Federico Álvarez escucha algo a lo lejos que no reconoce. Tensa la oreja, como un perro… y tampoco. Gira la cabeza sobre la almohada para poder oír con las dos, pero es inútil: ni siquiera importa que la funda de la almohada sea de hilo y las sábanas lleven un escudo armado con una F y una A, entrelazadas. Sólo después de levantarse y abrir la ventana, comprende que ese ruido que se escucha amortiguado es el de Octubre. Octubre, que regresa. Gente que se agita en la ciudad, a lo lejos. Eso mismo que él ha llamado siempre el hormiguero con la suficiencia de quien no tiene que padecerlo y sólo porque vive sobre un árbol no se siente parte de él.
Pero esta vez no le molesta -él mismo se sorprende por ello y sus amigos hasta se asombrarían- y no le parece que ese ruido sea un defecto de su mansión. O si se prefiere, una insuficiencia de su fortuna: una pista de que aún no tiene lo bastante como para aislarse «de verdad» del ruido, el trabajo, el hormiguero. No hace tanto habría pensado que aún tenía que comprar unas cuantas hectáreas más de colchón acústico en torno a su mansión de arquitecto de firma, y por supuesto con helipuerto, como sus iguales de Sao Paolo, para poder ver a la chusma sólo desde arriba, allá abajo, agitándose en los atascos. El problema con Madrid es que es aún demasiado pequeño y todavía nadie se ha lanzado a por el helicóptero. Y en estos tiempos de ruina y recorte de apariencias, al primero que se lance lo mirarán como un hortera. Un parvenu. Un nuevo rico. El ex directivo de un banco que se ha llevado la caja. Lo peor.
Pero justo en ese momento a Federico Álvarez le tropieza la sonrisa que se le comenzaba a insinuar en la cara, como siempre que entra al juego de lo que los cronistas llaman (no sin patetismo) Alta Sociedad, dando a entender que se trata del Himalaya, resignados de antemano a no hacer cumbre jamás por considerarla inalcanzable. Como el Barça. Un error, como es obvio, pues alcanzable es todo, como demuestran sin pausa un sinnúmero de bucaneros, traficantes y altos cargos. Pero en fin, allá ellos. El caso es que a Federico Álvarez le desaparece la sonrisa, se le da la vuelta, más bien, como en la máscara de un mimo, y lo que comenzaban a ser puntas hacia arriba son dos arrugas escurridas hacia abajo: Justo en ese momento se ha dado cuenta de que maldito lo que le importaría a nadie si se compra o no un helicóptero: Ya no hay casi nadie para fijarse -y para juzgarle-, pues aunque él no lo ha leído y es probable que ni sepa quién es, Federico ya sabe por instinto lo que dejó escrito Wilde: «Lo importante es que hablen de uno, aunque sea bien». ¿Y para qué ser rico si no es para que hablen de uno y en secreto lo maldigan para darle un poco de salida a la envidia cuando está a punto de ahogarles? Para eso y sólo eso fueron inventados los Porche, los yates y todos los demás juguetitos del lujo sin imaginación.
Pero ahora no queda nadie. De todas partes han desaparecido casi todos, casi todos los que importan, y los pocos que se dejan ver no pueden disimular una grieta en el centro de la frente y hondos surcos a ambos lados de la nariz.
Se diría que están en otra cosa, piensa Federico, no sin rencor… si bien él sabe que no es así. Se diría que están preocupados por sus empresas, la esquizofrenia de la Bolsa y puede que hasta la inminente crisis china -gente arrojándose por huecos de los pisos sin terminar en los nuevos rascacielos de Shanghai, incapaces de aceptar la caída de la Bolsa y su súbita reincorporación a las masas, al proletariado-, pero Federico sabe que no es así, la gente en la que está pensando ya se encuentra más allá de minucias semejantes. Ya puso su dinero a salvo en cajas fuertes de platino blindado en lo más profundo de los Alpes, o en el Caribe, custodiadas por barracudas con dientes contaminados de energía nuclear que no arrancan el brazo, para no dejar huellas, pero dejan paralítico a quien meta la mano entre las grutas en busca de capitales ocultos e impuestos evadidos. Si esa gente le presta todavía algún interés a la Bolsa es porque algo hay que hacer y a modo de un entomólogo a quien le traen un nuevo coleóptero con un verde desconocido en el polvo de las alas.
No, no es eso. Lo que sucede es que Federico sale de un verano que quisiera olvidar. En Sotogrande los sauces llorones de los campos de golf exhalaban un olor melancólico, y no era por lo mal que juegan los millonarios. Las piscinas de los clubs secretos parecían en otoño desde julio, abandonadas por unos socios escondidos o fugados quién sabe a dónde. De Neguri hace ya tiempo que se fueron, o que dividieron sus mansiones en apartamentos, para disimular. Y en los yates del Puerto de Andraitx, donde no hace mucho los ganadores de las regatas se bañaban en jacuzzis con leche de burra, se produjo un amago de epidemia: en diferentes ocasiones, chicas guapísimas (aunque intercambiables) se arrojaron al mar, en mitad de la tarde, siendo así que esas chicas son reacias a los baños de mar. Sólo toman el sol, y además , de día, su piel no admite nada más que eso, y sólo si se protegen con cremas especiales inventadas para las jequesas de Kuwait tras la contaminación del aire por la primera guerra del petróleo. Por fin un siquiatra especialista en princesas y divorciadas de gama alta se atrevió a dar un diagnóstico y, aunque se intentó silenciarlo, como es costumbre en ese mundo, sólo se pudo silenciar a los perros de la prensa rosa, fáciles de domesticar dejándoles entrar al office durante un par de cocteles. Así que la noticia «corrió por los salones como la pólvora» (como hubiesen dicho esos paparazzi de no haber sido sobornados): las chicas se querían suicidar… de puro tedio. El siquiatra habló de «Síndrome de Madame Bovary», en honor de un personaje francés en una ópera de Verdi, pero nadie le hizo caso, el francés ya no se lleva. Ahora los ricos hacen como que aprenden chino.
Y los que se atrevieron con los consabidos safaris por Kenia, y las excursiones por Barbados, los mares del Sur y los whiskies con cubitos de hielo de diez millones de años arrancados a los icebergs a la deriva en el Sur de Chile reportaron lo mismo: los leones del Serengueti bostezan, los glaciares de la Patagonia se derriten, lentos, pero a ojos vista. ¿Y para comprobar eso se habían gastado un dinero que no tiene casi nadie? Casi no merecía la pena.
Federico sabe que los leones del Serengueti bostezan porque esa es la vida de los leones, desde siempre, algo bastante, bastante aburrido, salvo cuando hacen el amor y entonces tiembla la Sabana; y que los glaciares de Tierra de Fuego se están derritiendo, sí, pero aún les queda como mínimo un siglo y después a quién demonios le importa. Y ha estado varias veces a punto de decirlo, tal vez en un editorial en Hola o en algún programa de televisión de los que ven las masas y entre ellas, desde la penumbra de sus salones, también la Alta Sociedad inalcanzable:
«Lo que nos pasa es que nos aburrimos. Como siempre, cierto, pero nunca tanto. Esto comienza a ser inaguantable».
Pero se calla. No vaya a ser que a alguno se le ocurra proponer que les suban los impuestos para que las masas les vuelvan a hacer caso y, mostrando dientes, les envidien. O entregar la mitad de la fortuna a organizaciones caritativas (lo que ahora llaman Oenegés), o alguna memez por el estilo. No es probable, y el asunto no encaja en la rutina de los ricos españoles, también en eso aislados del mundo, como siempre -y eso que los ricos del universo se parecen como huevos-, pero quién sabe.
O sea que Federico sigue callado. Por si acaso. Y bosteza.
Y sí, su bostezo no es como el de los leones del Serengueti, pero ya se ha dicho que los ricos españoles son distintos.