el gatillo del ninguneo y sus variantes. El administrador del silencio. Sólo así se explica que los nuevorricos de la crítica hayan adoptado hasta los ademanes de los antiguos mandarines a quienes han derrocado y sustituido, y entren en los cocteles de la cultura como si fuesen ellos los inventores del whisky.

 

Bibliografía:

Muchnik, Mario, Lo peor no son los autores, Madrid, El Taller de Mario Muchnik, 2002.

Muchnik, Mario, Banco de pruebas, Madrid, El Taller de Mario Muchnik, 2003.

Ortega y Gasset, España invertebrada, 1921.

Paz, Octavio, El laberinto de la soledad, Postdata, Vuelta al laberinto de la soledad, México, Fondo de Cultura Económica, 1981.

Proust, Marcel, Contre Sainte.Beuve, París, Gallimard, 1954.

Roche, Mario, La crítica teatral a Els Joglars como reflejo de la evolución del género y de los valores de la sociedad española. Tesis de doctorado, Facultad de Ciencias de la Información, Universidad Complutense de Madrid, 2003.

Serna, Enrique, El miedo a los animales, México, Joaquín Mortiz, 1995.

Schiffrin, Andrei, La edición sin editor, Barcelona, Destino, 2000.

Wilde, Oscar, Paradoja y genio, Aforismos, Barcelona, Edhasa, 1993.

Zweig, Stephan, El mundo de ayer, memorias de un europeo, Barcelona, El Acantilado, 200

 


[1] “El cine no puede ser un arte porque es una industria”, dijo André Malraux.

[2] Véase España invertebrada, de Ortega y Gasset.

[3] Un simple detalle, pero significativo: en la radio generalista española ya no se establecen las cortinillas de separación entre información y publicidad que hasta hace unos años eran indiscutibles.

[4] Mario Roche, La crítica teatral a Els Joglars como reflejo de la evolución del género y de los valores de la sociedad española.

[5] Stephan Zweig, El mundo de ayer, El Acantilado, Barcelona, 2003.

[6] The Penguin dictionary of literary terms and literary theory.