MIRADA SORELA

Del cine encadenado y otras plagas

Apartado: Sastrería

Valora esta entrada:

«…un vaquero que se baja de un tren en un lugar de viento polvoriento…» Kirk Douglas en «El último tren de Gun Hill …»

Sastrería

El otro día, distraído, me topé en una película con una actriz norteamericana que evito -no consigo entender que el mundo entero se rinda a su sonrisa voraz y le paguen piscinas de dólares por películas inmediatamente olvidables-, y ese encuentro a traición me hizo caer en la cuenta de que he visto cientos, miles de películas tipo Hollywood (tipo Hollywood malo, que también lo hubo muy bueno) y todavía no sé muy bien lo que eso ha producido en mi cabeza y en mi alma.

Lo que ha creado sin duda es una gran habilidad en detectar lo que Marguerite Duras, en su etapa de teórica del cine, llamaba las «cadenas de imágenes». Esto es, con una seguridad del 99%, saber lo que sigue a la imagen de un vaquero con el sombrero sobre los ojos y el revólver escurrido sobre el muslo que se baja de un tren en un lugar de viento polvoriento llamado Silver City. O lo que viene a continuación de la toma de una chica de falda estrecha encaramada en un taburete que mira hacia la puerta de un bar, donde se encuentra la cámara. Sí, esas son las cadenas de imágenes, y lo más descorazonador de jugar a las adivinanzas con ellas es descubrir que, de entrada, a los veinte años uno puede ser ya un gran campeón y sólo un poco más tarde deducir la película -toda la película- con solo ver el cartel. Eso es lo que sucede tras una educación a la sombra del mal cine de Hollywood, que hoy por hoy es universal.

Lo siguiente que ha producido es un agostamiento de mi curiosidad por los Estados Unidos, los de las ciudades, no sus montañas y desiertos. Los Ángeles debe de ser la única ciudad del mundo, junto con las de los Emiratos, por la que no siento casi interés por asomarme a sus ventanas, y una vez que estuve muchas horas en su aeropuerto lleno de hamburgueserías no sentí ninguna tentación de salir: sospecho que ya la conozco, y que si entro en ella la realidad no va a sumar nada a lo que ya he visto N veces en películas y series que parecen la misma. Cuando fui por primera vez a Nueva York, con quince años, comprobé no sin desconcierto que la reconocía como si hubiese vivido años en ella, y sólo cierta experiencia viajera, y sus museos increíbles, me han hecho ver otras cosas en otras visitas.

En paralelo inevitable, ha crecido de forma exponencial mi curiosidad por todos estos gigantescos territorios -el 94% del planeta, más o menos- en los que a Hollywood no se le ocurre filmar jamás una película. Y si allí se filma una interesante, compra los derechos para filmar lo mismo en Estados Unidos (¡!). (Ese hecho es casi más revelador que cualquier otro). Y si por casualidad la filma, la película, en esa inmensa parte del planeta, es para reducirla a los simplones estereotipos de Hollywood, fácilmente identificables por ese público adolescente al que al parecer van ahora dirigidos.

Pero lo que sobre todo ha producido esa colonización masiva de cine encadenado es la progresiva certeza de que -en contra de una superstición generalizada, y tal como descubrieron tanto Faulkner como García Márquez en intensas e infelices experiencias con el cine-, la literatura es sobre todo algo que no se puede filmar (de ahí el nombre de mi libro Cuentos invisibles, dicho sea de paso). Y no sólo sigue siendo una de las artes sin las cuales no sería viable la vida tal como la conocemos, sino que comienza a ser herramienta indispensable para combatir la plaga de la literalidad.